jueves, 25 de octubre de 2012

Estamos fanatizando la España actual

Trampas de la memoria histórica


Martes, 11/Jul/2017 César Antonio Molina El Mundo

¿Vamos camino de un mundo sin recuerdos? ¿Acaso el mundo tiene recuerdos? ¿Y las naciones, y los estados y las masas tienen recuerdos? Fundamentalmente los recuerdos siempre fueron patrimonio de los individuos, pero después de las grandes matanzas contempladas por la población civil a través de los nuevos medios de comunicación del siglo XX, sobre todo la fotografía, el cine y, más contemporáneamente, la televisión, se fue equiparando la memoria colectiva a la individual, es decir, la real. Hoy se perdona más el olvido individual que el colectivo. El olvido colectivo provoca una manifestación de desastre moral o político.
  Tony Judt advirtió de la pérdida de eco universal que comenzaba a tener la Shoá. El creciente olvido de la misma sería como hacer oídos sordos a otros grandes crímenes intemporales contra la humanidad como la esclavitud, la deportación o los exterminios en masa producto de los estados totalitarios. Esta memoria moral puede ser universalmente compartida, comprendida, defendida y transmitida. Lo peor no es el olvido de lo que no deberíamos olvidarnos, sino de la escritura y reinterpretación del pasado y el control acertado de la memoria colectiva. Paul Ricoeur insiste en que recordar es un deber moral. Las víctimas murieron por nosotros. Pero, ¿y si, a largo plazo, el olvido fuera inevitable cuando hasta incluso en un plazo relativamente breve el recuerdo de un suceso maligno, la Shoá misma y sin excluirla, no lograra ni siquiera proteger a la sociedad de sus futuras repeticiones?
David Rieff en su magnífico y nada complaciente libro Elogio del olvido pone en entredicho respetuoso y provocador las opiniones de Ricoeur, Avishai Margalit o Todorov quienes defendiendo sin límites la necesidad del recuerdo, también hablaban del abuso a veces partidista de la rememoración. Rieff, sin temor, abre el debate entre quienes dudan que el recordar sirva para algo y aquellos otros que defienden la necesidad de la memoria colectiva. Los primeros muestran que las sociedades humanas son perecederas: naciones, civilizaciones, culturas…; que todo tiene una fecha de caducidad -incluso la memoria histórica-; y que ha levantado nuevos conflictos civiles incruentos como las denominadas “guerras de la memoria” en Francia, un debate intenso y casi permanente sobre sus guerras coloniales, muy semejante al que aún hoy perdura en nuestro país sobre nuestra última Guerra Civil.
Pero ¿qué es lo que debe ser recordado y por cuánto tiempo? ¿Cómo ha de celebrarse esta rememoración? De no llevarse a cabo estaríamos en la amnesia vergonzosa a la que se refería el gran filósofo francés de origen judío Jankélévitch. Recordar es un acto moral que combate con las armas de la razón cualquier tipo de negacionismo del mal. Pero ¿cuántos hechos históricos han sido suprimidos de la historia de un país? Nunca hay garantía de que todos los hechos históricos han de ser recordados y, aún menos, cuando los siglos van transcurriendo a buena marcha. ¿Recuerdos históricos sin sentido para nuestra actualidad tan cambiante? ¿Materia científica sólo para historiadores? ¿Huellas para un turismo cultural sin criterio? ¿Se puede olvidar lo que se desconoce?
La memoria caprichosa conduce al olvido o, como decía Adorno, a la nada. Todorov en Los abusos de la memoria la defendía pero advertía de su envés: la mentira. Le Goff animaba a los lectores a que se aseguraran la verdad de la memoria colectiva que conducía a la libertad. A la libertad y a la cura de sus heridas. ¿Acaso el ser humano tiene otra memoria que no sea la de sus heridas? Pero memoria real y no ficticia. El poeta polaco y Premio Nobel de literatura, Milosz, criticaba la sacralización de la memoria colectiva porque conducía a muy grandes distorsiones de la realidad. Él lo supo muy bien con la reescritura de la historia de su país a través del relato estalinista-soviético. La memoria colectiva es una metáfora psicológica.
Como Rieff y todos los autores aquí citados proclaman, hay que reconstruir la memoria colectiva siempre a la luz del presente y en positivo. Deformarla partidariamente conduce de nuevo a graves riesgos. La memoria histórica no se puede levantar sobre recuerdos legendarios y mitológicos enfrentados a los demás. La interpretación de los hechos históricos también cambian con el tiempo: no son ni fácticos, ni proporcionales, ni estables, ni neutrales. No hay que negar el valor de la memoria, pero la histórica no la mitopoética. Muchos autores, y Rieff lo recoge, coinciden en que el apego a la memoria hace a muchas sociedades inmaduras y conflictivas.
La memoria es un componente en la construcción de la identidad europea, pero habrá que explicar pacíficamente las convulsiones que provocaron tantos conflictos a lo largo de la historia continental. Garton Ash añade otra inquietud más, ¿cómo no solo explicar a los europeos quiénes son, sino también a estas multitudes que llegan a nuestras costas que ni saben ni comparten ninguno de esos recuerdos y además traen los suyos propios?
Recordar para ser piadosos con los ancestros. Olvidar es una manera de impiedad. Recordar en una justa medida pues el exceso de memoria colectiva nacional es a veces peligroso. Lo mejor es el espacio que queda entre una justa medida de recuerdo y de olvido. Y que este espacio entre ambos no sea demasiado doloroso, que pueda ser soportado por todos, que no impida un porvenir de paz, respeto y reconciliación. El rencor es ajeno.
El peligro está, y Rieff lo subraya a la perfección, en la confusión entre memoria e historia, en la apropiación de la segunda por la primera, de la misma manera que la política también se ha apropiado de la memoria. Peligro de que la memoria colectiva legitime tendencias particulares, a unos partidos políticos frente a otros. Peligro de que esta “democratización” de la historia subordine a la propia historia a la memoria colectiva. El tiempo conduce al olvido, despega a las posteriores generaciones de aquellos acontecimientos de los que se consideran cada vez más ajenos. Los verdugos pagaron o ya no se les puede hacer pagar. Las víctimas fueron reconocidas y recordadas, pero individualmente ya no tienen representantes.
Recordar y olvidar en el recuerdo. Olvidar-recordar equivale a pedir justicia. La justicia supone superar el resentimiento que acarrea. El resentimiento, su carencia, supone superar el complejo de perdedor. Pero incluso recordando Auschwitz, la humanidad siguió llevando a cabo atrocidades. Aquello de Santayana de que los que no pueden recordar el pasado están condenados a repetirlo no siempre se cumple. Por lo general el irracionalismo y el egoísmo se imponen.
Arte de la memoria, arte del olvido. Primero reconocer la culpa, luego el perdón. La memoria histórica resucita a los protagonistas del pasado en el presente. ¿No es esto una distorsión? La memoria histórica no es a veces un deseo de libertad y de reemplazar el mundo dado por otro emocionalmente imaginario de creación propia. No hay que olvidar la verdadera historia y evitar los excesos del recuerdo y del olvido. Recordar es, sobre todo, reconocer la verdad ocultada por la memoria.
Rieff, al referirse a la Transición democrática española, la califica de “pacto de olvido” entre la izquierda y la derecha. Aunque nunca se formalizó “resultó esencial para el acuerdo político que restauró la democracia. En gran medida la transición llegó sobre las alas de la reescritura y del olvido”. Y añade el historiador norteamericano que la Ley de Memoria Histórica aprobada por el Parlamento español en 2007, en cierto sentido era una ley de “olvido histórico”. La memoria debe ser fundamentalmente una prevención contra el fanatismo.



viernes, 14 de septiembre de 2012

UNA CLASE POLÍTICA DEPREDADORA.  CÉSAR MOLINAS 10 SEP 2012
 Una teoría de la clase política española 
 En este artículo propongo una teoría de la clase política española para argumentar la necesidad imperiosa y urgente de cambiar nuestro sistema electoral para adoptar un sistema mayoritario. La teoría se refiere al comportamiento de un colectivo y, por tanto, no admite interpretaciones en términos de comportamientos individuales. ¿Por qué una teoría? Por dos razones. En primer lugar porque una teoría, si es buena, permite conectar sucesos aparentemente inconexos y explicar sucesos aparentemente inexplicables. Es decir, dar sentido a cosas que antes no lo tenían. Y, en segundo lugar, porque de una buena teoría pueden extraerse predicciones útiles sobre lo que ocurrirá en el futuro. Empezando por lo primero, una buena teoría de la clase política española debería explicar, por lo menos, los siguientes puntos: 1. ¿Cómo es posible que, tras cinco años de iniciada la crisis, ningún partido político tenga un diagnóstico coherente de lo que le está pasando a España? 2. ¿Cómo es posible que ningún partido político tenga una estrategia o un plan a largo plazo creíble para sacar a España de la crisis? ¿Cómo es posible que la clase política española parezca genéticamente incapaz de planificar? 3. ¿Cómo es posible que la clase política española sea incapaz de ser ejemplar? ¿Cómo es posible que nadie-salvo el Rey y por motivos propios- haya pedido disculpas? 4. ¿Cómo es posible que la estrategia de futuro más obvia para España -la mejora de la educación, el fomento de la innovación, el desarrollo y el emprendimiento y el apoyo a la investigación- sea no ya ignorada, sino masacrada con recortes por los partidos políticos mayoritarios? En lo que sigue, argumento que la clase política española ha desarrollado en las últimas décadas un interés particular, sostenido por un sistema de captura de rentas, que se sitúa por encima del interés general de la nación. En este sentido forma una élite extractiva, según la terminología popularizada por Acemoglu y Robinson. Los políticos españoles son los principales responsables de la burbuja inmobiliaria, del colapso de las cajas de ahorro, de la burbuja de las energías renovables y de la burbuja de las infraestructuras innecesarias. Estos procesos han llevado a España a los rescates europeos, resistidos de forma numantina por nuestra clase política porque obligan a hacer reformas que erosionan su interés particular. Una reforma legal que implantase un sistema electoral mayoritario provocaría que los cargos electos fuesen responsables ante sus votantes en vez de serlo ante la cúpula de su partido, daría un vuelco muy positivo a la democracia española y facilitaría el proceso de reforma estructural. Empezaré haciendo una breve historia de nuestra clase política. A continuación la caracterizaré como una generadora compulsiva de burbujas. En tercer lugar explicitaré una teoría de la clase política española. En cuarto lugar usaré esta teoría para predecir que nuestros políticos pueden preferir salir del euro antes que hacer las reformas necesarias para permanecer en él. Por último propondré cambiar nuestro sistema electoral proporcional por uno mayoritario, del tipo first-past-the-post, como medio de cambiar nuestra clase política. La historia Los políticos de la Transición tenían procedencias muy diversas: unos venían del franquismo, otros del exilio y otros estaban en la oposición ilegal del interior. No tenían ni espíritu de gremio ni un interés particular como colectivo. Muchos de ellos no se veían a sí mismos como políticos profesionales y, de hecho, muchos no lo fueron nunca. Estos políticos tomaron dos decisiones trascendentales que dieron forma a la clase política que les sucedió. La primera fue adoptar un sistema electoral proporcional corregido, con listas electorales cerradas y bloqueadas. El objetivo era consolidar el sistema de partidos políticos fortaleciendo el poder interno de sus dirigentes, algo que entonces, en el marco de una democracia incipiente y dubitativa, parecía razonable. La segunda decisión, cuyo éxito se condicionaba al de la primera, fue descentralizar fuertemente el Estado, adoptando la versión café para todos del Estado de las autonomías. Los peligros de una descentralización excesiva, que eran evidentes, se debían conjurar a partir del papel vertebrador que tendrían los grandes partidos políticos nacionales, cohesionados por el fuerte poder de sus cúpulas. El plan, por aquel entonces, parecía sensato. Pero, tal y como le ocurrió al Dr. Frankenstein, lo que creó al monstruo no fue el plan, que no era malo, sino su implementación. Por una serie de infortunios, a la criatura de Frankenstein se le acabó implantando el cerebro equivocado. Por una serie de imponderables, a la joven democracia española se le acabó implantando una clase política profesional que rápidamente devino disfuncional y monstruosa. Matt Taibbi, en su célebre artículo de 2009 en Rolling Stone sobre Goldman Sachs “La gran máquina americana de hacer burbujas” comparaba al banco de inversión con un gran calamar vampiro abrazado a la cara de la humanidad que va creando una burbuja tras otra para succionar de ellas todo el dinero posible. Más adelante propondré un símil parecido para la actual clase política española, pero antes conviene analizar cuáles han sido los cuatro imponderables que han acabado generando a nuestro monstruo. En primer lugar, el sistema electoral proporcional, con listas cerradas y bloqueadas, ha creado una clase política profesional muy distinta de la que protagonizó la Transición. Desde hace ya tiempo, los cachorros de las juventudes de los diversos partidos políticos acceden a las listas electorales y a otras prebendas por el exclusivo mérito de fidelidad a las cúpulas. Este sistema ha terminado por convertir a los partidos en estancias cerradas llenas de gente en las que, a pesar de lo cargado de la atmósfera, nadie se atreve a abrir las ventanas. No pasa el aire, no fluyen las ideas, y casi nadie en la habitación tiene un conocimiento personal directo de la sociedad civil o de la economía real. La política y sus aledaños se han convertido en un modus vivendi que alterna cargos oficiales con enchufes en empresas, fundaciones y organismos públicos y, también, con canonjías en empresas privadas reguladas que dependen del BOE para prosperar. En segundo lugar, la descentralización del Estado, que comenzó a principios de los 80, fue mucho más allá de lo que era imaginable cuando se aprobó la Constitución. Como señala Enric Juliana en su reciente libroModesta España, el Estado de las autonomías inicialmente previsto, que presumía una descentralización controlada de “arriba a abajo”, se vio rápidamente desbordado por un movimiento de “abajo a arriba” liderado por élites locales que, al grito de “¡no vamos a ser menos!”, acabó imponiendo la versión de café para todos del Estado autonómico. ¿Quiénes eran y qué querían estas élites locales? A pesar de ser muy lampedusiano, Juliana se limita a señalar a “un democratismo pequeñoburgués que surge desde abajo”. Eso es, sin duda, verdad. Pero, adicionalmente, es fácil imaginar que los beneficiarios de los sistemas clientelares y caciquiles implantados en la España de provincias desde 1833, miraban al nuevo régimen democrático con preocupación e incertidumbre, lo que les pudo llevar, en muchos casos, a apuntarse a “cambiarlo todo para que todo siga igual” y a ponerse en cabeza de la manifestación descentralizadora. Como resultante de estas fuerzas, se produjo un crecimiento vertiginoso de las Administraciones Públicas: 17 administraciones y gobiernos autonómicos, 17 parlamentos y miles -literalmente miles- de nuevas empresas y organismos públicos territoriales cuyo objetivo último en muchos casos, era generar nóminas y dietas. En ausencia de procedimientos establecidos para seleccionar plantillas, los políticos colocaron en las nuevas administraciones y organismos a deudos, familiares, nepotes y camaradas, lo que llevó a una estructura clientelar y politizada de las administraciones territoriales que era inimaginable cuando se diseñó la Constitución. A partir de una Administración hipertrofiada, la nueva clase política se había asegurado un sistema de captura de rentas -es decir un sistema que no crea riqueza nueva, sino que se apodera de la ya creada por otros- por cuyas alcantarillas circulaba la financiación de los partidos. En tercer lugar, llegó la gran sorpresa. El poder dentro de los partidos políticos se descentralizó a un ritmo todavía más rápido que las Administraciones Públicas. La idea de que la España autonómica podía ser vertebrada por los dos grandes partidos mayoritarios saltó hecha añicos cuando los llamados barones territoriales adquirieron bases de poder de “abajo a arriba” y se convirtieron, en la mejor tradición del conde de Warwick, en los hacedores de reyes de sus respectivos partidos. En este imprevisto contexto, se aceleró la descentralización del control y la supervisión de las Cajas de Ahorro. Las comunidades autónomas se apresuraron a aprobar sus propias leyes de Cajas y, una vez asegurado su control, poblaron los consejos de administración y cargos directivos con políticos, sindicalistas, amigos y compinches. Por si esto fuera poco, las Cajas tuteladas por los gobiernos autonómicos hicieron proliferar empresas, organismos y fundaciones filiales, en muchas ocasiones sin objetivos claros aparte del de generar más dietas y más nóminas. Y en cuarto lugar, aunque la lista podría prolongarse, la clase política española se ha dedicado a colonizar ámbitos que no son propios de la política como, por ejemplo y sin ánimo de ser exhaustivo, el Tribunal Constitucional, el Consejo General del Poder Judicial, el Banco de España, la CNMV, los reguladores sectoriales de energía y telecomunicaciones, la Comisión de la Competencia… El sistema democrático y el Estado de derecho necesitan que estos organismos, que son los encargados de aplicar la Ley, sean independientes. La politización a la que han sido sometidos ha terminado con su independencia, provocando una profunda deslegitimación de estas instituciones y un severo deterioro de nuestro sistema político. Pero es que hay más. Al tiempo que invadía ámbitos ajenos, la política española abandonaba el ámbito que le es propio: el Parlamento. El Congreso de los Diputados no es solo el lugar donde se elaboran las leyes; es también la institución que debe exigir la rendición de cuentas. Esta función del Parlamento, esencial en cualquier democracia, ha desaparecido por completo de la vida política española desde hace muchos años. La quiebra de Bankia, escenificada en la pantomima grotesca de las comparecencias parlamentarias del pasado mes de julio, es sólo el último de una larga serie de casos que el Congreso de los Diputados ha decidido tratar como si fuesen catástrofes naturales, como un terremoto, por ejemplo, en el que aunque haya víctimas no hay responsables. No debería sorprender, desde esta perspectiva, que los diputados no frecuenten la Carrera de San Jerónimo: hay allí muy poco que hacer. Las burbujas Los cuatro procesos descritos en los párrafos anteriores han conformado un sistema político en el que las instituciones están, en el mal sentido de la palabra, excesivamente politizadas y en el que nadie acaba siendo responsable de sus actos porque nunca se exige en serio rendición de cuentas. Nadie dentro del sistema pone en cuestión los mecanismos de capturas de rentas que constituyen el interés particular de la clase política española. Este es el contexto en el que se desarrollaron no sólo la burbuja inmobiliaria y el saqueo y quiebra de la gran mayoría de las Cajas de Ahorro, sino también otras “catástrofes naturales”, otros “actos de Dios”, a cuya generación tan adictos son nuestros políticos. Porque, como el gran calamar de Taibbi, la clase política española genera burbujas de manera compulsiva. Y lo hace no tanto por ignorancia o por incompetencia como porque en todas ellas captura rentas. Hagamos, sin pretensión alguna de exhaustividad, un brevísimo repaso de las principales tropelías impunes de las últimas dos décadas: la burbuja inmobiliaria, las Cajas de Ahorro, las energías renovables y las nuevas autopistas de peaje. La burbuja inmobiliaria española fue, en términos relativos, la mayor de las tres que estuvieron en el origen de la actual crisis global, siendo las otras dos la estadounidense y la irlandesa. No hay duda de que, como las demás, estuvo alimentada por los bajos tipos de interés y por los desequilibrios macroeconómicos a escala mundial. Pero, dicho esto, al contrario de lo que sucede en EE UU, las decisiones sobre qué se construye y dónde se construye en España se toman en el ámbito político. Aquí no se puede hablar de pecados por omisión, de olvido del principio de que los gestores públicos deben gestionar como diligentes padres de familia. No. En España la clase política ha inflado la burbuja inmobiliaria por acción directa, no por omisión ni por olvido. Los planes urbanísticos se fraguan en complejas y opacas negociaciones de las que, además de nuevas construcciones, surgen la financiación de los partidos políticos y numerosas fortunas personales, tanto entre los recalificados como entre los recalificadores. Por si el poder de los políticos –decidir el qué y el dónde- no fuese suficiente, la transmisión del control de las Cajas de Ahorro a las comunidades autónomas añadió a los dos anteriores el poder de decisión sobre el quién, es decir, el poder de decisión sobre quién tenía financiación de la Caja de turno para ponerse a construir. Esto supuso un salto cualitativo en la capacidad de captura de rentas de la clase política española, acercándola todavía más a la estrategia del calamar vampiro de Taibbi. Primero se infla la burbuja, a continuación se capturan todas las rentas posibles y, por último, a la que la burbuja pincha… ¡ahí queda eso! El panorama, cinco años después del pinchazo de la burbuja, no puede ser más desolador. La economía española no crecerá durante muchos años más. Y las Cajas de Ahorro han desaparecido, la gran mayoría por insolvencia o quiebra técnica. ¡Ahí queda eso! Las otras dos burbujas que mencionaré son resultado de la peculiar simbiosis de nuestra clase política con el “capitalismo castizo”, es decir, con el capitalismo español que vive del favor del Boletín Oficial del Estado. En una reunión reciente, un conocido inversor extranjero lo llamó “relación incestuosa”; otro, nacional, habló de “colusión contra consumidores y contribuyentes”. Sea lo que sea, recordemos en primer lugar la burbuja de las energías renovables. España representa un 2% del PIB mundial y está pagando el 15% del total global de las primas a las energías renovables. Este dislate, presentado en su día como una apuesta por situarse en la vanguardia de la lucha contra el cambio climático, es un sinsentido que España no se puede permitir. Pero estas primas generan muchas rentas y prebendas capturadas por la clase política y, también hay que decirlo, mucho fraude y mucha corrupción a todos los niveles de la política y de la Administración. Para financiar las primas, las empresas y familias españolas pagan la electricidad más cara de Europa, lo que supone una grave merma de competitividad para nuestra economía. A pesar de esos precios exagerados, y de que la generación eléctrica tiene un exceso de capacidad de más del 30%, el sistema eléctrico español ostenta un déficit tarifario de varios miles de millones de euros al año y más de 24.000 millones de deuda acumulada que nadie sabe cómo pagar. La burbuja de las renovables ha pinchado y… ¡ahí queda eso! La última burbuja que traeré a colación, aunque la lista es más larga (fútbol, televisiones…), es la formada por las innumerables infraestructuras innecesarias construidas en las últimas dos décadas a costes astronómicos para beneficio de constructores y perjuicio de contribuyentes. Uno de los casos más chirriantes es el de las autopistas radiales de Madrid, pero hay muchísimos más. Las radiales, que pretendían descongestionar los accesos a Madrid, se diseñaron y construyeron haciendo dejación de principios muy importantes de prudencia y buena administración. Para empezar, se hicieron unas previsiones temerarias del tráfico que dichas autopistas iban a tener. En la actualidad el tráfico no supera el 30% de lo previsto. Y no es por la crisis: en los años del boom tampoco había tráfico. A continuación ¿incomprensiblemente? el Gobierno permitió que los constructores y los concesionarios fuesen, esencialmente, los mismos. Esto es un disparate, porque al disfrazarse los constructores de concesionarios mediante unas sociedades con muy poco capital y mucha deuda, se facilitaba que pasara lo que acabó pasando: los constructores cobraron de las concesionarias por construir las autopistas y, al constatarse que no había tráfico, amenazaron con dejarlas quebrar. Los principales acreedores eran ¡oh sorpresa! las Cajas de Ahorro. Los más de 3.000 millones de deuda nadie sabe cómo pagarlos y acabarán recayendo sobre el contribuyente pero, en cualquier caso, ¡ahí queda eso! La teoría Termino aquí la parte descriptiva de este artículo en la que he resumido unos pocos “hechos estilizados” que considero representativos del comportamiento colectivo, no necesariamente individual, y esto es importante recordarlo, de los políticos españoles. Paso ahora a formular una teoría de la clase política española como grupo de interés. El enunciado de la teoría es muy simple. La clase política española no sólo se ha constituido en un grupo de interés particular, como los controladores aéreos, por poner un ejemplo, sino que ha dado un paso más, consolidándose como una élite extractiva, en el sentido que dan a este término Acemoglu y Robinson en su reciente y ya célebre libro Por qué fracasan las naciones. Una élite extractiva se caracteriza por: "Tener un sistema de captura de rentas que permite, sin crear riqueza nueva, detraer rentas de la mayoría de la población en beneficio propio". "Tener el poder suficiente para impedir un sistema institucional inclusivo, es decir, un sistema que distribuya el poder político y económico de manera amplia, que respete el Estado de derecho y las reglas del mercado libre. Dicho de otro modo, tener el poder suficiente para condicionar el funcionamiento de una sociedad abierta -en el sentido de Popper- u optimista -en el sentido de Deutsch". "Abominar la 'destrucción creativa', que caracteriza al capitalismo más dinámico. En palabras de Schumpeter "la destrucción creativa es la revolución incesante de la estructura económica desde dentro, continuamente destruyendo lo antiguo y creando lo nuevo". Este proceso de destrucción creativa es el rasgo esencial del capitalismo.”Una élite extractiva abomina, además, cualquier proceso innovador lo suficientemente amplio como para acabar creando nuevos núcleos de poder económico, social o político". Con la navaja de Occam en la mano, si esta sencilla teoría tiene poder explicativo, será imbatible. ¿Qué tiene que decir sobre las cuatro preguntas que se le han planteado al principio del artículo? Veamos: 1. La clase política española, como élite extractiva, no puede tener un diagnóstico razonable de la crisis. Han sido sus mecanismos de captura de rentas los que la han provocado y eso, claro está, no lo pueden decir. Cierto, hay una crisis económica y financiera global, pero eso no explica seis millones de parados, un sistema financiero parcialmente quebrado y un sector público que no puede hacer frente a sus compromisos de pago. La clase política española tiene que defender, como está haciendo de manera unánime, que la crisis es un acto de Dios, algo que viene de fuera, imprevisible por naturaleza y ante lo cual sólo cabe la resignación. 2. La clase política española, como élite extractiva, no puede tener otra estrategia de salida de la crisis distinta a la de esperar que escampe la tormenta. Cualquier plan a largo plazo, para ser creíble, tiene que incluir el desmantelamiento, por lo menos en parte, de los mecanismos de captura de rentas de los que se beneficia. Y eso, por supuesto, no se plantea. 3. ¿Pidieron perdón los controladores aéreos por sus desmanes? No, porque consideran que defendían su interés particular. ¿Alguien ha oído alguna disculpa de algún político por la situación en la que está España? No, ni la oirá, por la misma razón que los controladores. ¿Cómo es que, como medida ejemplarizante, no se ha planteado en serio la abolición del Senado, de las diputaciones, la reducción del número de ayuntamientos…? Pues porque, caídas las Cajas de Ahorro -y ante las dificultades presentes para generar nuevas burbujas- la defensa de las rentas capturadas restantes se lleva a ultranza. 4. Tal y como establece la teoría de las élites extractivas, los partidos políticos españoles comparten un gran desprecio por la educación, una fuerte animadversión por la innovación y el emprendimiento y una hostilidad total hacia la ciencia y la investigación. De la educación sólo parece interesarles el adoctrinamiento: las estridentes peleas sobre la Educación para la Ciudadanía contrastan con el silencio espeso que envuelve las cuestiones verdaderamente relevantes como, por ejemplo, el elevadísimo fracaso escolar o los lamentables resultados en los informes PISA. La innovación y el emprendimiento languidecen en el marco de regulaciones disuasorias y fiscalidades punitivas sin que ningún partido se tome en serio la necesidad de cambiarlas. Y el gasto en investigación científica, concebido como suntuario de manera casi unánime, se ha recortado con especial saña sin que ni un solo político relevante haya protestado por un disparate que compromete más que ningún otro el futuro de los españoles. La teoría de las élites extractivas, por lo visto hasta aquí, parece dar sentido a bastantes rasgos llamativos del comportamiento de la clase política española. Veamos qué nos dice sobre el futuro. La predicción La crisis ha acentuado el conflicto entre el interés particular de la clase política española y el interés general de España. Las reformas necesarias para permanecer en el euro chocan frontalmente con los mecanismos de captura de rentas que sostienen dicho interés particular. Por una parte, la estabilidad presupuestaria va a requerir una reducción estructural del gasto de las Administraciones públicas superior a los 50 millardos de euros, un 5% del PIB. Esto no puede conseguirse con más recortes coyunturales: hacen falta reformas en profundidad que, de momento, están inéditas. Se tiene que reducir drásticamente el sector público empresarial, esa zona gris entre la Administración y el sector privado, que, con sus muchos miles de empresas, organismos y fundaciones, constituye una de las principales fuentes de rentas capturadas por la clase política. Por otra parte, para volver a crecer, la economía española tiene que ganar competitividad. Para eso hacen falta muchas más reformas para abrir más sectores a la competencia, especialmente en el mencionado sector público empresarial y en sectores regulados. Esto debería hacer más difícil seguir creando burbujas en la economía española. La infinita desgana con la que nuestra clase política está abordando el proceso reformista ilustra bien que, colectivamente al menos, barrunta las consecuencias que las reformas pueden tener sobre su interés particular. La única reforma llevada a término por iniciativa propia, la del mercado de trabajo, no afecta directamente a los mecanismos de captura de rentas. Las que sí lo hacen, exigidas por la UE como, por ejemplo, la consolidación fiscal, no se han aplicado. Deliberadamente, el Gobierno confunde reformas con recortes y subidas de impuestos y ofrece los segundos en vez de las primeras, con la esperanza de que la tempestad amaine por sí misma y, al final, no haya que cambiar nada esencial. Como eso no va a ocurrir, en algún momento la clase política española se tendrá que plantear el dilema de aplicar las reformas en serio o abandonar el euro. Y esto, creo yo, ocurrirá más pronto que tarde. La teoría de las élites extractivas predice que el interés particular tenderá a prevalecer sobre el interés general. Yo veo probable que en los dos partidos mayoritarios españoles crezca muy deprisa el sentimiento “pro peseta”. De hecho, ya hay en ambos partidos cabezas de fila visibles de esta corriente. La confusión inducida entre recortes y reformas tiene la consecuencia perversa de que la población no percibe las ventajas a largo plazo de las reformas y sí experimenta el dolor a corto plazo de los recortes que, invariablemente, se presentan como una imposición extranjera. De este modo se crea el caldo de cultivo necesario para, cuando las circunstancias sean propicias, presentar una salida del euro como una defensa de la soberanía nacional ante la agresión exterior que impone recortes insufribles al Estado de bienestar. También, por poner un ejemplo, los controladores aéreos presentaban la defensa de su interés particular como una defensa de la seguridad del tráfico aéreo. La situación actual recuerda mucho a lo ocurrido hace casi dos siglos cuando, en 1814, Fernando VII – El Deseado- aplastó la posibilidad de modernización de España surgida de la Constitución de 1812 mientras el pueblo español le jaleaba al grito de ¡vivan las “caenas”! Por supuesto que al Deseado actual –llámese Mariano, Alfredo u otra cosa- habría que jalearle incorporando la vigente sensibilidad autonómica, utilizando gritos del tipo ¡viva Gürtel! ¡vivan los ERE de Andalucía! ¡visca el Palau de la Música Catalana! Pero, en cualquier caso, las diferencias serían más de forma que de fondo. Una salida del euro, tanto si es por iniciativa propia como si es porque los países del norte se hartan de convivir con los del sur, sería desastrosa para España. Implicaría, como acertadamente señalaron Jesús Fernández-Villaverde, Luis Garicano y Tano Santos en EL PAÍS el pasado mes de junio, no sólo una vuelta a la España de los 50 en lo económico, sino un retorno al caciquismo y a la corrupción en lo político y en lo social que llevaría a fechas muy anteriores y que superaría con mucho a la situación actual, que ya es muy mala. El calamar vampiro, reducido a chipirón, sería cabeza de ratón en vez de cola de león, pero eso nuestra clase política lo ve como un mal menor frente a la alternativa del harakiri que suponen las reformas. Los liberales, como en 1814, serían masacrados –de hecho, en los dos partidos mayoritarios, ya se observan movimientos en esa dirección. El peligro de que todo esto acabe ocurriendo en un plazo relativamente corto es, en mi opinión, muy significativo. ¿Se puede hacer algo por evitarlo? Lamentablemente, no mucho, aparte de seguir publicando artículos como éste. Como muestran todos los sondeos, el desprestigio de la clase política española es inmenso, pero no tiene alternativa a corto plazo. A más largo plazo, como explico a continuación, sí la tiene. Cambiar el sistema electoral La clase política española, como hemos visto en este artículo, es producto de varios factores entre los que destaca el sistema electoral proporcional, con listas cerradas y bloqueadas confeccionadas por las cúpulas de los partidos políticos. Este sistema da un poder inmenso a los dirigentes de los partidos y ha acabado produciendo una clase política disfuncional. No existe un sistema electoral perfecto -todos tienen ventajas e inconvenientes- pero, por todo lo expuesto hasta aquí, en España se tendría que cambiar de sistema con el objetivo de conseguir una clase política más funcional. Los sistemas mayoritarios producen cargos electos que responden ante sus electores, en vez de hacerlo de manera exclusiva ante sus dirigentes partidarios. Como consecuencia, las cúpulas de los partidos tienen menos poder que las que surgen de un sistema proporcional y la representatividad que dan de las urnas está menos mediatizada. Hasta aquí todo son ventajas. También hay inconvenientes. Un sistema proporcional acaba dando escaños a partidos minoritarios que podrían no obtener ninguno con un sistema mayoritario. Esto perjudicaría a partidos minoritarios de base estatal, pero beneficiaría a partidos minoritarios de base regional. En cualquier caso, el rasgo relevante de un sistema mayoritario es que el electorado tiene poder de decisión no solo sobre los partidos sino también sobre las personas que salen elegidas y eso, en España, es ahora una necesidad perentoria que compensa con creces los inconvenientes que el sistema pueda tener. Un sistema mayoritario no es bálsamo de Fierabrás que cure al instante cualquier herida. Pero es muy probable que generase una clase política diferente, más adecuada a las necesidades de España. En Italia es inminente una propuesta de ley para cambiar el actual sistema proporcional por uno mayoritario corregido: dos tercios de los escaños se votarían en colegios uninominales y el tercio restante en listas cerradas en las que los escaños se distribuirían proporcionalmente a los votos obtenidos. Parece ser que el Gobierno “técnico” de Monti ha llegado a conclusiones similares a las que defiendo yo aquí: sin cambiar a una clase política disfuncional no puede abordarse un programa reformista ambicioso. Y es que, como le oí decir una vez a Carlos Solchaga, un “técnico” es un político que, además, sabe de algo. ¿Para cuándo una reforma electoral en España? ¿Habrá que esperar a que lleguen los “técnicos”? César Molinas publicará en 2013 un libro titulado “¿Qué hacer con España?”. Este artículo corresponde a uno de sus capítulos.

lunes, 5 de marzo de 2012

Judt denuncia el retorno de los totalitarismos

Retornos
Jon Juaristi, ABC, 4/3/12
Las ideologías asesinas están volviendo a Europa oriental; en el País Vasco, nunca se fueron
NO traté mucho a Tony Judt durante mi estancia como profesor invitado en New York University. Hoy lo lamento muy de veras. El colega más accesible e interesante para un especialista en cultura hispánica era mi vecino de despacho, Jorge Castañeda, futuro canciller mexicano, que acababa de publicar su vasta biografía del Che, y mantenía con Judt una relación académica más asidua. Por su parte, Tony Judt tenía un prestigio indiscutido como autor de brillantes ensayos sobre intelectuales europeos, pero aún no se había revelado como el gran historiador de la segunda mitad del siglo XX. Acaba de aparecer su obra póstuma,
the Twentieth Century (The Penguin Press, 2012), transcripción de sus conversaciones con otro historiador, Timothy Snyder, a lo largo de los últimos meses de vida de Judt, cuando la esclerosis que se lo llevaría definitivamente en 2010 lo mantenía ya inmovilizado. Sobra decir que se trata de un libro imprescindible. No voy a comentarlo, pero sí a extractar alguna de sus numerosas y sorprendentes ideas, que puede ayudarnos a entender ciertos aspectos de la realidad española contemporánea.
Judt, hijo de emigrantes judíos centroeuropeos a Inglaterra, nació en 1948. Buena parte de su familia había sido exterminada por los nazis. A la pregunta de Snyder acerca de la ausencia de estudios específicos sobre el Holocausto en su obra, observa que el silencio acerca del genocidio judío fue casi general en la historiografía occidental hasta los años sesenta, cosa que ya sabíamos, pero añade algo nuevo. Eisenhower, que estuvo presente en la liberación de los campos de la muerte, quedó tan horrorizado que exigió la inmediata revelación al mundo de aquella inconcebible bestialidad.
Sin embargo, la rápida división del mundo en dos bloques antagónicos impidió no sólo la divulgación universal de la sistemática matanza de los judíos de Europa, sino la denazificación de Alemania Occidental, convertida, desde la partición, en cabeza de puente de las potencias antisoviéticas. Y así, mientras en Alemania Oriental la condena y la erradicación del nazismo se consumaron, en la República Federal tal proceso se colapsó, de modo que un gran número de ciudadanos alemanes siguió manteniendo una simpatía retrospectiva hacia el régimen de Hitler. En todo caso, afirma Judt, sentían que «el nazismo les había fallado al provocar una derrota catastrófica, pero no lo percibían como culpable de ningún crimen distintivo». La consecuencia fue que, en los países del mundo libre, las víctimas del Holocausto fueron prontamente olvidadas y los sobrevivientes relegados al silencio para no molestar a los nuevos aliados alemanes.
Versiones supuestamente «civilizadas» de las ideologías que propugnaron las limpiezas étnicas en Europa oriental tras la caída del comunismo están poniéndose otra vez de moda en los países de esa zona, donde los partidos que las defienden tienen grandes posibilidades de regresar al gobierno a través de las urnas. De hecho, en España han vuelto a apoderarse de las instituciones públicas en una parte importante del País Vasco, invocando una tolerancia que se asemeja mucho a la que propició, durante dos décadas de la posguerra mundial, el olvido de las víctimas judías.
Jon Juaristi, ABC, 4/3/12

miércoles, 15 de febrero de 2012

TRES CONSEJOS PARA LA EDUCACION

TRES CONSEJOS PARA LA EDUCACION
POR ENRIQUE ROJAS ABC 12 febrero 2012

«En recuerdo de Fabián Estapé, que tanto contribuyó a la educación y a la universidad en nuestro país»
EN la educación no hay vacaciones. Educar es convertir a alguien en persona. Educar es hacer que un ser humano tenga criterio y dignidad. Es seducir con modelos sanos, atractivos, coherentes y llenos de humanidad. Educar es seducir con los valores. Atraer por encantamiento y ejemplaridad hacia lo mejor.
Yo recuerdo ahora cuando estaba en la adolescencia, que en el colegio en el que yo estudié, que era laico y al que me habían llevado mis padres pensando que los valores nos los daban en nuestra casa, en donde había una formación humanista de fondo que se iba colando por los entresijos de nuestra personalidad. Entonces no había Internet ni Facebook ni Tuenti ni móvil ni tantas redes sociales en donde uno podía quedarse enganchado teniendo mil y un contactos con tanta gente. La primera fuente de una buena educación debe darse en la familia. Ese es su mejor recinto.
Una familia sana no tiene precio. Los padres no podemos pretender que nuestros hijos hagan cosas que nosotros no practicamos. Un buen padre vale más que cien maestros. Educar a los hijos es acompañarlos a crecer como personas. Hacerles ver lo que está bien de lo que está mal, cómo sortear las dificultades y problemas y también que tengan modelos de identidad sanos, ejemplos atractivos y valientes que tiren de ellos en una dirección positiva.
Cuando eres joven estás lleno de posibilidades, pero cuando eres mayor estás lleno de realidades. Es decir, ya hay un resultado de la vida, de lo que uno ha ido haciendo con ella de acuerdo con lo que proyectó. Por eso es necesario ir diseñando con ilusión un proyecto de vida coherente y realista.
Si la familia funciona, la persona va a tener un edificio construido con materiales sólidos, resistentes. La primera piedra de la educación es la formación, que no es otra cosa que saber a qué atenerse, discernimiento, aprender a penetrar en la realidad, para escoger el camino más correcto.
Yo no le doy consejos a nadie, me los doy a mí mismo y trato de aplicarlos con realismo y motivación. El educador soberano es hoy en ambiente y por eso hay que estar bien pertrechados para que no quede uno devorado por el bombardeo de estímulos diversos y de sentidos contrarios que nos llegan a todas horas. Hoy es difícil mantenerse a flote por la enorme confusión reinante en el mundo complejo y variopinto de la información. Porque debemos distinguir bien entre ellas dos. Información es saberlo que pasa, acumular noticias, estar al día. Eso es mucho, pero realmente es poco. Formación es tener criterios de conducta coherentes, de una solidez granítica. Hoy hay mucha gente muy bien informada, pero sin formación.
Los tres consejos se refieren a los sentimientos, la inteligencia y la voluntad. Estas tres notas que quiero ofrecer a mis lectores forman un tríptico de enorme importancia y constituyen como el subsuelo de la persona.
Los sentimientos son la vía regia de la afectividad. La afectividad es ese pura sangre que recorre nuestra persona y le toma el pulso a como vivimos la realidad. Tener una buena formación sentimental significa capacidad para dar y recibir amor. Uno de los puntos básicos en este sentido es aprender a expresar sentimientos. Desde dar las gracias, mostrar afecto, manejar el lenguaje verbal y no verbal (palabras y gestos) de forma correcta: te quiero, te necesito, perdóname, ayúdame en este asunto, necesito hablar contigo, quiero que me orientes…. Casi todos los sentimientos son dobles: alegría-tristeza, serenidad-ansiedad, felicidad-infortunio, etcétera. Esta educación emocional hay que darla en la familia desde pequeños, conociendo la geometría del entorno y también el arte y el oficio de comunicarse de forma adecuada, con sencillez, naturalidad, sin doblez… Todo esto es una tarea de artesanía psicológica, que nos prepara y expone para empresas afectivas mayores, como el amor conyugal.
El amor de la pareja tiene un alto porcentaje de artesanía psicológica. Este amor debe ser integral: debe hospedar en su seno lo físico, lo psicológico, lo espiritual y lo biográfico. La sexualidad es la parte corporal del amor. Mientras que la afectividad es su parte psicológica. El sexo sin amor no te ayuda a crecer como persona. Los sentimientos hacen de mediadores entre los instintos y la razón.
La educación de la inteligencia significa aprender a distinguir lo accesorio de lo fundamental. Es capacidad de síntesis. Hay que enseñar a pensar a las personas desde pequeñas, atener espíritu crítico y a formular argumentos que defiendan nuestras ideas y creencias. Inteligencia es también saber captar la realidad en sus distintos ángulos y matices.
No puedo dejar de mencionar los muchos tipos de inteligencias que existen en plural. Unas y otras se llevan a la gresca. Parece como si poseer unas excluyera otras: es muy difícil tenerlas todas en una apretada armonía. Mencionaré solo algunas de pasada: teórica, practica, social, analítica, sintética, discursiva, creativa, emocional (tan de moda des de las ideas de Goleman), fenicia (comercial), instrumental, matemática…, e inteligencia para la vida. Esta última significa saber gestionar de la mejor manera posible la propia trayectoria en sus distintos vectores. Todas tienen en común la captación de la realidad y su significado.
La inteligencia se nutre de la lectura. Fomentar este hábito es esencial. Hoy a todos nos cuesta más leer, pues estamos en la era de la imagen, pero merece la pena intentarlo. Y la curiosidad es otro ingrediente esencial, la lectura es a la inteligencia lo que el ejercicio físico es al cuerpo.
El tercer consejo que quiero dejar aquí expuesto es la importancia de la voluntad. La voluntad es la capacidad para ponerse uno metas y objetivos y luchar a fondo por irlos consiguiendo. Me parece interesante hacer una distinción llegando este punto entre metas y objetivos. Las metas son demasiado amplias y uno se pierde en la generalidad frondosa e inconcreta. Los objetivos son medibles: se cuantifican, se pesan, se registran.
Por ejemplo, al principio del curso académico un alumno se pone la meta de que el curso salga adelante en junio y que no quede ninguna asignatura suspendida, todo esto está bien pero es demasiado genérico. En cambio los objetivos tienen que estar muy bien delimitados: no faltar ningún día a clase en la universidad, aprovechar bien el tiempo de clase y tomar apuntes de casi todo; estudiar cada día desde el comienzo del curso académico, preparar bien los exámenes con tiempo, para evitar agobios y ansiedades de última hora, etcétera.
La voluntad es la joya de la corona de la conducta, que para mí pasa por delante de la inteligencia. Es una pieza decisiva de la ingeniería de la conducta. El que tiene la voluntad bien educada puede atreverse a alcanzar el mayor everest de sus ilusiones. Con una voluntad fuerte somos enanos a hombros de los gigantes. Las mejores aventuras programadas alcanzan la meta deseada. La educación de la voluntad es una tarea de artes Posic. Trazada desde el esfuerzo continuado. Nihil difficile volenti, decían los clásicos, nada hay difícil si hay voluntad.
No es más sabio el que menos se equivoca, sino quien mejor aprende de sus errores. Tener siempre ilusiones, estar vivo y coleando. Uno se hace viejo cuando sustituye las ilusiones por los recuerdos. Los padres tenemos una gran responsabilidad en la educación de nuestros hijos, ya en la pubertad y después en la adolescencia. Un buen padre vale más que cien maestros.
Una buena educación es aquella que busca dar en la diana: se piensa con altura, se siente con profundidad y se habla claro.