Trampas de la memoria histórica
Martes, 11/Jul/2017 César Antonio Molina El Mundo
¿Vamos camino de un mundo sin recuerdos?
¿Acaso el mundo tiene recuerdos? ¿Y las naciones, y los estados y las masas
tienen recuerdos? Fundamentalmente los recuerdos siempre fueron patrimonio de
los individuos, pero después de las grandes matanzas contempladas por la
población civil a través de los nuevos medios de comunicación del siglo XX,
sobre todo la fotografía, el cine y, más contemporáneamente, la televisión, se
fue equiparando la memoria colectiva a la individual, es decir, la real. Hoy se
perdona más el olvido individual que el colectivo. El olvido colectivo provoca
una manifestación de desastre moral o político.
Tony Judt advirtió de la pérdida de eco
universal que comenzaba a tener la Shoá. El creciente olvido de la misma sería
como hacer oídos sordos a otros grandes crímenes intemporales contra la
humanidad como la esclavitud, la deportación o los exterminios en masa producto
de los estados totalitarios. Esta memoria moral puede ser universalmente
compartida, comprendida, defendida y transmitida. Lo peor no es el olvido de lo
que no deberíamos olvidarnos, sino de la escritura y reinterpretación del
pasado y el control acertado de la memoria colectiva. Paul Ricoeur insiste en
que recordar es un deber moral. Las víctimas murieron por nosotros. Pero, ¿y
si, a largo plazo, el olvido fuera inevitable cuando hasta incluso en un plazo
relativamente breve el recuerdo de un suceso maligno, la Shoá misma y sin
excluirla, no lograra ni siquiera proteger a la sociedad de sus futuras
repeticiones?
David Rieff en su magnífico y nada
complaciente libro Elogio del olvido pone en entredicho
respetuoso y provocador las opiniones de Ricoeur, Avishai Margalit o Todorov
quienes defendiendo sin límites la necesidad del recuerdo, también hablaban del
abuso a veces partidista de la rememoración. Rieff, sin temor, abre el debate
entre quienes dudan que el recordar sirva para algo y aquellos otros que
defienden la necesidad de la memoria colectiva. Los primeros muestran que las
sociedades humanas son perecederas: naciones, civilizaciones, culturas…; que
todo tiene una fecha de caducidad -incluso la memoria histórica-; y que ha
levantado nuevos conflictos civiles incruentos como las denominadas “guerras de
la memoria” en Francia, un debate intenso y casi permanente sobre sus guerras
coloniales, muy semejante al que aún hoy perdura en nuestro país sobre nuestra
última Guerra Civil.
Pero ¿qué es lo que debe ser recordado y
por cuánto tiempo? ¿Cómo ha de celebrarse esta rememoración? De no llevarse a
cabo estaríamos en la amnesia vergonzosa a la que se refería el gran filósofo
francés de origen judío Jankélévitch. Recordar es un acto moral que combate con
las armas de la razón cualquier tipo de negacionismo del mal. Pero ¿cuántos
hechos históricos han sido suprimidos de la historia de un país? Nunca hay
garantía de que todos los hechos históricos han de ser recordados y, aún menos,
cuando los siglos van transcurriendo a buena marcha. ¿Recuerdos históricos sin
sentido para nuestra actualidad tan cambiante? ¿Materia científica sólo para
historiadores? ¿Huellas para un turismo cultural sin criterio? ¿Se puede
olvidar lo que se desconoce?
La memoria caprichosa conduce al olvido
o, como decía Adorno, a la nada. Todorov en Los abusos de la memoria la
defendía pero advertía de su envés: la mentira. Le Goff animaba a los lectores
a que se aseguraran la verdad de la memoria colectiva que conducía a la
libertad. A la libertad y a la cura de sus heridas. ¿Acaso el ser humano tiene
otra memoria que no sea la de sus heridas? Pero memoria real y no ficticia. El poeta
polaco y Premio Nobel de literatura, Milosz, criticaba la sacralización de la
memoria colectiva porque conducía a muy grandes distorsiones de la realidad. Él
lo supo muy bien con la reescritura de la historia de su país a través del
relato estalinista-soviético. La memoria colectiva es una metáfora psicológica.
Como Rieff y todos los autores aquí
citados proclaman, hay que reconstruir la memoria colectiva siempre a la luz
del presente y en positivo. Deformarla partidariamente conduce de nuevo a
graves riesgos. La memoria histórica no se puede levantar sobre recuerdos
legendarios y mitológicos enfrentados a los demás. La interpretación de los
hechos históricos también cambian con el tiempo: no son ni fácticos, ni
proporcionales, ni estables, ni neutrales. No hay que negar el valor de la
memoria, pero la histórica no la mitopoética. Muchos autores, y Rieff lo
recoge, coinciden en que el apego a la memoria hace a muchas sociedades
inmaduras y conflictivas.
La memoria es un componente en la
construcción de la identidad europea, pero habrá que explicar pacíficamente las
convulsiones que provocaron tantos conflictos a lo largo de la historia
continental. Garton Ash añade otra inquietud más, ¿cómo no solo explicar a los
europeos quiénes son, sino también a estas multitudes que llegan a nuestras
costas que ni saben ni comparten ninguno de esos recuerdos y además traen los
suyos propios?
Recordar para ser piadosos con los
ancestros. Olvidar es una manera de impiedad. Recordar en una justa medida pues
el exceso de memoria colectiva nacional es a veces peligroso. Lo mejor es el
espacio que queda entre una justa medida de recuerdo y de olvido. Y que este
espacio entre ambos no sea demasiado doloroso, que pueda ser soportado por
todos, que no impida un porvenir de paz, respeto y reconciliación. El rencor es
ajeno.
El peligro está, y Rieff lo subraya a la
perfección, en la confusión entre memoria e historia, en la apropiación de la
segunda por la primera, de la misma manera que la política también se ha
apropiado de la memoria. Peligro de que la memoria colectiva legitime
tendencias particulares, a unos partidos políticos frente a otros. Peligro de
que esta “democratización” de la historia subordine a la propia historia a la
memoria colectiva. El tiempo conduce al olvido, despega a las posteriores
generaciones de aquellos acontecimientos de los que se consideran cada vez más
ajenos. Los verdugos pagaron o ya no se les puede hacer pagar. Las víctimas
fueron reconocidas y recordadas, pero individualmente ya no tienen representantes.
Recordar y olvidar en el recuerdo.
Olvidar-recordar equivale a pedir justicia. La justicia supone superar el
resentimiento que acarrea. El resentimiento, su carencia, supone superar el
complejo de perdedor. Pero incluso recordando Auschwitz, la humanidad siguió
llevando a cabo atrocidades. Aquello de Santayana de que los que no pueden
recordar el pasado están condenados a repetirlo no siempre se cumple. Por lo
general el irracionalismo y el egoísmo se imponen.
Arte de la memoria, arte del olvido. Primero
reconocer la culpa, luego el perdón. La memoria histórica resucita a los
protagonistas del pasado en el presente. ¿No es esto una distorsión? La memoria
histórica no es a veces un deseo de libertad y de reemplazar el mundo dado por
otro emocionalmente imaginario de creación propia. No hay que olvidar la
verdadera historia y evitar los excesos del recuerdo y del olvido. Recordar es,
sobre todo, reconocer la verdad ocultada por la memoria.
Rieff, al referirse a la Transición
democrática española, la califica de “pacto de olvido” entre la izquierda y la
derecha. Aunque nunca se formalizó “resultó esencial para el acuerdo político
que restauró la democracia. En gran medida la transición llegó sobre las alas
de la reescritura y del olvido”. Y añade el historiador norteamericano que la
Ley de Memoria Histórica aprobada por el Parlamento español en 2007, en cierto
sentido era una ley de “olvido histórico”. La memoria debe ser fundamentalmente
una prevención contra el fanatismo.