sábado, 3 de octubre de 2009

José Andrés Rojo. El intelectual y la independencia del poder político.

REPORTAJE
¿Intelectuales domados?
La sociedad globalizada y los nuevos medios desplazan al pensador y le obligan a reinventar su compromiso político y moral - Hoy usan altavoces distintos
El País. JOSÉ ANDRÉS ROJO 01/10/2009


Cuando Mario Vargas Llosa (Arequipa, 1936) presentó hace poco su último libro en Madrid, se refirió de manera crítica a los intelectuales de nuestros días. "No sienten la necesidad de comprometerse", dijo, "creen que los sistemas democráticos ya garantizan por sí solos la democracia, pero no es así... en América Latina todo está por hacerse, la democracia no está allí para quedarse". En Sables y utopías (Aguilar), Carlos Granés ha reunido medio centenar de artículos, seleccionados entre unos 400, que Vargas Llosa ha escrito en los últimos años y cuyo hilo conductor viene subrayado en el subtítulo: Visiones de América Latina. Es ahí, al otro lado del charco, donde no terminan de echar raíces sólidas las democracias y donde "el intelectual tiene la obligación de intervenir en el debate cívico".
El escritor peruano Santiago Roncagliolo considera que "hay mucha gente que sigue escribiendo de política". Pero observa: "Lo que no hay tanto son autores que defiendan de una manera radical una idea, como hace Vargas Llosa con el liberalismo, o García Márquez con el socialismo. El siglo XX se encargó de mostrar los límites de ambas opciones, y seguramente mi generación ha visto cómo el socialismo cubano no supo convivir con la libertad y cómo las democracias latinoamericanas no terminan de acabar con la pobreza. Así que tampoco podemos ser tan entusiastas".
"El modelo de intelectual ha cambiado drásticamente", dice el boliviano Edmundo Paz Soldán. "Cada vez es más difícil ocupar un lugar en la plaza pública como el que ocupan autores como Carlos Fuentes o el propio Vargas Llosa", explica. "La realidad se ha fragmentado, y aunque son muchas las voces que se pronuncian sobre lo que está pasando, ya no existe ese intelectual con vocación de convertirse en conciencia moral de la sociedad".
"No se puede reducir el temario latinoamericano al debate populismo-liberalismo", dice el escritor y periodista mexicano Sergio González Rodríguez. "El intelectual que hoy se enfrenta día a día con la cosa pública encuentra problemas muy diversos y debe utilizar estrategias distintas. No parece ser tiempo de compromisos vastos, sino de responsabilidades cada vez más exactas".
Vargas Llosa, seguramente con razón, reclama la urgencia que tiene la democracia en Latinoamérica de compromisos sólidos y concretos. González Rodríguez, para tratar del malogrado desarrollo democrático en aquellas zonas, apunta algunos problemas: "La voracidad por las ganancias y la explotación de las oligarquías y las corporaciones, la corrupción, el gran negocio de la ilegalidad que une al crimen organizado y al poder político y económico en el marco de la globalización". Resultado: "Se han multiplicado la violencia, la pobreza, la desigualdad, y cada vez son más escasas las posibilidades que se les abren a las nuevas generaciones de cara al futuro".
"La sociedad ha cambiado en tantos aspectos que ya no es fácil que un escritor convoque a todos los sectores", apunta Paz Soldán, que considera que ya quedan pocos autores que se atrevan a pronunciarse sobre todo. "Los años sesenta y setenta, por el impacto y la influencia de la revolución cubana, despertaron un enorme interés por lo que ocurría en América Latina", dice, "pero eso ha dejado de ocurrir. Además, la globalización impide paradójicamente que un argentino o un español se preocupen por lo que pasa en México".
¿Se ha eclipsado la fuerza de la palabra del intelectual en ese mundo globalizado en el que las distancias parecen haber crecido? Lolita Bosch, que conoce México muy de cerca y que vive ahora en Barcelona, prefiere salir de la esfera estrictamente pública. "El compromiso más importante que tiene un escritor es el de hacer bien su trabajo", opina. "Meterse a fondo, ser meticuloso, preciso, tomárselo en serio". Enseguida introduce un matiz: "Creo que un intelectual tiene por fuerza que tener un papel social, pero no creo que todos los escritores sean intelectuales y, de hecho, hay intelectuales a los que no les gusta escribir".
En el mundo que habitamos, las grandes certezas se diluyen. Quizá por eso, Santiago Roncagliolo confiesa que prefiere contar historias a establecer juicios, el reportaje antes que la opinión. "El intelectual era hace unas décadas quien estaba cargado de razón y a quien le tocaba decir la verdad. Pero el significado profundo de la democracia es ése: que no hay una verdad única, que nada permanece, ni es indestructible. Por eso mismo, es más difícil que hoy se comparta una dirección única. Todo está sometido a un permanente debate. Creo que es algo que tiene que ver con la tolerancia. Si tengo razón, para qué escuchar al otro. Eso se ha acabado: ahora todos tenemos que hablar, y defender posiciones muy distintas, para ponernos de acuerdo".
El escritor y filósofo Eloy Fernández Porta centra su atención justamente en eso: que hay posiciones muy distintas, discursos diversos, una extrema variedad en un paisaje en el que las nuevas tecnologías dan la voz a quienes habían sido silenciados. "La cuestión fundamental creo que es la del reconocimiento", comenta cuando se le pregunta por el compromiso del intelectual. "Todas las culturas que han conseguido imponerse lo han hecho no tanto por revalorizar lo que había sino por despreciarlo. El discurso dominante se sostiene en la medida en que afirma que todo lo demás no vale. Y de ese modo, han quedado silenciadas o ninguneadas distintas subjetividades, que terminan por ser tachadas de perversas. La pregunta que todo intelectual debería hacerse es sobre los saberes que no han sido reconocidos y, por su propio papel al haberlos ignorado. Las cosas serían muy distintas si se tomaran en cuenta las reflexiones y formas de relación que proceden, por ejemplo, del mundo lésbico. O de otras sensibilidades heterodoxas, vinculadas a la moda o a la música o a otras formas de expresión".
La red permite que todas las culturas excluidas puedan pronunciarse. Y así, frente a una voz central surgen miriadas de minúsculas perspectivas. Es una manera de ver las cosas. Otro enfoque distinto sería el de denunciar a las nuevas tecnologías como parte de un proceso que ha arrinconado a los medios tradicionales, y ha arrastrado de paso, y puesto en crisis, la vieja centralidad de la figura del intelectual. "Este proceso de declive ha provocado que algunos intelectuales hayan elegido, para prolongar su notoriedad pública, convertirse en actores que representan el papel de epígonos morales en un mundo que otorga primacía al espectáculo, la publicidad", sugiere Sergio González. Procuran ser actores, o "se adhieren a causas institucionales, a los grandes relatos de lo iberoamericano, a la burocracia cultural".
Un mundo fragmentado, una sociedad global donde se ignora al que está más cerca, un sistema de poder que sigue silenciando a los diferentes, países enfangados en la violencia, poblaciones pobres de solemnidad. ¿Sigue sirviendo una palabra como compromiso con ese telón de fondo? "Antes queríamos cambiar el mundo; ahora, nos conformamos con que no explote", dice Roncagliolo acordándose de lo que decía un amigo. Lolita Bosch señala que sigue buscando a aquéllos que tienen criterio, que han conquistado la suficiente autoridad para tener algo que decir. "Procuro leer a Juan Villoro o a Alma Guillermoprieto, encuentro que la revista Quimera sigue defendiendo una posición, me interesan los autores que publica en Periférica Julián Rodríguez, me interesa la seriedad del blog de Vicente Luis Mora". Y observa: "La lucha por la democracia fue sobre todo la gran guerra de nuestros padres, hoy de lo que se trata es de combatir la pobreza y lo que lleva detrás, la ignorancia".
Si el discurso del intelectual sobre el mundo sigue interesando, ¿a qué se refiere entonces Vargas Llosa cuando habla de su falta de compromiso? ¿No ha caído en picado la autoridad del que se pronuncia sobre lo que está pasando? Paz Soldán, que pasa largas épocas en Estados Unidos, aborda otro aspecto de la cuestión: "Quizá los escritores latinoamericanos se vayan pareciendo cada vez más a escritores estadounidenses como Philip Roth, Toni Morrison o el recientemente fallecido John Updike. Jamás los verás apareciendo en la televisión después de un suceso como el 11-S para sentenciar su diagnóstico. Y, sin embargo, se pronuncian sobre el asunto un tiempo después, en revistas o publicaciones académicas o en sus propios libros, donde entienden que van a ser escuchados de verdad, tomados en cuenta. O en sus obras. No es que exista desinterés por la cosa pública, es que se buscan altavoces distintos".
Los grandes medios, por tanto, con su afán por la inmediatez, ¿han acabado con el prestigio de la opinión reposada, elaborada, meditada? ¿Han acabado con los registros que, al fin y al cabo, definen la tarea de un intelectual? Fernández Porta apunta al lugar que ocupa la palabra en las sociedades capitalistas. "El intelectual ya sale comprometido desde casa. No hay grado cero, no hay un lugar neutro desde el que tomar partido. Cada quien ocupa un sitio dentro de una jerarquía y eso significa ya una subordinación a unas formas de poder, sean las que sean".
La sociedad del espectáculo, la realidad virtual, el avance de las democracias en distintos lugares del mundo. "Que todo eso traduce que tenemos colocadas las expectativas a la baja, pues seguramente sí", observa Roncagliolo. "Pero es lo que hay". Aún así, es optimista: "En Latinoamérica hace mucho que no había tantos regímenes democráticos. Es verdad que muchos tienen altos contenidos autoritarios, pero por lo menos se da por hecho que la democracia es algo que hay que defender, y nadie duda de que las urnas tienen que respetarse".

martes, 25 de agosto de 2009

MEMORIA E HISTORIA

Tony Juddt

A LA RECHERCHE DU TEMPS PERDU:
FRANCIA Y SUS PASADOS



Cuando conduces por las autoroutes de Francia, con su extraordi¬nario trazado e impecable diseño, no puedes dejar de ver los insólitos paneles de información colocados a la derecha a intervalos frecuentes. Llamativos pero de alguna forma discretos, en cálidos colores ocre, suelen aparecer a pares. Primero viene un panel de dos o tres sím¬bolos -lo suficientemente sencillo y preciso como para despertar el interés del conductor, pero no evidente: un racimo de uvas, quizá, una representación estilizada de un edificio o una montaña-.
Entonces, un kilómetro más adelante aproximadamente, después de haberte dado tiempo para preguntarte qué significaba, el panel se explica en un segundo panel, colocado de forma parecida, que in¬dica que estás pasando por los viñedos de Borgoña, la catedral de Reims o el monte Sainte-Victoire. Y allí, a la derecha o a la izquier¬da (el segundo panel tiene una útil flecha que sugiere hacia dónde hay que mirar), surge al momento un viñedo, una aguja gótica o la montaña favorita de Cézanne.
Los paneles no siempre están acompañados o seguidos de un des¬vío. Su propósito no es guiarte a lo que describen, y mucho menos proporcionarte algún tipo de información sobre ello. Están ahí para aliviar el aburrimiento de conducir a gran velocidad, para decir al viaje
ro de las autopistas modernas por dónde está pasando sin que sea consciente de ello. Y hay una ironía evidente en el hecho de que tie¬nes que viajar por carreteras que te separan rigurosamente de las mi¬nucias del paisaje para que te interpreten el paisaje.
Además, esos paneles son intencionada y francamente didácticos: te hablan del pasado francés -o de actividades presentes (como la viticultura) que dan continuidad al pasado- de formas que refuerzan cierta concepción del país. Ah, decimos, sí: la batalla de Verdún, el anfiteatro de Nimes, los maizales de la Beauce. Y mientras reflexionamos sobre la variedad y la riqueza del país, sobre las antiguas raíces y los traumas modernos de la nación, compartimos con otros cierta memoria de Francia. Se nos guía a más de 100 kilómetros por hora a por el Museo de Francia que es la propia Francia.
Francia es única, pero no está sola. Vivimos en una era de con conme¬moración. Por toda Europa y Estados Unidos se están levantando monumentos colocando placas, declarando lugares históricos para re¬cordarnos nuestro patrimonio. En el escenario de la batalla de las Termópilas, en Grecia, el monumento a Leónidas (erigido en 1955) reproduce un antiguo texto en el que se exhorta al viajero a recordar la heroica derrota de los espartanos a manos de Jerjes en e1480 a.C. Los ingleses hace mucho que celebran y conmemoran derrotas (desde Hastings en el 1066 hasta Dunkerque en 1940); Roma es un monumento vivo de la civilización occidental y la breve historia de Estados se recuerda, encarna, representa y monumentaliza por todo el país, desde el Colonial Williamsburg hasta el monte Rushmore.
No obstante, en nuestros días hay algo nuevo. Conmemoramos mu¬chas más cosas; estamos en desacuerdo sobre qué conmemorar y como, y mientras que, hasta hace poco (en Europa al menos), el sentido de un museo, una placa o un monumento era recordar a la gente lo que, ya sabía o pensaba que sabía, hoy tienen un propósito diferente. Están ahí para indicar a la gente cosas que puede que no sepa, que qui¬zá haya olvidado o no haya aprendido nunca. Vivimos con un temor creciente a olvidar el pasado, a que de alguna manera se extravíe en¬tre la profusa cacharrería del presente. Conmemoramos un mundo que hemos perdido, algunas veces incluso antes de haberlo perdido.
A1 levantar recordatorios o réplicas formales de algo que debe¬ríamos recordar, nos arriesgamos a un olvido mayor : haciendo que ¬unos símbolos o restos representen el todo, nos entregamos a una ilusión. En palabras de JamesYoung: «Una vez que asignamos forma mo¬numental a la memoria, hasta cierto punto nos hemos despojado de la obligación de recordar... Suponiendo que nuestros edificios con¬memorativos siempre estarán ahí como recordatorio, nos despedi¬mos de ellos y volvemos sólo cuando nos conviene». Es más, los mo¬numentos -por ejemplo, las estatuas conmemorativas de guerras- ¬con el tiempo se funden imperceptiblemente con el paisaje: se convierten en parte del pasado, más que un recordatorio de él .
En Estados Unidos el debate sobre estas cuestiones generalmente tiene lugar bajo el signo de «,guerras de memoria». ¿Quién tiene derecho a diseñar una exposición, asignar un sentido a un campo de batalla o inscribir una peana o una placa? Se trata de escaramuzas tác¬ticas en el más amplio conflicto cultural sobre la identidad: nacional, regional, lingüística, religiosa, racial, étnica, sexual. En Alemania (o en Polonia) las discusiones sobre cómo recordar o conmemorar el pasado reciente han quedado reducidas a una incómoda atención compensatoria al exterminio de los judíos europeos -planeado en Alemania, ejecutado en Polonia-. En vez de registrar y dar forma al orgullo y la nostalgia, en esas circunstancias la conmemoración des¬pierta (y eso es lo que se pretende) dolor e incluso ira. La conme¬moración pública del pasado, otrora un recurso para evocar y fo¬mentar los sentimientos de unidad comunal o nacional, se ha convertido en una ocasión para la división cívica, como en la disputa sobre si debe construirse en Berlín un monumento al Holocausto.
El lugar del historiador en todo esto es crucial pero oscuro. No de¬bería exagerarse la diferencia entre memoria e historia: los histo¬riadores no nos limitamos a recordar en nombre del resto de la co¬munidad, pero desde luego también hacemos eso. Después de todo, el mero recuerdo, en palabras de Kundera, sólo es una forma de ol¬vido y el historiador es responsable, como mínimo, de corregir esta desmemoria. Por ejemplo, en Niza se ha cambiado el nombre de la principal calle comercial y ahora hay una placa con la inscripción: «Avengueda Jean Médecin Consou de Nissa 1928-1965». Esto es un intento políticamente correcto, en el contexto francés, de recordar a los que pasan que los habitantes locales en el pasado hablaron un dialecto provenzal italianizante y de invocar en nombre de la iden¬tidad distintiva de la ciudad el recuerdo de esa lengua. Pero Jean Mé¬decin, alcalde de Niza entre 1928 y 1965, no tuvo particular interés en los dialectos o las costumbres locales, no utilizó la forma antigua de su nombre y su cargo, y era tan francés y tan francoparlante como se pueda serlo, lo mismo que la mayoría de sus electores en su tiem¬po. Este caso puede ser representativo de muchos en los que un fal¬so pasado ha sustituido al real por razones del presente; aquí, al me¬nos, el historiador puede contribuir a restituir la memoria.
Así pues, los historiadores trabajamos con la memoria. Y llevamos mucho tiempo criticando y corrigiendo la memoria oficial o pública, que sirve a sus propios fines. Además, al escribir sobre la historia con¬temporánea o casi contemporánea, la memoria es una fuente crucial: no sólo porque añade detalles y perspectiva, sino porque lo que la gente recuerda y olvida, y los usos que se dan a la memoria, también son materiales básicos de la historia. Saul Friedlánder ha hecho un uso ejemplar de la memoria -la suya y la de los demás- en su his¬toria de la Alemania nazi y los judíos; Henry Rousso relató con efec¬tividad la forma en que los franceses recordaron y olvidaron sucesi¬vamente los años de Vichy en una historia de la Francia de la posguerra. La memoria aquí se convierte en sujeto de la historia, mien¬tras que la historia retoma, al menos en parte, un antiguo papel más mnemónicos.
Así, cuando el historiador francés Pierre Nora traza una clara dis¬tinción entre la «memoria», que «brota de grupos a los que mantie¬ne unidos», y la «historia», que «pertenece a cada uno y a nadie, y por lo tanto tiene vocación universal», en principio parece que está esta¬bleciendo un contraste demasiado marcado. Seguramente todos estamos de acuerdo en que unas líneas tan nítidas de separación de las formas subjetiva y objetiva de entender el pasado son reliquias ar¬bitrarias y borrosas de un enfoque antiguo e inocente del estudio his¬tórico. ¿Cómo es que el director del proyecto moderno más impor¬tante e influyente para diseccionar una memoria histórica nacional decide comenzar haciendo hincapié en una distinción tan rígida?'
Para comprender el enfoque de Nora y el significado cultural de la vasta obra colectiva de tres partes, publicada en siete volúmenes que totalizan 5.600 páginas, sobre Les Lieux de mémoire [Los lugares de la memoria], que ha editado entre 1984 y 1992, debemos volver a Fran¬cia y a su experiencia única. Francia no es sólo el Estado nacional más antiguo de Europa, con una historia ininterrumpida de administra¬ción pública, lengua y gobierno centrales que se remonta al menos hasta el siglo XII; también era el que menos había cambiado de to¬dos los países de Europa hasta muy recientemente. El paisaje de Fran¬cia, la comunidad rural y su forma de vida, las ocupaciones y rutinas de la existencia diaria en las ciudades y pueblos de las provincias ha¬bían sido menos transformados por la industria, las comunicaciones modernas o los cambios sociales y demográficos que en Gran Breta¬ña, Alemania, Bélgica, Italia u otros estados occidentales comparables.
De la misma forma, la estructura política del país -sus formas de administración nacional y provincial, las relaciones entre el centro y las localidades, la jerarquía de la autoridad legal, fiscal, cultural y pe¬dagógica, que alcanzaba desde París hasta la aldea más pequeña se había modificado relativamente poco a lo largo de los siglos. Por supuesto la forma política de la Francia del antiguo régimen fue destruida en Revolución. Pero su contenido y estilo autoritarios fueron fielmente reproducidos por los herederos imperiales y republi¬canos de la monarquía Borbón, de Robespierre a FranÇois Mitterrand, pasando por Napoleón Bonaparte y Charles de Gaulle.
Las sucesivas convulsiones políticas del siglo XIX marcaron relati¬vamente. poco la experiencia diaria de la mayoría de los franceses una vez que las aguas volvían a su cauce. Incluso las divisiones políticas posrevolucionarias del país -izquierda/derecha, monárquico/re¬publicano, comunista/ gaullista- se asentaron con el tiempo en la topografía cultural nacional y sedimentaron capas de hábitos políti¬cos cuyos propios cismas formaban parte de la experiencia común francesa. En palabras de Philippe Burrin: «Francia ha tendido a con¬cebir sus conflictos en términos históricos y a concebir su historia en términos de conflicto»6.
En la década de 1970 y comienzos de la de 1980, a los franceses les parecía que este edificio -que se recuerda y describe afectuosamente como la France profonde, la douceFrance, la bonne vieilleFrance, la Fran¬ce éternelle-se les estaba desplomando sobre la cabeza. La moderni¬zación agrícola de los años cincuenta y sesenta, la emigración a las ciudades de los hijos e hijas de campesinos, había ido despoblando y vaciando el campo, al tiempo que se hacía mucho más productivo. Las ciudades, conservadas durante largo tiempo en una insípida ge¬latina urbana de decadencia y subinversión, de repente se encontra¬ron llenas de gente y energía. La revitalizada economía nacional llevó a cabo una transformación de los trabajos, pautas de transpor¬te y tiempo de ocio de una nueva clase de habitantes urbanos. Ca¬rreteras y ferrocarriles en los que durante décadas se habían acumu¬lado malas hierbas y suciedad fueron reconstruidos, rediseñados o sustituidos por una red prácticamente nueva de comunicaciones na¬cionales.
Buena parte de esto comenzó casi de forma inadvertida en la som¬bría era de la posguerra y se aceleró durante los años de gran pros¬peridad y optimismo de la década de 1960. Pero su efecto sólo se apre¬ció una década después -hasta entonces lo único que en todo caso había atraído comentarios eran los cambios y las ventajas, más que las pérdidas-. Y cuando Francia comenzó a volver la vista colectivamente con ansiedad y perplejidad a un pasado que la mayoría de los adultos podía recordar de su propia niñez y que estaba desapareciendo rá¬pidamente, esta sensación de pérdida coincidió con el imparable de¬rrumbamiento del otro elemento eterno de la vida francesa, la cul¬tura política heredada de 1789. Gracias al historiador FranÇois Furet y sus colegas la Revolución fue retirada de su pedestal y dejó de determinar con su proyección a través de los siglos la forma de entenderse así misma cíe la comunidad política francesa. En un proceso relacionado, durante los años setenta el Partido Comunista dejó de ser una estrella constante del firmamento ideológico y su prestigio cayó junto con sus votos; en el universo político paralelo de la intelli¬gentsia, el marxismo también perdió su atractivo.
En 1981 fue elegido un presidente socialista por sufragio popular y en menos de dos años procedió a abandonar todos los principios del socialismo tradicional, en particular la promesa de un grand soir o ruptura revolucionaria, que había caracterizado a la izquierda des¬de 1972 y que, en parte, había contribuido a llevarle a él al poder. La de¬recha ya no estaba agrupada en torno a la persona y al aura de Char¬les de Gaulle, que había fallecido en 1970, y la medida fundamental del conservadurismo político en Francia -la tendencia de los vo¬tantes conservadores a ser católicos practicantes- se vio reducida por la caída de la observancia religiosa pública cuando las iglesias de los pueblos y ciudades pequeñas perdieron a sus feligreses, que los estaban abandonando por los centros metropolitanos. A comien¬zos de los años ochenta, los antiguos fundamentos de la vida pública francesa parecían estar desmoronándose.
Por último, y con cierto retraso, los franceses -al menos en el re¬lato de Nora- se dieron cuenta de que Francia había perdido par¬te de su estatus internacional7. Ya no era una potencia mundial, ni si¬quiera la potencia regional más importante, debido al continuado ascenso de Alemania Occidental. Cada vez había menos gente en el mundo que hablara francés y entre el dominio económico y cultural de Estados Unidos y la reciente entrada del Reino Unido en la Co¬munidad Europea, la hegemonía universal del inglés estaba en el ho¬rizonte. Prácticamente se había quedado sin colonias y un legado de los años sesenta -el renovado interés en las lenguas y la cultura lo¬cales y regionales- parecía amenazar la integridad y la unidad de la propia Francia. A1 mismo tiempo, otro legado de los sesenta-la exi¬gencia de iluminar los rincones más oscuros del pasado nacional¬ estaba despertando interés por el régimen de Vichy durante la gue¬rra que De Gaulle y sus contemporáneos habían tratado de dejar atrás en aras de la reconciliación nacional.
En lo que a los temerosos observadores locales les parecía un solo proceso interrelacionado, Francia se estaba modernizando, empe¬queñeciendo y fragmentando, todo al mismo tiempo. Mientras que la Francia de por ejemplo 1956 había sido en casi tolos los aspectos importantes similar a la de 1856- incluso en una extraordinaria continuidad de pautas geográficas en los credos políticos y religiosos-, la Francia de 1980 no se parecía mucho ni siquiera a la de diez años antes. Daba la impresión de que no quedaba nada a lo que agarrarse: ni mitos, ni gloria, ni campesinos. Como lo expresó Pascal Ory con melancólica ironía en su entrada «Gastronomía» en Realms of Memory: «Será la cuisine francesa lo único que permanece cuando todo lo de¬más ha caído en el olvido?»8.
El ambicioso proyecto de Pierre Nora nació en este tiempo de duda y pérdida de confianza. Incluso parecía urgente, pues todos los pun¬tos de referencia fijos estaban desapareciendo y la «ancestral estabi¬lidad» se había acabado. Lo que había sido vida cotidiana se estaba convirtiendo en objeto histórico. Las estructuras centenarias de la vida francesa, de las formas de los campos de labranza a las proce¬siones religiosas, de las memorias locales transmitidas generación tras generación a la historia nacional oficial conservada en palabra y pie¬dra, todas ellas estaban desapareciendo o ya lo habían hecho. Toda¬vía no eran historia, pero ya no formaban parte de una experiencia nacional común.
Había una necesidad apremiante de captar el momento, de des¬cribir una Francia que estaba pasando con inquietud de un pasado experimentado a uno histórico, de fijar históricamente un conjunto de tradiciones nacionales que se estaba deslizando fuera del ámbito de la memoria vivida. Los lieux de mémoire, como explica Nora en su en¬sayo introductorio, «existen porque ya no hay milieux de mémoire, ám¬bitos en los que la memoria sea una parte real de la experiencia co¬tidiana». Y ¿qué son los lieux de mémoire? « [Son] fundamentalmente vestigios [...] los rituales de una sociedad que carece de rituales; in¬cursiones efímeras de lo sagrado en un mundo desencantado: vesti¬gios de lealtades locales en una sociedad que está borrando rápida¬mente todos los localismos»9.
Les Lieux de mémoire es una empresa espléndida y muy francesa. En¬tre 1984 y 1992 Pierre Nora reunió a casi ciento veinte estudiosos, casi todos franceses (la gran mayoría historiadores profesionales) y les puso a la tarea de captar, en 128 entradas, lo que es (o era) Francia. Los criterios de inclusión cambiaron con el tiempo. El primer volu¬men publicado trataba La Republique y estaba dedicado a las formas simbólicas, monumentales, conmemorativas y pedagógicas de la vida republicana en la Francia moderna; el Panteón de París era un ejemplo destacado . El segundo tomo -tres veces más voluminoso que el anterior- trataba de La Natión y abarcaba Iodo, desde la geografía y la historiografía hasta los símbolos y encarnaciones de la gloria (Verdún, el Louvre), la importancia de las palabras (la Academie française) y la imagen del Estado (Versalles, la Estadística Nacio¬nal, etcétera). El tercero –Les Frances- es más extenso que los otros dos juntos y contiene prácticamente todo lo que se puede relacionar con Francia y que no estaba incluido en los otros dos volúmenes.
Por lo tanto, para 1992 el proyecto se había alejado de sus orígenes y había adquirido aspiraciones enciclopédicas. También había des; - parecido el interés por lo metodológico de los dos primeros volumenes. En el prefacio de Nora a la edición en lengua inglesa es revelador el contraste con su introducción al primer volumen, publicada doce años antes: «Un lieu de mémoire es cualquier entidad significativa, de na¬turaleza material o no material, que por la voluntad humana o la obra del tiempo se haya convertido en un elemento simbólico del patri¬monio memorial de cualquier comunidad (en este caso, la comuni¬dad francesa) ». Es difícil pensar algo -una palabra, un lugar, nom¬bre, acontecimiento o idea- que no pueda entrar en esa definición. Como señaló un comentarista extranjero: «A1 final, el lector extran¬jero pierde el hilo. ¿Hay algo que no sea un lieu de mémoire?»10.

Pierre Nora siempre ha insistido en que había concebido el pro¬yecto como una especie de historia contraconmemorativa que de¬construyera, por así decirlo, los mitos y memorias que registra. Sin embargo, como admite con pesar en su conclusión en el último vo¬lumen, la obra ha tenido un extraño destino: la conmemoración la ha alcanzado y se ha convertido a su vez en una suerte de lieu de mé¬moire académico. Y ello por varias razones. En primer lugar, Nora es una figura muy poderosa en la vida intelectual francesa y consiguió la participación de algunos de los mejores estudiosos de Francia para su gran obra; sus ensayos son pequeñas obras maestras, aportaciones clásicas al tema. Como cabía esperar, estos libros han adquirido algo del estatus -y de las desventajas- de una obra de referencia 11 .
En segundo lugar, el antiguo «canon» nacional de la memoria his¬tórica -qué se consideraba parte de la herencia o patrimoine francés y por qué- se ha derrumbado. Ése es el tema de Nora. En sus pro¬pias palabras: «La disolución del marco unificador del Estado-nación ha hecho explotar el sistema tradicional que era su expresión sim¬bólica concentrada. Ya no hay un superyó conmemorativo: el ca¬non ha desaparecido Por lo tanto, si en el pasado se controlaba cuidadosamente el valor estético y pedagógico del patrimonio nacional, hoy cualquier cosa es material para la memoria y la conmemoración 12.
El proceso se aceleró considerablemente en 1988, con las adicio¬nes, políticamente calculadas, del ministro de Cultura de Mitterrand, Jack Lang, a la lista de objetos protegidos en el patrimoine culturel fran¬cés (que antes se limitaba a heredades como el Pont du Gard o las mu¬rallas que Felipe III el Atrevido hizo construir en Aigues-Mortes) : un belén provenzal del siglo XIX y el mostrador de mármol del Café du Croissant en el que el líder socialista Jean Jaurés bebió su última taza de café antes de ser asesinado en julio de 1914. Y poniendo un bo¬nito toque posmoderno, la fachada del Hótel du Nord, que se en¬cuentra en lamentables condiciones, en el Quai de Jemappes de Pa¬rís, se sumó al patrimoine nacional en nostálgico homenaje a la popular película de Marcel Carné que lleva ese nombre, aunque la película se rodó en estudio en su totalidad.
Esta recuperación de objetos de conmemoración elegidos de for¬ma aleatoria testimonia el quiebre de la continuidad del tiempo y la memoria en una cultura hasta el momento centralizada, y Nora es¬taba en lo cierto cuando la invocaba al explicar el origen de sus lieux de mémoire. Pero lo que era nuevo en los años ochenta ahora es un lu¬gar común y un tropo estándar en los estudios de la memoria y la tra¬dición en sociedades cambiantes. Como paradójico resultado, la in¬gente tarea de recuperación y registro por parte de Nora de memorias y conmemoraciones no ha resultado ser tanto un punto de partida para nuevas ideas sobre el tema como un objeto de admiración re¬verencialmente reconocido: «merece un viaje».
La tercera razón de la extraña trayectoria de esos libros es que a pesar de las muchas ideas brillantes que contienen los ensayos de Nora, la obra en su conjunto es incierta sobre sí misma: lo que co¬menzó como un melancólico ejercicio de autoanálisis nacional ter¬mina con una nota curiosamente convencional y casi solemne: «En estos símbolos en verdad descubrimos "lugares de memoria" en su mayor gloria»13. Probablemente esto sea un reflejo del cambiante es¬tado de ánimo en Francia en los años transcurridos desde que Nora concibió el proyecto -de una sensación de pérdida al orgullo nos¬tálgico-, pero resulta extraño que una obra de historia se involucre tan emocionalmente en su tema. Nora ha insistido en que no quería que esos volúmenes fueran sólo una «promenade touristique dans le jar¬din du passé»14, pero corren el riesgo de convertirse en eso.
También es inevitable que haya zonas del jardín que sufran un des¬cuido inexplicado, incluso bajo la panóptica mirada del editor. En nin¬guno de los volúmenes de Les Lieux de mémoire hay una entrada sobre Na¬poleón Bonaparte o sobre su sobrino Luis Napoleón, o incluso sobre la tradición política del bonapartisme que legaron a la nación. Esto es extraño. Como señaló Chateaubriand en las Memorias de ultratumba, a pro¬pósito de la anacrónica coronación de Carlos X en 1824: «A partir de ahora la figura del emperador se proyecta sobre todo lo demás. Está de¬trás de cada suceso y de cada idea: los siervos de esta ruin era se encogen a la vista de sus águilas» 15. Chateaubriand no era un observador neutral y ya no estamos en 1824, pero lo que dice aún es válido: para bien o para mal, Francia está imbuida del legado de Bonaparte. De los Inválidos al Arco del Triunfo, del Código Civil a los coqueteos periódicos de Fran¬cia con generales políticos, de la paralizante desconfianza republica¬na de un poder ejecutivo fuerte a la organización de archivos departa¬mentales, el espíritu de Napoleón aún sigue con nosotros.
De la misma manera, cada visitante moderno de París es benefi¬ciario (o víctima) de las ambiciones de Luis Napoleón y su Segundo Imperio. El Louvre de hoy es el suyo, pese a los esfuerzos de Mitterrand. La red de carreteras y transporte de París surgió de las ambiciones imperiales, frustradas o no. En el caso de Luis Napoleón, la falta de in¬terés directo en él y en su régimen que evidencia la obra dirigida por Nora puede reflejar una falta de interés más general en las ciudades, su planificación y el urbanismo en general: esto puede ser explicable por un esfuerzo quizá excesivo por registrar el romance de Francia con sus campesinos y su tierra 16
Ningún estudio de lieux de mémoire para Europa en su conjunto po¬dría dejar fuera a Napoleón -sus batallas, sus leyes, sus depredaciones, su imprevisto impacto sobre las resentidas sensibilidades nacionales en los Países Bajos, Italia y Alemania-. En muchas partes de Inglaterra y España se amenazaba a los niños desobedientes con Napoleón. Y su ausencia en la obra es un importante recordatorio de hasta qué pun¬to está centrada en Francia, incluso en sus silencios l7. Más de una vez Nora pone de relieve que Francia no sólo es única, sino que es indescriptiblemente especial. «Francia [tiene] una carga histórica ma¬yor que la de ningún país europeo», se nos dice l8. ¿De verdad? Los ale¬manes y los rusos, al menos, podrían poner objeciones; los polacos también.
Se nos anima a creer que sólo Francia tiene una historia y una me¬moria de magnitud suficiente para justificar y satisfacer las ambiciones de Les Lieux de mémoire. Más aún, para Nora, «Francia [...] es "una nación de memoria" en el mismo sentido en que los judíos, du¬rante siglos sin Estado y sin tierras, han sobrevivido a lo largo de la his¬toria como un pueblo de memoria». Y -sólo para remachar la idea-, al parecer, únicamente se puede hablar de lieux de mémoire en fran¬cés: «Ni en inglés, ni en alemán, ni en español hay un equivalente sa¬tisfactorio. Esta dificultad para traducirse a otra lengua ¿no sugie¬re ya algún tipo de singularidad? »19. Según Marc Fumaroli en «The Genius of the French Language», esta distinción lingüística tiene algo que ver con la tradición de la retórica francesa, heredada di¬rectamente del latín. Entonces, los italianos seguramente también la tienen; pero ¿quizá les faltan a ellos las cargas históricas necesa¬rias? Como dicen los italianos (no hay equivalente francés satisfac¬torio): magari.
¿Son estas características distintivamente francesas de Les Lieux de mémoire-el libro y las propias cosas- un obstáculo insuperable para la traducción? No: la versión en lengua inglesa, cuyo tercer volumen se publicó en junio (los dos anteriores aparecieron en 1996 y 1997) es un gran acontecimiento editorial en sí mismo. Está ilustrado con tanto gusto y profusión como el original, y la traducción, de Arthur Goldhammer, es maravillosa: sensible a los distintos estilos de los au¬tores y extraordinariamente segura y erudita en su comprensión de una gran variedad de términos técnicos e históricos. Es un placer leer estos libros, en inglés tanto como en francés*.
Incluso el título es un imaginativo salto entre culturas. Lieu [lu¬gar], en francés, se traduce al inglés como place [lugar] o site [sitio]. Así que lieux de mémoire [lugares de la memoria] podría ser en inglés memory sites o places of memory. Pero está claro que Nora pretendía que sus lieux indicaran conceptos, palabras y acontecimientos, además de. lugares reales, y la concreción del inglés significa que place no habría valido. Site podría haber servido, pero hay tantos sitios reales en la obra que el término podría haber sido engañosamente espacial. Realms of memory [ámbitos de memoria] plantea los problemas opues¬tos, claro está: realm en inglés moderno ha conservado sólo los usos más elevados de su primo francés, royaume, y es más bien abstracto, por lo que se diluye parte del énfasis en el suelo y el territorio, que es tan importante en la memoria francesa. ( la traducción que se está comentando, Realms of Memory: The Construction of the French Past, es una versión más breve en tres volúmenes, publicada en 1998 por Co¬lumbia University Press)
Pero, en comparación con otros compromisos intelectuales, es elegante y sugerente*. Es inevitable que haya cierta pérdida. Nora redujo prudentemente el número total de artículos de 128 a 44, aunque mantuvo la mayoría de los largos. Es una lástima que falten algunos de los ensayos que me¬jor captan el espíritu original de la empresa: Jean-Paul Poisson, por ejemplo, sobre «el oficio del notario», una figura fija en todas las pe¬queñas ciudades francesas y parte del ciclo vital de todo el que tuvie¬ra una propiedad para heredar, legar o disputar, lo que significaba gran parte de la población; o Jacques Revel sobre «la región», un ele¬mento crucial de la geografía mental y moral de cada habitante de Francia. Pero, como muchas otras aportaciones que no se han in¬cluido en la edición inglesa, tienen más interés para el lector francés, para quien precisamente son lugares de memoria. Quizá por esa ra¬zón la mayoría de los cortes se han hecho en los volúmenes interme¬dios sobre «la Nación», cuyas memorias e inquietudes más íntimas son menos accesibles a los de fuera.
Como resultado, al lector inglés se le ofrece algo mucho más pró¬ximo al espíritu del tercer volumen, Les Frances, en cuya estructu¬ra se reagrupan los ensayos traducidos. Se han conservado varios de los ensayos sobre el campo y la topografía de Francia, pero apenas alguno de las descripciones de rites de passage sociales o educacio¬nales -como recibir el bachot del liceo o ser aceptado en una gran¬de école— o de las iluminadoras aportaciones monográficas sobre los orígenes de la fascinación francesa con su propio patrimonio. De esta forma se diluye el interés original de Nora en lieux de mémoire como el Sacré Coeur en Montmartre o la fiesta nacional del 14 de julio en tanto que objetos conmemorativos para su disección, y el re¬sultado es una colección de ensayos de muy alta calidad sobre temas históricos convencionales en su mayor parte: divisiones y tradicio¬nes políticas y religiosas; instituciones, fechas, edificios y libros significativos.
Dentro de estos límites, esta nueva traducción pone al alcance de los lectores en lengua inglesa la mejor erudición francesa actual: Jac¬ques Revel sobre la Corte real; Mona Ozouf sobre «Libertad, Igual¬dad, Fraternidad»; Jean-Pierre Babelon sobre el Louvre; Alain Cor¬bin sobre las «Divisiones del tiempo y el espacio»; Marc Fumaroli sobre «El genio de la lengua francesa» y otros.
En particular Revel y Corbin, como presidente de la Ecole des Hau¬te Etudes en Sciences Sociales (y durante largo tiempo director de An¬nales ) y como ocupante de la principal cátedra de historia en Francia respectivamente, aportan a sus temas una gran autoridad académica, aunque se toman con ligereza su reputación y su erudición. Alain Cor¬n. que ha escrito sobre infinidad de cosas, desde el atraso económi¬co de la Limousin hasta la historia de la prostitución, ilustra las divi¬siones del tiempo y el espacio con una asombrosa superabundancia de ejemplos. Jacques Revel recita una vez más la narración de la vida cortesana en la Francia de comienzos de la era moderna, pero le infun¬de tanta capacidad alusiva, sutileza y significación que parece como si una historia familiar se leyera y comprendiera por primera vez.
Incluso cuando no están completamente logrados -como el de Antoine Compagnon en A la recherche du temps perdu, donde el autor se enfrenta con el personaje de la obra maestra de Proust como lugar de memoria precozmente autorreferencial- sigue siendo un placer leerlos y están llenos de ingenio y percepción. Lo más impresionante quizá sea la forma en que todas las aportaciones consiguen arrojar luz sobre una compacta gama de temas que están en el núcleo de todos intentos de comprender el pasado francés y a la propia Francia.
El primero de éstos es la antigüedad y la continuidad de Francia y del Estado francés (ochocientos años de acuerdo con el cálculo más modesto) y la correspondiente longevidad del hábito de ejercer la au¬toridad y el control desde el centro. Esto no es sólo una cuestión de poder político, la conocida tendencia de los gobernantes franceses de todos los credos ideológicos a dotarse del máximo de soberanía y poder. En su ensayo sobre Reims, Jacques Le Goff señala que la cate¬dral -el lugar donde tradicionalmente se celebraba la coronación de los reyes franceses- es una obra maestra del gótico «clásico», an¬tes de comentar que «en la historia francesa "clásico" con frecuencia se refiere a la imposición de controles ideológicos y políticos» 2°.
El impulso de clasificar, de regularlo todo, desde el comercio has¬ta la lengua o la comida, es lo que vincula la esfera pública en Francia con las prácticas culturales y pedagógicas. No es casual que la Guía Michelín (verde) divida con autoridad todos los posibles lugares de in¬terés en tres categorías: interesante, merece un desvío, merece un via¬je. Tampoco es accidental que la Guide Michelín (roja) siga la misma división tripartita para los restaurantes -heredada de la práctica de la retórica y la filosofía «clásicas» francesas, que también la legaron la teoría dramática y el argumento político-. Como observa Pascal Ory, la «codificación» en Francia es un lieu de mémoire en sí mismo.
Igual que la religión. El cristianismo -el cristianismo católico- está tan establecido en Francia que Nora no tiene escrúpulos en tratarlo, junto con la monarquía y el campesinado, como la esencia de lo auténticamente francés. Todos los ensayos sobre religión en Realms of Memory tienen un carácter robusto y comprometido: Claude Lan¬glois incluso supera a Nora al decir que «en términos de monumen¬tos, la lección es clara: Francia es católica o secular. No hay término medio». André Vauchez, que tiene un excelente ensayo sobre las catedrales, probablemente coincidiría con él: está entregado a su tema y defiende contra el filisteísmo de los tiempos el carácter ade¬cuadamente simbólico y extraterreno de una gran catedral. Pero en el contexto de estos ensayos, Vauchez lo tiene fácil; como señaló Proust: «Las catedrales no sólo son los ornamentos más hermosos de nuestro arte, sino también los únicos que siguen vinculados con el propósito para el que se construyeron», una afirmación que hoy es incluso más cierta que cuando la hizo Proust en 190721.
Pero Francia no es sólo católica o secular: también es, y lo ha sido durante mucho tiempo, protestante y judía, así como ahora es islá¬mica. Pierre Birnbaum y Philippe Joutard se ocupan de los judíos v los protestantes en sendos ensayos que son más reflexivos y menos convencionales que los dedicados a los católicos, quizá porque se ven obligados a trabajar contra la corriente historiográfica y nacional. Jou¬tard muestra la importancia de la memoria en la vida protestante fran¬cesa, tan marcada que los protestantes de las comunidades rurales suelen tener una memoria colectiva más viva de antiguos aconteci¬mientos que sus vecinos católicos, incluso cuando éstos participaron más activamente o estuvieron más directamente afectados por los acontecimientos en cuestión. Y su ensayo sobre la longevidad de la memoria de la víctima es un recordatorio implícito al editor de que demasiado énfasis en el catolicismo normativo de lo francés puede de¬sembocar en nuevas formas de menosprecio. No hay entrada en estas páginas para la masacre de protestantes del Día de San Bartolomé en 1572: una «fecha de memoria» francesa como pocas.
Si el catolicismo está en el «centro» de la memoria francesa y los herejes y las minorías con frecuencia han quedado relegados a la «pe¬riferia» cultural, el mismo contraste maniqueo se ha reproducido en una gran variedad de registros sociales y geográficos. Hasta donde alcanza la memoria, Francia ha estado dividida: entre el norte y el sur, por la línea que va de Saint-Malo a Ginebra, que en la geografía eco¬nómica del siglo XIX marcaba la separación entre la Francia moder¬na y la atrasada; entre los francófonos y los hablantes de menospre¬ciados dialectos regionales; entre la corte y el campo, la izquierda y la derecha, los jóvenes y los viejos (no deja de tener significación que la edad media de los miembros de la Asamblea Legislativa de la Revolución Francesa fuera sólo de veintiséis años), pero sobre todo entre París y las provincias.
Las «provincias» no son lo mismo que el campo: campagne en Fran¬cia ha tenido connotaciones positivas durante siglos; sin embargo, desde que surgió la corte, «provinciano» ha sido una forma de insul¬to. En la iconografía subliminal de Francia, el campo está habitado por recios campesinos, arraigados a su suelo generación tras gene¬ración. Incluso hoy, Armand Frémont, el autor del ensayo sobre el campo, no puede evitar una respuesta distintivamente francesa a su tema: «El campo fue domesticado sin violentar los ritmos de la natu¬raleza, sin la transformación a gran escala del paisaje que a veces se ve en otros países»; el paisaje francés muestra «una armonía sin igual», etcétera. Hoy, con la paulatina desaparición de la Francia rural, la sen¬sación de pérdida es palpable22.
Sin embargo, nadie llora a «las provincias». El «provinciano» típico era de una ciudad pequeña y se le solía describir como aquel que tenía la esperanza de «llegar a ser alguien» en París, a no ser que se quedara en su ciudad con la ilusión bovina de que la vida en su reducido mun¬do de alguna forma era auténtica y suficiente. De Moliére a Barrés es la habitual premisa tragicómica de las letras francesas. Desde luego, re¬fleja un extendido prejuicio que compartían los provincianos y los pa¬risinos: que todo lo importante ocurría en París (y ésa es la razón por la que el 92 por ciento de los estudiantes de París bajo la monarquía «burguesa» de 1830 a 1848 procedía de las provincias). De esta forma, la capital se apropió de prácticamente toda la vida y la energía del resto de la (provinciana) nación. Buena parte de la historia francesa, des¬de la economía política del Versalles de Luis XIV hasta las preferencias residenciales de los profesores franceses pasando por el atávico atrac¬tivo ideológico del idilio rural antiparisino del mariscal Pétain, pue¬de entenderse mejor si se comprende esta polaridad fundamental.
La connotación peyorativa de «provinciano» contrasta marcada¬mente con la tradicional devoción francesa no sólo por los campe¬sinos y la tierra, sino por la idea de Francia representada en el propio territorio. Aquí, por supuesto, «tradicional» debe entenderse como algo muy reciente: fue en el siglo XIX específicamente en los prime¬ros años de la III República, de 1880 a 1900, cuando el mapa de Fran¬cia quedó grabado con tanto éxito en el espíritu colectivo de la nación. Grandes obras pedagógicas de historia y geografía (Histoire de France, de Ernest Lavisse y Tableau de la géographie de Trance, de Paul Vidal de La Blache, ambas tratadas en Realms of Memory) proporcionaron a ge¬neraciones de maestros franceses las herramientas con las que agu¬dizar la sensibilidad cívica de los hijos de la nación23.
El Tour de la Trance par deux enfants (publicado por primera vez en 1877 y lectura obligatoria en los colegios durante las décadas siguien¬tes) y el Tour de France en bicicleta (inaugurado en 1903, el año en que apareció el Tableau de Vidal de La Blache) siguieron muy de cerca la ruta tradicional de los viajeros artesanos (compagnons) en su propio tour de Trance en tiempos pasados. Gracias a esta contigüidad en el tiem¬po y el espacio -real y construida-, para 1914 los franceses tenían una sensibilidad especial para la memoria de su país, sus fronteras, su variedad y su topografía, tal y como se prescribían en la cartografía ofi¬cial del pasado y del presente nacionales. Es la desaparición de esta «sensibilidad», y de la realidad que reflejaba, por tendenciosamente que lo hiciera, lo que Nora registra y lamenta en estas páginas.
Es comprensible que los esfuerzos pedagógicos de la III República -proclamados en 1870 después de que Napoleón III fuera captura¬do por los prusianos- fueran más apreciados en las provincias des¬favorecidas que en la capital. En una encuesta de 1978, los cinco nom¬bres de calles más populares en Francia eran: République, Victor Hugo, Léon Gambetta, Jean Jaurés y Louis Pasteur: dos políticos de la III Re¬pública, el preeminente científico «republicano», el poeta francés cuyo funeral en 1885 fue un momento culminante de la conmemo¬ración pública republicana y la propia República. Pero estos nom¬bres de calles son mucho más frecuentes en las provincias que en París, donde, por el contrario, hay una marcada preferencia por nom¬bres del antiguo régimen o que no son políticos. La conformidad cívica de la moderada República de finales del siglo XIX reflejaba y fomentaba el estado de ánimo de la vida en las pequeñas ciudades.
Después de 1918, cuando llegó el momento de conmemorar las enormes pérdidas francesas en la Primera Guerra Mundial, el culto republicano a los muertos en la guerra, lo que Antoine Prost llama la religión civil de la Francia de entreguerras, de nuevo fue más inten¬so en las provincias, y no sólo porque fue en los pueblos y aldeas donde las pérdidas habían sido más numerosas. La III República, y todo lo que representaba, importaban más en las pequeñas ciudades y en los pueblos de las regiones y provincias de Francia que en la ur¬bana y cosmopolita París: por lo tanto, la pérdida de ese patrimo¬nio se siente más profundamente allí 24.
La experiencia y la memoria de la guerra en nuestro siglo es una cla¬ve importante del legado fracturado de Francia y quizá merezca más atención de la que recibe en Realms ofMemory. En palabras de René Ré¬mond: «De 1914 a 1962, durante casi medio siglo, la guerra nunca llegó a desaparecer de la memoria francesa, de la conciencia y la iden¬tidad nacionales »25. Puede que la Primera Guerra Mundial no fuera moralmente perturbadora, pero dejó cicatrices que no se pudieron to¬car durante largo tiempo: además de los cinco millones de hombres muertos o heridos, hubo cientos de miles de viudas de guerra y sus hijos, por no mencionar el devastado paisaje del noreste de Francia. Durante muchas décadas, la Primera Guerra Mundial estuvo, por así decirlo, en el purgatorio -recordada, pero no celebrada-. Sólo muy recientemente se han convertido los escenarios de las batallas del fren¬te occidental en lugares de conmemoración normalizada: cuando se entra en el departamento del Somme, los paneles oficiales al lado de la carretera te dan la bienvenida, recordándote que su trágica historia (y sus cementerios) son parte del patrimonio local y merecen una visi¬ta: algo que habría sido impensable no hace demasiado tiempo 26.
Pero la Segunda Guerra Mundial, por no mencionar las «gue¬rras sucias» de Francia en Indochina y Argelia, guarda mensajes y me¬morias más ambivalentes y mezclados. Si Vichy es ahora un lieu de mé¬moire para estudiosos y polemistas, para la mayoría de los hombres y mujeres franceses aún tiene que salir completamente del ataúd del olvido al que fue arrojado en 1945: «Cuatro años que hay que tachar de nuestra historia», en las palabras de Daniel Mornet, el fiscal en el juicio del mariscal Pétain. En suma, el pasado del siglo xx no pue¬de sustituir fácilmente a la más antigua y más larga historia cuyo paso se atestigua y celebra en la obra editada por Nora.
No es sólo que el pasado reciente está demasiado próximo. El pro¬blema es que aunque el campo, los campesinos e incluso la Iglesia (aunque no la monarquía) sobrevivieron hasta mucho después de 1918 e incluso de 1940, hubo algo que no lo hizo. En la primera mi¬tad de la III República, desde 1871 hasta la Primera Guerra Mundial, no resultó difícil absorber los trofeos de un antiguo pasado real en el seguro presente republicano. Pero no hay nada muy glorioso ni seguro en la historia francesa desde 1918, a pesar de los heroicos esfuerzos ¬De Gaulle; sólo sufrimiento estoico, decadencia, incerti¬dumbre y derrota, vergüenza y duda, seguidas muy de cerca, como hemos visto por cambios sin precedentes. Estos cambios no pudieron anular las memorias recientes; pero -y aquí Nora seguramente está en lo cierto- parecieron borrar la herencia más antigua, dejando solo recuerdos incómodos y confusión sobre el presente.
No es la primera vez que Francia ha tenido que mirar atrás a una agi¬tada secuencia de turbulencia y duda: los hombres que construyeron la III Republica después de 1871 tuvieron que forjar un consenso cí¬vico y una comunidad nacional después de tres revoluciones, dos monarquías, ¬un imperio, una efímera república, una guerra civil y una gran derrota militar; todo en el transcurso de una vida. Lo consiguie¬ron porque tenían una historia que contar sobre Francia que podía vin¬cular el pasado y el futuro en una sola narración, y enseñaron esa historia con f¬irme convicción a tres generaciones de futuros ciudadanos.
Sus sucesores no pueden hacer esto -como atestigua el lamen¬table caso de FranÇois Mitterrand, presidente de Francia durante la década de los años ochenta y la mitad de los noventa-. Ningún go¬bernante francés desde Luis XIV se ha tomado tanto trabajo y cuida¬do por conmemorar la gloria de su país y hacerla propia; su reino es¬tuvo marcado por la constante acumulación de monumentos, nuevos museos, solemnes inauguraciones, inhumaciones y reinhumaciones, por no mencionar los lapidarios y pantagruélicos esfuerzos por ase¬gurarse su propio lugar en la memoria nacional, desde el arco en La Défense, en el oeste de París, hasta «la Trés Grande Bibliothéque» en la orilla izquierda del Sena. Pero, aparte de su florentina capacidad para sobrevivir en el poder durante tanto tiempo, ¿por qué era más conocido Mitterrand en vísperas de su muerte? Por su incapacidad para recordar con exactitud y reconocer su papel menor en Vichy: un reflejo individual extrañamente preciso del propio agujero en la me¬moria de la nación.
Los franceses, como su difunto presidente, no saben cómo inter¬pretar su historia reciente. En esto no son tan diferentes de sus veci¬nos del este y de otros lugares. Pero en Francia estas cosas solían pa¬recer tan sencillas que es el contraste lo que causa la incomodidad audible en la gran obra de Nora. Creo que también explica su yuxta¬posición de historia y memoria que señalé antes. La memoria y la his¬toria solían avanzar al unísono; las interpretaciones históricas del pa¬sado francés, por críticas que fueran, manejaban la misma divisa que la memoria pública. La razón era, claro está, que la memoria públi¬ca, a su vez, estaba moldeada por los relatos oficiales de la experien¬cia nacional, cuyo significado venía dado por una historiografía muy consensual. Y por oficial quiero decir sobre todo pedagógica -a los franceses se les enseñaba su memoria-, un tema tratado en la obra de Nora por los ensayos sobre la historia francesa tal y como se daba en los libros de texto en los colegios del siglo XIX
Ahora bien, en opinión de Nora, la historia y la memoria han per¬dido el contacto, con la nación y entre sí. ¿Está en lo cierto? Cuan¬do viajamos por las autoroutes francesas y leemos esos didácticos ró¬tulos, ¿qué es lo que ocurre en realidad? No serviría de mucho decirnos que estamos viendo la catedral de Reims, aproximándonos al campo de batalla de Verdún o al pueblo de Domrémy, por ejemplo, si an¬tes no supiéramos por qué son interesantes esos lugares; después de todo, los paneles no nos dan esta información. Su transparen¬cia depende del conocimiento que quien los lee ya haya adquirido -en la escuela-. No hace falta que se nos diga qué «significan» esos lugares; su significado les viene dado por una narración familiar que ellos confirman con su presencia. Y por lo tanto esa narración ha de venir primero; si no, carecen de significado.
En suma, los lieux de mémoire-«lugares de la memoria»- no pue¬den separarse de la historia. No hay un panel informativo que te in¬dique cuándo pasas por «Vichy» (mientras que en la autopista una se¬ñal indica el desvío hacia esa ciudad). Esto no es porque «Vichy» sea divisivo (después de todo, Jeanne d'Arc, nacida en Domrémy, es un símbolo muy contencioso, en la actualidad el favorito del Frente Na¬cional de Jean-Marie Le Pen), sino porque los franceses no tienen una narración que puedan vincular a «Vichy» y que le dé un signifi¬cado común comunicable. Sin esa narración, sin una historia, «Vichy» no tiene un lugar en la memoria francesa.
Así que, al final, no importa realmente que la «vieja» Francia haya desaparecido para siempre o que, en la expresión de Armand Fré¬mont, el Estado esté «reimprimiendo el poema de la sociedad rural francesa» en «ecomuseos» y parques temáticos rurales, aunque así se pierda mucho. Esto ni siquiera es nuevo -siempre ha habido olvido y recuerdo, invento y abandono de tradiciones, al menos desde los años románticos de comienzos del siglo XIX-27. El problema de vivir en una era de conmemoración no es que las formas de memoria pú¬blica propuestas sean falsas, kitsch, selectivas o incluso paródicas. Como intento deliberado de recordar y superar a los monarcas de Valois, el Versalles de Luis XIV era todas esas cosas y un pastiche anticipado de cada lieu de mémoire que le ha sucedido hasta hoy. Así son la heren¬cia y la conmemoración.
Lo que es nuevo, al menos en la era moderna, es el menosprecio de la historia. Cada monumento, cada museo, cada alusión conmemo¬rativa a algo del pasado que debería despertar en nosotros sentimien¬tos de respeto, arrepentimiento, orgullo o tristeza, depende de un conocimiento histórico que se da por supuesto: no de la memoria co¬mún, sino de una memoria común de la historia tal y como la apren¬dimos. Francia, como otras naciones modernas, está viviendo del ca¬pital pedagógico invertido en sus ciudadanos en décadas pasadas. Como concluyen Jacques y Mona Ozouf con pesimismo en su ensayo sobre Le Tour de la Francepar deux enfants, el clásico educativo de Augustine Fouillée: «Le Tour de la Trance es testimonio de ese momento en la his¬toria de Francia en el que los colegios estaban investidos de todo. He¬mos perdido por completo la fe en el ámbito de la pedagogía, y por eso el vívido retrato que grabó Mme. Fouillée nos resulta tan borroso» 28.
Por el momento al menos, los temas de Pierre Nora siguen siendo material para un estudio de lieux de mémoire. Pero a juzgar por la prác¬tica desaparición de la historia narrativa de los programas educativos de las escuelas, también en Estados Unidos, puede llegar pronto el tiempo en que, para muchos ciudadanos, extensas partes de su pa¬sado común constituyan algo más similar a lieux d'oubli, lugares de ol¬vido -o, más bien, lugares de ignorancia, pues habrá habido poco que olvidar-. Enseñar a los niños, como hacemos ahora, a ser críti¬cos con las versiones aceptadas del pasado sirve de poco si ya no hay una versión aceptada 29. Pierre Nora está en lo cierto, después de todo: la historia pertenece a cada uno y a nadie; de ahí su aspiración a la au¬toridad universal. Como todas las aspiraciones de este tipo, siempre será disputada. Pero, sin ella, tenemos problemas*.

` Reseñé la selección de ensayos de Les Lieux de mémoire, de PierreNora, traducidos por Arthur Goldhammer y publicados en 1998 por Columbia University Press, en diciembre de ese año en The New York Review of Books. Desde entonces, The University of Chicago Press ha publicado otra selección de ensayos de la misma obra francesa bajo el título Rethinking France, que pone a disposición de los lectores de lengua inglesa algunos de los ensayos que no se incluye¬ron en la selección de Columbia. No obstante, las traducciones de Goldhammer son claramente mejores

lunes, 9 de febrero de 2009

Steinbeck y Keynes. Ëtica y realismo frete a la crisis

ABC.es
La Tercera

Domingo 8, febrero 2009 - Últ. actualización 23:25h



Literatura para una crisis

... La Depresión prudujo sus mejores piezas literarias en Gran Bretaña y los Estados Unidos: las novelas «Amor en el paro» (1933), de Walter Greenwood, y «Las uvas de la ira» (1939), del escritor californiano Steinbeck; y el reportaje-ensayo «El camino hacia Wigan Pier» (1937), de George Orwell...

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JUAN PABLO FUSI

Domingo, 08-02-09

LA crisis económica que se extendió por todo el mundo a partir de octubre de 1929 tras el hundimiento de la Bolsa de Nueva York -para Keynes, la mayor catástrofe económica del mundo moderno- tuvo, como se sabe, consecuencias dramáticas: cifras de desempleo jamás conocidas (catorce millones en Estados Unidos, seis millones en Alemania, tres millones en Gran Bretaña y cifras parecidas en numerosos países), pánico bancario y financiero, contracción generalizada de ingresos y rentas, destrucción de la producción y del tejido industrial, caída de precios de las materias primas, colapso del comercio internacional.

La crisis de 1929 conmocionó, como no podía ser menos, la conciencia del mundo contemporáneo, como revelaron de forma inmediata la literatura, el teatro, el cine, la fotografía (aquellas 270.000 fotografías realizadas por Walter Evans, Ben Shahn, Dorotea Lange, Russell Lee y demás fotógrafos de la Oficina de Seguridad Rural norteamericana), el ensayo y el panfletismo económico o seudo-económico de la época, y aún obras, como la trilogía U.S.A de Dos Passos, la novela negra de Dashiell Hammet, cuyos textos fundamentales aparecieron entre 1929 y 1934, y Suave es la noche (1934) y El último magnate (1940) de Scott Fiztgerald, obras en apariencia ajenas a los temas de la depresión económica pero que no se entenderían sin tener en cuenta las coordenadas sociales y políticas de aquella crisis. Depresión económica, malestar social y auge del fascismo (con la llegada de Hitler al poder en enero de 1933) fueron, en efecto, para muchos intelectuales manifestaciones de una realidad más profunda: la crisis moral de la sociedad occidental.

La Depresión produjo sus mejores piezas literarias en Gran Bretaña y los Estados Unidos: las novelas Amor en el paro (1933), de Walter Greenwood, y Las uvas de la ira (1939), del escritor californiano Steinbeck; y el reportaje-ensayo El camino hacia Wigan Pier (1937), de George Orwell, su memorable documento sobre la vida de los mineros de Wigan. Amor en el paro era la historia de la destrucción por la crisis de las ilusiones y esperanzas vitales de los jóvenes de una localidad obrera cercana a Manchester, y de su progresiva degradación moral; la historia de una localidad golpeada por el desempleo, y por ello condenada a la miseria, los subsidios de subsistencia, los prestamistas, la protesta estéril y la corrupción.

El camino hacia Wigan Pier era un reportaje de primera mano -Orwell vivió durante varias semanas en aquella zona minera- de la vida de los trabajadores de la localidad minera de Wigan (en Inglaterra, cerca de Liverpool y Manchester), de sus viviendas miserables carentes de servicios higiénicos, de los salarios de hambre, de la dureza del trabajo en las minas, de los accidentes, las enfermedades pulmonares y la infra-alimentación que padecían los mineros. Era, en suma, la descripción de una mentalidad, la mentalidad del minero, endurecida y primaria, y un estudio del efecto devastador que la crisis económica había tenido sobre la región. Y era algo más. Literatura social auténtica, escrita en una prosa escueta, directa y brillante, la obra de Orwell explicaba, al tiempo, su propia evolución hacia el socialismo -sin negar sus muchos prejuicios de clase y educación respecto a los trabajadores-, y advertía sobre el creciente divorcio que se estaba produciendo entre los trabajadores y el socialismo político, de lo que responsabilizaba al verbalismo inocuo y abstracto de los intelectuales de izquierda -los poetas de clase media alta, los jóvenes aristócratas marxistas de Oxford y Cambridge, a los que Orwell satirizaba con mordacidad implacable-, educados en las aulas universitarias, cómodamente instalados en la prosperidad privilegiada de las clases medias, y ayunos de todo conocimiento directo de la vida de los obreros de las fábricas y de las minas.

Orwell exponía, pues, la durísima realidad social creada por la crisis económica, pero también, y ello no era menos importante, el esnobismo y la deshonestidad consciente o inconsciente de muchas posiciones de la izquierda intelectual comprometida. La novela de Steinbeck, Las uvas de la ira, no tenía reflexiones explícitamente políticas. Estaba pues, si bien con otras características literarias y estéticas y en un contexto social muy diferente, en la línea del testimonialismo de Greenwood. Las uvas de la ira, un libro moralmente conmovedor, era la historia de la emigración de una familia de colonos pobres de Oklahoma -los Joad, a los que la Depresión había hecho perder sus tierras-, desde su región de origen a California. Un viaje épico, heroico, de tres generaciones de la misma familia hacinadas en una vieja furgoneta, sin apenas víveres y dinero, a través de las montañas y del desierto en busca de trabajo y fortuna, y de la propia rehabilitación familiar, viaje que llevaría a los Joad, sin embargo, a la marginación social y legal, a la explotación, a la represión, el hambre y la muerte. Novela, en efecto, sobrecogedora, pero también enaltecedora. Las uvas de la ira, la ira que germinaba en el corazón de los explotados, no cerraba la puerta a la esperanza. El idealismo agrarista y solidario de Steinbeck hacía que la solidez de los valores campesinos de los Joad les permitiese salvar, en medio de tanta adversidad, la integridad y la dignidad del núcleo familiar y que aún pudiesen ofrecer a otros más necesitados la generosidad de su ayuda.

La literatura de Greenwood, Orwell y Steinbeck era -conviene tenerlo bien presente-traducción del empirismo desideologizado y pragmático, aunque profundamente ético, de la tradición cultural anglo-norteamericana. Por eso fue allí, en los Estados Unidos y en Gran Bretaña, donde el debate sobre la crisis económica se planteó en términos teóricos y políticos prácticos, realistas y concretos. Europa se perdió en su cultura especulativa: en los mejores casos, en una metafísica de la existencia y de la crisis del hombre contemporáneo; en los peores, en una literatura político-económica cargada de clichés inoperantes en torno al colapso del capitalismo y la inevitabilidad del socialismo. El mismo Partido Laborista británico, destrozado por el fracaso de su experiencia en el poder en 1929-31 y por la defección de su líder Mac Donald que entre 1931 y 1935 formó un Gobierno Nacional con los conservadores, y absorbido por preocupaciones pacifistas y la propaganda contra el fascismo, cayó en una especie de fatalismo ante la crisis que le impidió percibir de inmediato las teorías que en la misma Gran Bretaña formulaba Keynes, la respuesta más eficaz, como se sabe, a la situación.

Las tesis básicas del pensamiento de Keynes, resumidas en su Teoría general del empleo, interés y dinero (1936), son sobradamente conocidas: entendía que las respuestas tradicionales ante la crisis reducirían el consumo, la renta y la demanda agregada, y que lo que se necesitaba era la acción directa de los gobiernos encaminada a favorecer las inversiones mediante una regulación adecuada de la demanda agregada a través del triple mecanismo de la política presupuestaria, monetaria y fiscal, estimulando directamente la inversión y el empleo y aumentando el gasto público. Lo que se sabe menos es que Keynes militó siempre en el partido liberal y que él mismo consideraba su Teoría general como una teoría verdaderamente conservadora; y que estaba convencido de que el dogmatismo simplista de los líderes laboristas les impedía ver el potencial social y político de una política económica basada en sus ideas.

miércoles, 4 de febrero de 2009

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Tony Judt

Sobre el olvidado SIGLO XX

Tony Judt afirma que hemos entrado en una «época de olvido». Hoy el mundo es tan radicalmente distinto del de hace tan sólo veinte años que hemos dejado de lado nuestro pasado inmediato incluso antes de haber podido entenderlo. No sabemos, literalmente, de dónde venimos, y el resultado de esta ignorancia creciente ha demostrado ser nefasto e incluso tiende a ir a peor.

Hemos perdido el contacto con tres generaciones de debate político internacional y pensamiento y activismo social. Ya no sabemos discutir sobre ese tipo de conceptos y hemos olvidado el papel que jugaban los intelectuales a la hora de debatir, transmitir y defender las ideas que conformaron su tiempo. Tony Judt hace revivir aspectos clave del mundo que hemos perdido, y nos recuerda lo importantes que siguen siendo tanto para hoy como para lo que esperamos del futuro.

Judt halla sugestivos vínculos entre una asombrosa variedad de temas, desde la historia del abandono y recuperación del Holocausto, o la difícil cuestión del «mal» en la comprensión del pasado europeo, hasta el auge y la caída del papel del Estado en los asuntos públicos o el arrinconamiento de la historia en favor de la «herencia». Nos lleva más allá de lo que creemos saber para enseñarnos cómo lo aprendimos, y muestra hasta qué punto gran parte de nuestra historia ha sido sacrificada ante el triunfo del mito frente a la comprensión, de la negación frente a la memoria. Este libro es la necesaria hoja de ruta para recuperar el sentido ' de la historia que necesitamos con tanta urgencia.

miércoles, 14 de enero de 2009

Ejemplo de imparcialidad y veracidad

TRIBUNA: MARIO VARGAS LLOSA
Morir en Gaza
La sociedad israelí ha sufrido un proceso de derechización radical y una progresiva pérdida de la moral en la vida política. Esto le ha llevado a pensar que no hay acuerdo posible con los palestinos
MARIO VARGAS LLOSA 11/01/2009

Hay alguna posibilidad de que la invasión militar de Israel a Gaza "destroce la infraestructura terrorista" de Hamás -objetivo oficial de la operación- y ponga fin al lanzamiento de cohetes artesanales de los integristas palestinos que controlan la Franja sobre las ciudades israelíes de la frontera? Yo creo que ninguna y que, más bien, esta operación militar en la que, hasta el momento de escribir estas líneas, han muerto ya más de 600 palestinos, entre ellos gran número de niños y civiles inocentes, y causado millares de heridos, tendrá el efecto de una poda en la comunidad palestina de la que Hamás saldrá reforzada y muy disminuido el sector moderado, es decir, la Autoridad Nacional Palestina liderada por Mahmud Abbas.
Para que la razón esgrimida como justificación del ataque por Ehud Olmert y sus ministros tuviera visos de realidad, Israel debería volver a ocupar Gaza con un enorme despliegue militar permanente o perpetrar un genocidio que ni siquiera los más fanatizados de sus halcones se atreverían a asumir, ni, esperemos, el resto del mundo toleraría, aunque la opinión pública internacional ha mostrado ya más de una vez una supina indiferencia en lo que respecta a la suerte de los palestinos. La verdad de los hechos es que, por más feroz que haya sido el castigo infligido por el Ejército de Israel a Gaza, y precisamente debido al sentimiento de impotencia y odio por lo ocurrido del millón y medio de palestinos que viven hambreados y medio asfixiados en esa ratonera, lo probable es que, una vez que el Tsahal se retire de la Franja y se restablezca "la paz", las acciones terroristas se renueven con nuevos bríos y un deseo de venganza atizado por los sufrimientos de estos días.
Los defensores de los bombardeos y la invasión responden a sus críticos con esta pregunta: "¿Hasta cuándo puede resistir un país que sus ciudades sean víctimas de cohetes terroristas lanzados desde sus fronteras a lo largo de días y meses por una organización como Hamás que no reconoce la existencia de Israel ni oculta su propósito de acabar con él?". La pregunta es muy pertinente, desde luego, y nadie que no sea un fanático o un terrorista puede justificar el acoso criminal constante de Hamás contra las poblaciones civiles de Israel. Ahora bien, si se trata de buscar las causas del conflicto es, a mi juicio, deshonesto quedarse sólo allí, en los cohetes artesanales de Hamás, y no retroceder un poco más en el tiempo para entender -lo que no quiere decir justificar, claro está- lo que sucede en ese explosivo rincón del mundo.
La victoria electoral que llevó a Hamás al poder en la Franja no fue un acto de adhesión masivo de los palestinos de Gaza al fanatismo integrista ni a las acciones terroristas sino un rechazo perfectamente legítimo de los ciudadanos a la ineficiencia y, sobre todo, a la descarada corrupción de los dirigentes de la Autoridad Nacional Palestina. Y, también, un típico acto autodestructivo al que los seres humanos, individuos o colectividades, son propensos cuando llegan a situaciones límite, de indefensión y desesperación totales.
Desde luego que la retirada de Israel de Gaza y el abandono de los 21 asentamientos de colonos que allí había, en el verano de 2005, despertó grandes esperanzas de que este gesto impulsara el proceso de paz que debería conducir a la creación de un Estado Palestino que coexistiera con Israel y le garantizase su seguridad en el futuro. No sólo no ocurrió así. Hamás se alzó con el poder y sus disputas con Al Fatah -con tiroteos y asesinatos de por medio-, por una parte, y, por otra, la política de Israel de incomunicar a Gaza y mantenerla en una suerte de cuarentena implacable, impidiéndole exportar e importar, cerrándole el uso del aire y del mar, permitiendo que sus pobladores salieran de ese gueto sólo a cuentagotas y después de trámites abrumadores y humillantes, contribuyeron al gran "fracaso económico" que hoy día los halcones de Israel exhiben como prueba de la incompetencia de los palestinos para gobernarse a sí mismos.
Me pregunto si algún país en el mundo hubiera podido progresar y modernizarse en las condiciones atroces de existencia de la gente de Gaza. Nadie me lo ha contado, no soy víctima de ningún prejuicio contra Israel, un país que siempre defendí, y sobre todo cuando era víctima de una campaña internacional orquestada por Moscú que apoyaba toda la izquierda latinoamericana. Yo lo he visto con mis propios ojos. Y me he sentido asqueado y sublevado por la miseria atroz, indescriptible, en que languidecen, sin trabajo, sin futuro, sin espacio vital, en las cuevas estrechas e inmundas de los campos de refugiados o en esas ciudades atestadas y cubiertas por las basuras, donde se pasean las ratas a la vista y paciencia de los transeúntes, esas familias palestinas condenadas sólo a vegetar, a esperar que la muerte venga a poner fin a esa existencia sin esperanza, de absoluta inhumanidad, que es la suya. Son esos pobres infelices, niños y viejos y jóvenes, privados ya de todo lo que hace humana la vida, condenados a una agonía tan injusta y tan larval como la de los judíos en los guetos de la Europa nazi, los que ahora están siendo masacrados por los cazas y los tanques de Israel, sin que ello sirva para acercar un milímetro la ansiada paz. Por el contrario, los cadáveres y ríos de sangre de estos días sólo servirán para alejarla y levantar nuevos obstáculos y sembrar más resentimiento y rabia en el camino de la negociación.
Todo esto lo saben, mucho mejor que yo o que cualquier observador, los dirigentes de Israel, que pueden haber perdido los sentimientos y la moral, pero no la inteligencia. La clase dirigente israelí es de muy alto nivel, bastante más culta y preparada que la del promedio occidental. Y, si es así, ¿para qué desatar una operación militar que no va a acabar con el terrorismo de los fanáticos de Hamás y que, en cambio, va a servir para desprestigiar a un Estado que con acciones punitivas como ésta ha perdido ya esa superioridad moral que tuvo sobre sus enemigos en el pasado, por ejemplo cuando Yitzhak Rabin firmó los Acuerdos de Oslo de 1993?
Creo que la respuesta es la siguiente: desde el fracaso de las negociaciones de Camp David y de Taba del año 2000-2001, en las que el Gobierno israelí presidido por Ehud Barak estuvo dispuesto a hacer unas importantes concesiones que Arafat cometió la insensatez de rechazar, la sociedad israelí, profundamente decepcionada, ha vivido un proceso de derechización radical y, en su gran mayoría, llegado a la conclusión de que no hay acuerdo razonable posible con los palestinos. Y que, por lo tanto, sólo una política de fuerza, de represión y castigo sistemáticos, los doblegará, haciéndoles aceptar, al final, una paz impuesta según las condiciones de Israel. Esto explica la popularidad que tuvo Ariel Sharon y el crecimiento del apoyo al movimiento de los colonos que siguen instalando asentamientos por doquier en Cisjordania y a la construcción del Muro que aísla, cuartea y reduce como una piel de zapa a la Cisjordania palestina. Y esto explica, también, que, desde que empezaron a llover las bombas sobre Gaza, haya subido como flecha la popularidad de los laboristas de Ehud Barak, el actual ministro de Defensa, y de la líder de Kadima, la canciller Tzipi Livni, quienes, gracias a la operación militar contra Gaza, han recortado la ventaja que les llevaba, cara a las próximas elecciones, el conservador Benjamín Netanyahu. No hay que olvidar que, según las encuestas, más de dos tercios de los israelíes aprueban la acción militar contra Gaza.
"Nuestros corazones se han endurecido y nuestros ojos se han nublado", dice el periodista israelí Gideon Levy, en un artículo aparecido en el diario Haaretz el 4 de enero de 2009, comentando la incursión del Tsahal en Gaza. Como todo lo que escribe, su texto transpira decencia, lucidez y coraje. Es un lamento por esa progresiva desaparición de la moral en la vida política de su país, aquel fenómeno que, según Albert Camus, precede siempre los cataclismos históricos, y una crítica a esos intelectuales progresistas como Amos Oz y David Grossman que, antes, solían protestar con energía contra hechos como el bombardeo de Gaza y ahora, tímidamente, reflejando la involución generalizada de la vida política israelí, sólo se animan a reclamar la paz. Gracias por demostrarnos que todavía quedan justos en Israel, amigo Gideon Levy.
© Mario Vargas Llosa, 2008.
© Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Diario EL PAÍS, SL, 2008.

martes, 6 de enero de 2009

So bre el final de la Guerra civil. Gabriel JacKson

• ELPAIS.com

TRIBUNA: GABRIEL JACKSON
¿Se puede dar por cerrada la Guerra Civil?
GABRIEL JACKSON 30/11/2008

Todas las guerras son crueles, y las guerras civiles parecen especialmente crueles porque dividen familias, clases sociales y hermandades profesionales dentro de un mismo país. Pero la forma de terminarlas puede influir de manera considerable en las actitudes de los supervivientes y de generaciones posteriores. En el caso de la guerra civil de Estados Unidos, la guerra de secesión, la victoria del norte hizo que Estados Unidos siguiera siendo una sola nación y que se aboliera la esclavitud en toda esa nación, incluida la zona de la derrotada Confederación sudista. Inmediatamente después de la rendición del general Robert E. Lee, el presidente Abraham Lincoln y el general en jefe Ulysses Grant ordenaron a los líderes sudistas que disolvieran sus tropas, regresaran a sus casas y reanudaran sus ocupaciones en la vida civil. Como en todas las guerras, se habían producido asesinatos y crueldades innecesarias, pero no había habido campos de concentración para los vencidos ni una política de encarcelamiento prolongado ni ejecuciones sin fin por parte del gobierno victorioso.
A largo plazo, el fin de la guerra de secesión y la restauración de la democracia constitucional en los antiguos Estados confederados significaron también que, como la clase dirigente blanca volvió a sus posiciones de poder, los antiguos esclavos y sus hijos se vieron legalmente privados de los derechos que tenían los ciudadanos blancos. Hubo que esperar a la década de 1960, un siglo después de la guerra, tras la plena participación de soldados negros en la defensa de la democracia occidental en dos guerras mundiales y después de decenios de lucha de un movimiento de derechos civiles, para que un presidente blanco y originario del Sur, Lyndon Johnson, firmara las leyes de derechos civiles que, por fin, permitieron que los negros estadounidenses fueran ciudadanos de pleno derecho, hasta desembocar en el hecho de que acabemos de elegir a un presidente negro. Y, a lo largo del siglo XX, cuando personas del norte como el que esto escribe viajábamos por diversos Estados del sur, veíamos con frecuencia estatuas de Robert E. Lee y otros héroes políticos y militares de la Confederación derrotada, pero nunca se nos ocurrió exigir que quitaran esas estatuas.
¡Qué distintos fueron el desarrollo y las consecuencias de la Guerra Civil en España! El propósito del alzamiento militar de julio no fue liberar a esclavos ni defender un Gobierno democrático legítimo, sino destruir el primer -y muy imperfecto- experimento de democracia política en España y eliminar físicamente, dentro o fuera del campo de batalla, a todos aquellos a quienes se consideraba comunistas, ateos, anarquistas, masones, etcétera. Después llegó una dictadura de 36 años que incluyó miles de ejecuciones políticas -más en el primer de-
cenio- y la continuación de sentencias de cárcel por motivos políticos y de esporádicas condenas a muerte hasta al final.
Sin embargo, para inmensa fortuna del sufrido pueblo español, el joven rey designado por Franco como sucesor y una parte importante de los hijos de la clase media y alta que había apoyado a Franco se habían convencido poco a poco de que a España le era mucho más beneficiosa una democracia constitucional que la continuación del Movimiento. Esta actitud y la sed de libertad de los vencidos y sus descendientes hicieron posible la transición de una dictadura militar de derechas a una monarquía democrática constitucional.
¿Por qué, entonces, han vuelto a convertirse la Guerra Civil y la dictadura posterior en objeto de enconadas disputas en la conciencia pública española? El principal factor, en estos momentos, es la enorme diferencia de trato recibido por el recuerdo público de los muchos miles de víctimas de asesinatos según fueran personas partidarias del alzamiento militar o de la defensa de la república. Las víctimas de los paseos llevados a cabo por incontrolados anarquistas o agentes estalinistas recibieron honras fúnebres siempre que fue posible recuperar sus cuerpos y, en cualquier caso, durante toda la Guerra Civil y la dictadura de Franco, fueron objeto colectivo del homenaje de la Iglesia y el Estado. Las víctimas, mucho más numerosas, de las incursiones falangistas en las prisiones y los juicios en tribunales de guerra sin un mínimo de defensa legal, seguidos de enterramientos de masas en tumbas anónimas, sólo podían ser recordadas en asustado silencio por sus familiares y amigos. Mientras Franco vivía, cualquier homenaje a su memoria era imposible; en los primeros 20 o 30 años de la Monarquía constitucional, la mayoría de la gente permaneció callada porque no había seguridad de cuánto iba a durar la libertad recién adquirida o porque aceptaba de mejor o peor grado la idea de que era mejor olvidarse del pasado, no "remover las brasas" de una guerra que, al fin y al cabo, había terminado hacía más de 50 años.
En mi opinión, si la reconciliación general de los dos bandos de la Guerra Civil dependiera sólo de restaurar la dignidad de los asesinados por la derecha y por la izquierda, sería posible dar por zanjada la cuestión en el contexto de la actual Ley de Memoria Histórica. Por comparar, si la gran mayoría de los alemanes ha reconocido los crímenes del régimen nazi; si la gran mayoría de los estadounidenses ha reconocido los crímenes colectivos de la esclavitud y posteriormente la segregación; y si la mayoría de los surafricanos ha aprobado el final del apartheid, no cabe duda de que la inmensa mayoría de los españoles podría reconocer el carácter criminal de una represión que duró décadas y ejecutó a más de 100.000 no combatientes.
Sin embargo, lo que ocurre en España, una parte importante del problema, es que la sociedad española en su conjunto no ha juzgado la dictadura de Franco como régimen criminal, en el mismo sentido en el que Alemania condenó el régimen nazi, Suráfrica condenó el apartheid y Estados Unidos condenó la esclavitud y el siglo de segregación que siguió al fin de la esclavitud. Existe una parte pequeña pero sustancial de la población española que opina que la palabra República no fue más que un sinónimo de incompetencia y desorden, que recuerda la violencia laboral, las amenazas contra la Iglesia y la burguesía y las promesas de uno u otro tipo de revolución colectivista en la primavera de 1936. Para esa minoría sustancial, el alzamiento militar fue un esfuerzo justificado, un pronunciamiento tradicional español como método para restablecer el orden público. Esas personas, aunque reconocen la extrema crueldad del régimen de Franco, consideran que la izquierda revolucionaria fue más responsable de la Guerra Civil y sus terribles consecuencias que el alzamiento del 18 de julio.
En estas circunstancias, con la opinión nacional fuertemente dividida, la Ley de Memoria Histórica cumple el propósito justo de permitir que las familias que perdieron a miembros en la salvaje represión franquista descubran todo lo posible, entre 30 y 70 años después, de los restos físicos de sus seres queridos, y que vean sus nombres limpios de acusaciones penales injustas. El Gobierno actual también ha actuado de manera honorable al conceder la ciudadanía a los exiliados republicanos y sus hijos, así como a los miembros de las Brigadas Internacionales que lucharon en defensa de la República. Y, desde luego, debería ser posible, aunque sin duda controvertido, anular por completo las condenas de prisión y muerte dictadas por los tribunales sin que se permitiera ninguna defensa ni se mostrara ninguna preocupación profesional por la veracidad de las acusaciones. Sin embargo, el trato reciente dado al esfuerzo del juez Garzón para documentar en la mayor medida posible las purgas mortales realizadas por los generales rebeldes y sus seguidores deja bien claro que muchos ciudadanos conservadores no creen que dichas purgas constituyeran crímenes contra la humanidad.
Existe un viejo dicho que siempre ha tenido un gran significado para mí como historiador: la verdad os hará libres. En realidad, me parece una frase demasiado categórica. Pero sí estoy convencido de que la voluntad de reconocer la verdad, por desagradable que sea, es un requisito indispensable para superar los recuerdos amargos que pueden transmitirse mientras no haya un relato claro, cualitativo y cuantitativo, de los crímenes cometidos por los militares rebeldes, la Falange, los "incontrolados", los agentes estalinistas y la escoria criminal que, en cualquier sociedad, se aprovecha de los odios de clase y la desintegración del orden público.
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.
Gabriel Jackson es historiador estadounidense.