martes, 25 de agosto de 2009

MEMORIA E HISTORIA

Tony Juddt

A LA RECHERCHE DU TEMPS PERDU:
FRANCIA Y SUS PASADOS



Cuando conduces por las autoroutes de Francia, con su extraordi¬nario trazado e impecable diseño, no puedes dejar de ver los insólitos paneles de información colocados a la derecha a intervalos frecuentes. Llamativos pero de alguna forma discretos, en cálidos colores ocre, suelen aparecer a pares. Primero viene un panel de dos o tres sím¬bolos -lo suficientemente sencillo y preciso como para despertar el interés del conductor, pero no evidente: un racimo de uvas, quizá, una representación estilizada de un edificio o una montaña-.
Entonces, un kilómetro más adelante aproximadamente, después de haberte dado tiempo para preguntarte qué significaba, el panel se explica en un segundo panel, colocado de forma parecida, que in¬dica que estás pasando por los viñedos de Borgoña, la catedral de Reims o el monte Sainte-Victoire. Y allí, a la derecha o a la izquier¬da (el segundo panel tiene una útil flecha que sugiere hacia dónde hay que mirar), surge al momento un viñedo, una aguja gótica o la montaña favorita de Cézanne.
Los paneles no siempre están acompañados o seguidos de un des¬vío. Su propósito no es guiarte a lo que describen, y mucho menos proporcionarte algún tipo de información sobre ello. Están ahí para aliviar el aburrimiento de conducir a gran velocidad, para decir al viaje
ro de las autopistas modernas por dónde está pasando sin que sea consciente de ello. Y hay una ironía evidente en el hecho de que tie¬nes que viajar por carreteras que te separan rigurosamente de las mi¬nucias del paisaje para que te interpreten el paisaje.
Además, esos paneles son intencionada y francamente didácticos: te hablan del pasado francés -o de actividades presentes (como la viticultura) que dan continuidad al pasado- de formas que refuerzan cierta concepción del país. Ah, decimos, sí: la batalla de Verdún, el anfiteatro de Nimes, los maizales de la Beauce. Y mientras reflexionamos sobre la variedad y la riqueza del país, sobre las antiguas raíces y los traumas modernos de la nación, compartimos con otros cierta memoria de Francia. Se nos guía a más de 100 kilómetros por hora a por el Museo de Francia que es la propia Francia.
Francia es única, pero no está sola. Vivimos en una era de con conme¬moración. Por toda Europa y Estados Unidos se están levantando monumentos colocando placas, declarando lugares históricos para re¬cordarnos nuestro patrimonio. En el escenario de la batalla de las Termópilas, en Grecia, el monumento a Leónidas (erigido en 1955) reproduce un antiguo texto en el que se exhorta al viajero a recordar la heroica derrota de los espartanos a manos de Jerjes en e1480 a.C. Los ingleses hace mucho que celebran y conmemoran derrotas (desde Hastings en el 1066 hasta Dunkerque en 1940); Roma es un monumento vivo de la civilización occidental y la breve historia de Estados se recuerda, encarna, representa y monumentaliza por todo el país, desde el Colonial Williamsburg hasta el monte Rushmore.
No obstante, en nuestros días hay algo nuevo. Conmemoramos mu¬chas más cosas; estamos en desacuerdo sobre qué conmemorar y como, y mientras que, hasta hace poco (en Europa al menos), el sentido de un museo, una placa o un monumento era recordar a la gente lo que, ya sabía o pensaba que sabía, hoy tienen un propósito diferente. Están ahí para indicar a la gente cosas que puede que no sepa, que qui¬zá haya olvidado o no haya aprendido nunca. Vivimos con un temor creciente a olvidar el pasado, a que de alguna manera se extravíe en¬tre la profusa cacharrería del presente. Conmemoramos un mundo que hemos perdido, algunas veces incluso antes de haberlo perdido.
A1 levantar recordatorios o réplicas formales de algo que debe¬ríamos recordar, nos arriesgamos a un olvido mayor : haciendo que ¬unos símbolos o restos representen el todo, nos entregamos a una ilusión. En palabras de JamesYoung: «Una vez que asignamos forma mo¬numental a la memoria, hasta cierto punto nos hemos despojado de la obligación de recordar... Suponiendo que nuestros edificios con¬memorativos siempre estarán ahí como recordatorio, nos despedi¬mos de ellos y volvemos sólo cuando nos conviene». Es más, los mo¬numentos -por ejemplo, las estatuas conmemorativas de guerras- ¬con el tiempo se funden imperceptiblemente con el paisaje: se convierten en parte del pasado, más que un recordatorio de él .
En Estados Unidos el debate sobre estas cuestiones generalmente tiene lugar bajo el signo de «,guerras de memoria». ¿Quién tiene derecho a diseñar una exposición, asignar un sentido a un campo de batalla o inscribir una peana o una placa? Se trata de escaramuzas tác¬ticas en el más amplio conflicto cultural sobre la identidad: nacional, regional, lingüística, religiosa, racial, étnica, sexual. En Alemania (o en Polonia) las discusiones sobre cómo recordar o conmemorar el pasado reciente han quedado reducidas a una incómoda atención compensatoria al exterminio de los judíos europeos -planeado en Alemania, ejecutado en Polonia-. En vez de registrar y dar forma al orgullo y la nostalgia, en esas circunstancias la conmemoración des¬pierta (y eso es lo que se pretende) dolor e incluso ira. La conme¬moración pública del pasado, otrora un recurso para evocar y fo¬mentar los sentimientos de unidad comunal o nacional, se ha convertido en una ocasión para la división cívica, como en la disputa sobre si debe construirse en Berlín un monumento al Holocausto.
El lugar del historiador en todo esto es crucial pero oscuro. No de¬bería exagerarse la diferencia entre memoria e historia: los histo¬riadores no nos limitamos a recordar en nombre del resto de la co¬munidad, pero desde luego también hacemos eso. Después de todo, el mero recuerdo, en palabras de Kundera, sólo es una forma de ol¬vido y el historiador es responsable, como mínimo, de corregir esta desmemoria. Por ejemplo, en Niza se ha cambiado el nombre de la principal calle comercial y ahora hay una placa con la inscripción: «Avengueda Jean Médecin Consou de Nissa 1928-1965». Esto es un intento políticamente correcto, en el contexto francés, de recordar a los que pasan que los habitantes locales en el pasado hablaron un dialecto provenzal italianizante y de invocar en nombre de la iden¬tidad distintiva de la ciudad el recuerdo de esa lengua. Pero Jean Mé¬decin, alcalde de Niza entre 1928 y 1965, no tuvo particular interés en los dialectos o las costumbres locales, no utilizó la forma antigua de su nombre y su cargo, y era tan francés y tan francoparlante como se pueda serlo, lo mismo que la mayoría de sus electores en su tiem¬po. Este caso puede ser representativo de muchos en los que un fal¬so pasado ha sustituido al real por razones del presente; aquí, al me¬nos, el historiador puede contribuir a restituir la memoria.
Así pues, los historiadores trabajamos con la memoria. Y llevamos mucho tiempo criticando y corrigiendo la memoria oficial o pública, que sirve a sus propios fines. Además, al escribir sobre la historia con¬temporánea o casi contemporánea, la memoria es una fuente crucial: no sólo porque añade detalles y perspectiva, sino porque lo que la gente recuerda y olvida, y los usos que se dan a la memoria, también son materiales básicos de la historia. Saul Friedlánder ha hecho un uso ejemplar de la memoria -la suya y la de los demás- en su his¬toria de la Alemania nazi y los judíos; Henry Rousso relató con efec¬tividad la forma en que los franceses recordaron y olvidaron sucesi¬vamente los años de Vichy en una historia de la Francia de la posguerra. La memoria aquí se convierte en sujeto de la historia, mien¬tras que la historia retoma, al menos en parte, un antiguo papel más mnemónicos.
Así, cuando el historiador francés Pierre Nora traza una clara dis¬tinción entre la «memoria», que «brota de grupos a los que mantie¬ne unidos», y la «historia», que «pertenece a cada uno y a nadie, y por lo tanto tiene vocación universal», en principio parece que está esta¬bleciendo un contraste demasiado marcado. Seguramente todos estamos de acuerdo en que unas líneas tan nítidas de separación de las formas subjetiva y objetiva de entender el pasado son reliquias ar¬bitrarias y borrosas de un enfoque antiguo e inocente del estudio his¬tórico. ¿Cómo es que el director del proyecto moderno más impor¬tante e influyente para diseccionar una memoria histórica nacional decide comenzar haciendo hincapié en una distinción tan rígida?'
Para comprender el enfoque de Nora y el significado cultural de la vasta obra colectiva de tres partes, publicada en siete volúmenes que totalizan 5.600 páginas, sobre Les Lieux de mémoire [Los lugares de la memoria], que ha editado entre 1984 y 1992, debemos volver a Fran¬cia y a su experiencia única. Francia no es sólo el Estado nacional más antiguo de Europa, con una historia ininterrumpida de administra¬ción pública, lengua y gobierno centrales que se remonta al menos hasta el siglo XII; también era el que menos había cambiado de to¬dos los países de Europa hasta muy recientemente. El paisaje de Fran¬cia, la comunidad rural y su forma de vida, las ocupaciones y rutinas de la existencia diaria en las ciudades y pueblos de las provincias ha¬bían sido menos transformados por la industria, las comunicaciones modernas o los cambios sociales y demográficos que en Gran Breta¬ña, Alemania, Bélgica, Italia u otros estados occidentales comparables.
De la misma forma, la estructura política del país -sus formas de administración nacional y provincial, las relaciones entre el centro y las localidades, la jerarquía de la autoridad legal, fiscal, cultural y pe¬dagógica, que alcanzaba desde París hasta la aldea más pequeña se había modificado relativamente poco a lo largo de los siglos. Por supuesto la forma política de la Francia del antiguo régimen fue destruida en Revolución. Pero su contenido y estilo autoritarios fueron fielmente reproducidos por los herederos imperiales y republi¬canos de la monarquía Borbón, de Robespierre a FranÇois Mitterrand, pasando por Napoleón Bonaparte y Charles de Gaulle.
Las sucesivas convulsiones políticas del siglo XIX marcaron relati¬vamente. poco la experiencia diaria de la mayoría de los franceses una vez que las aguas volvían a su cauce. Incluso las divisiones políticas posrevolucionarias del país -izquierda/derecha, monárquico/re¬publicano, comunista/ gaullista- se asentaron con el tiempo en la topografía cultural nacional y sedimentaron capas de hábitos políti¬cos cuyos propios cismas formaban parte de la experiencia común francesa. En palabras de Philippe Burrin: «Francia ha tendido a con¬cebir sus conflictos en términos históricos y a concebir su historia en términos de conflicto»6.
En la década de 1970 y comienzos de la de 1980, a los franceses les parecía que este edificio -que se recuerda y describe afectuosamente como la France profonde, la douceFrance, la bonne vieilleFrance, la Fran¬ce éternelle-se les estaba desplomando sobre la cabeza. La moderni¬zación agrícola de los años cincuenta y sesenta, la emigración a las ciudades de los hijos e hijas de campesinos, había ido despoblando y vaciando el campo, al tiempo que se hacía mucho más productivo. Las ciudades, conservadas durante largo tiempo en una insípida ge¬latina urbana de decadencia y subinversión, de repente se encontra¬ron llenas de gente y energía. La revitalizada economía nacional llevó a cabo una transformación de los trabajos, pautas de transpor¬te y tiempo de ocio de una nueva clase de habitantes urbanos. Ca¬rreteras y ferrocarriles en los que durante décadas se habían acumu¬lado malas hierbas y suciedad fueron reconstruidos, rediseñados o sustituidos por una red prácticamente nueva de comunicaciones na¬cionales.
Buena parte de esto comenzó casi de forma inadvertida en la som¬bría era de la posguerra y se aceleró durante los años de gran pros¬peridad y optimismo de la década de 1960. Pero su efecto sólo se apre¬ció una década después -hasta entonces lo único que en todo caso había atraído comentarios eran los cambios y las ventajas, más que las pérdidas-. Y cuando Francia comenzó a volver la vista colectivamente con ansiedad y perplejidad a un pasado que la mayoría de los adultos podía recordar de su propia niñez y que estaba desapareciendo rá¬pidamente, esta sensación de pérdida coincidió con el imparable de¬rrumbamiento del otro elemento eterno de la vida francesa, la cul¬tura política heredada de 1789. Gracias al historiador FranÇois Furet y sus colegas la Revolución fue retirada de su pedestal y dejó de determinar con su proyección a través de los siglos la forma de entenderse así misma cíe la comunidad política francesa. En un proceso relacionado, durante los años setenta el Partido Comunista dejó de ser una estrella constante del firmamento ideológico y su prestigio cayó junto con sus votos; en el universo político paralelo de la intelli¬gentsia, el marxismo también perdió su atractivo.
En 1981 fue elegido un presidente socialista por sufragio popular y en menos de dos años procedió a abandonar todos los principios del socialismo tradicional, en particular la promesa de un grand soir o ruptura revolucionaria, que había caracterizado a la izquierda des¬de 1972 y que, en parte, había contribuido a llevarle a él al poder. La de¬recha ya no estaba agrupada en torno a la persona y al aura de Char¬les de Gaulle, que había fallecido en 1970, y la medida fundamental del conservadurismo político en Francia -la tendencia de los vo¬tantes conservadores a ser católicos practicantes- se vio reducida por la caída de la observancia religiosa pública cuando las iglesias de los pueblos y ciudades pequeñas perdieron a sus feligreses, que los estaban abandonando por los centros metropolitanos. A comien¬zos de los años ochenta, los antiguos fundamentos de la vida pública francesa parecían estar desmoronándose.
Por último, y con cierto retraso, los franceses -al menos en el re¬lato de Nora- se dieron cuenta de que Francia había perdido par¬te de su estatus internacional7. Ya no era una potencia mundial, ni si¬quiera la potencia regional más importante, debido al continuado ascenso de Alemania Occidental. Cada vez había menos gente en el mundo que hablara francés y entre el dominio económico y cultural de Estados Unidos y la reciente entrada del Reino Unido en la Co¬munidad Europea, la hegemonía universal del inglés estaba en el ho¬rizonte. Prácticamente se había quedado sin colonias y un legado de los años sesenta -el renovado interés en las lenguas y la cultura lo¬cales y regionales- parecía amenazar la integridad y la unidad de la propia Francia. A1 mismo tiempo, otro legado de los sesenta-la exi¬gencia de iluminar los rincones más oscuros del pasado nacional¬ estaba despertando interés por el régimen de Vichy durante la gue¬rra que De Gaulle y sus contemporáneos habían tratado de dejar atrás en aras de la reconciliación nacional.
En lo que a los temerosos observadores locales les parecía un solo proceso interrelacionado, Francia se estaba modernizando, empe¬queñeciendo y fragmentando, todo al mismo tiempo. Mientras que la Francia de por ejemplo 1956 había sido en casi tolos los aspectos importantes similar a la de 1856- incluso en una extraordinaria continuidad de pautas geográficas en los credos políticos y religiosos-, la Francia de 1980 no se parecía mucho ni siquiera a la de diez años antes. Daba la impresión de que no quedaba nada a lo que agarrarse: ni mitos, ni gloria, ni campesinos. Como lo expresó Pascal Ory con melancólica ironía en su entrada «Gastronomía» en Realms of Memory: «Será la cuisine francesa lo único que permanece cuando todo lo de¬más ha caído en el olvido?»8.
El ambicioso proyecto de Pierre Nora nació en este tiempo de duda y pérdida de confianza. Incluso parecía urgente, pues todos los pun¬tos de referencia fijos estaban desapareciendo y la «ancestral estabi¬lidad» se había acabado. Lo que había sido vida cotidiana se estaba convirtiendo en objeto histórico. Las estructuras centenarias de la vida francesa, de las formas de los campos de labranza a las proce¬siones religiosas, de las memorias locales transmitidas generación tras generación a la historia nacional oficial conservada en palabra y pie¬dra, todas ellas estaban desapareciendo o ya lo habían hecho. Toda¬vía no eran historia, pero ya no formaban parte de una experiencia nacional común.
Había una necesidad apremiante de captar el momento, de des¬cribir una Francia que estaba pasando con inquietud de un pasado experimentado a uno histórico, de fijar históricamente un conjunto de tradiciones nacionales que se estaba deslizando fuera del ámbito de la memoria vivida. Los lieux de mémoire, como explica Nora en su en¬sayo introductorio, «existen porque ya no hay milieux de mémoire, ám¬bitos en los que la memoria sea una parte real de la experiencia co¬tidiana». Y ¿qué son los lieux de mémoire? « [Son] fundamentalmente vestigios [...] los rituales de una sociedad que carece de rituales; in¬cursiones efímeras de lo sagrado en un mundo desencantado: vesti¬gios de lealtades locales en una sociedad que está borrando rápida¬mente todos los localismos»9.
Les Lieux de mémoire es una empresa espléndida y muy francesa. En¬tre 1984 y 1992 Pierre Nora reunió a casi ciento veinte estudiosos, casi todos franceses (la gran mayoría historiadores profesionales) y les puso a la tarea de captar, en 128 entradas, lo que es (o era) Francia. Los criterios de inclusión cambiaron con el tiempo. El primer volu¬men publicado trataba La Republique y estaba dedicado a las formas simbólicas, monumentales, conmemorativas y pedagógicas de la vida republicana en la Francia moderna; el Panteón de París era un ejemplo destacado . El segundo tomo -tres veces más voluminoso que el anterior- trataba de La Natión y abarcaba Iodo, desde la geografía y la historiografía hasta los símbolos y encarnaciones de la gloria (Verdún, el Louvre), la importancia de las palabras (la Academie française) y la imagen del Estado (Versalles, la Estadística Nacio¬nal, etcétera). El tercero –Les Frances- es más extenso que los otros dos juntos y contiene prácticamente todo lo que se puede relacionar con Francia y que no estaba incluido en los otros dos volúmenes.
Por lo tanto, para 1992 el proyecto se había alejado de sus orígenes y había adquirido aspiraciones enciclopédicas. También había des; - parecido el interés por lo metodológico de los dos primeros volumenes. En el prefacio de Nora a la edición en lengua inglesa es revelador el contraste con su introducción al primer volumen, publicada doce años antes: «Un lieu de mémoire es cualquier entidad significativa, de na¬turaleza material o no material, que por la voluntad humana o la obra del tiempo se haya convertido en un elemento simbólico del patri¬monio memorial de cualquier comunidad (en este caso, la comuni¬dad francesa) ». Es difícil pensar algo -una palabra, un lugar, nom¬bre, acontecimiento o idea- que no pueda entrar en esa definición. Como señaló un comentarista extranjero: «A1 final, el lector extran¬jero pierde el hilo. ¿Hay algo que no sea un lieu de mémoire?»10.

Pierre Nora siempre ha insistido en que había concebido el pro¬yecto como una especie de historia contraconmemorativa que de¬construyera, por así decirlo, los mitos y memorias que registra. Sin embargo, como admite con pesar en su conclusión en el último vo¬lumen, la obra ha tenido un extraño destino: la conmemoración la ha alcanzado y se ha convertido a su vez en una suerte de lieu de mé¬moire académico. Y ello por varias razones. En primer lugar, Nora es una figura muy poderosa en la vida intelectual francesa y consiguió la participación de algunos de los mejores estudiosos de Francia para su gran obra; sus ensayos son pequeñas obras maestras, aportaciones clásicas al tema. Como cabía esperar, estos libros han adquirido algo del estatus -y de las desventajas- de una obra de referencia 11 .
En segundo lugar, el antiguo «canon» nacional de la memoria his¬tórica -qué se consideraba parte de la herencia o patrimoine francés y por qué- se ha derrumbado. Ése es el tema de Nora. En sus pro¬pias palabras: «La disolución del marco unificador del Estado-nación ha hecho explotar el sistema tradicional que era su expresión sim¬bólica concentrada. Ya no hay un superyó conmemorativo: el ca¬non ha desaparecido Por lo tanto, si en el pasado se controlaba cuidadosamente el valor estético y pedagógico del patrimonio nacional, hoy cualquier cosa es material para la memoria y la conmemoración 12.
El proceso se aceleró considerablemente en 1988, con las adicio¬nes, políticamente calculadas, del ministro de Cultura de Mitterrand, Jack Lang, a la lista de objetos protegidos en el patrimoine culturel fran¬cés (que antes se limitaba a heredades como el Pont du Gard o las mu¬rallas que Felipe III el Atrevido hizo construir en Aigues-Mortes) : un belén provenzal del siglo XIX y el mostrador de mármol del Café du Croissant en el que el líder socialista Jean Jaurés bebió su última taza de café antes de ser asesinado en julio de 1914. Y poniendo un bo¬nito toque posmoderno, la fachada del Hótel du Nord, que se en¬cuentra en lamentables condiciones, en el Quai de Jemappes de Pa¬rís, se sumó al patrimoine nacional en nostálgico homenaje a la popular película de Marcel Carné que lleva ese nombre, aunque la película se rodó en estudio en su totalidad.
Esta recuperación de objetos de conmemoración elegidos de for¬ma aleatoria testimonia el quiebre de la continuidad del tiempo y la memoria en una cultura hasta el momento centralizada, y Nora es¬taba en lo cierto cuando la invocaba al explicar el origen de sus lieux de mémoire. Pero lo que era nuevo en los años ochenta ahora es un lu¬gar común y un tropo estándar en los estudios de la memoria y la tra¬dición en sociedades cambiantes. Como paradójico resultado, la in¬gente tarea de recuperación y registro por parte de Nora de memorias y conmemoraciones no ha resultado ser tanto un punto de partida para nuevas ideas sobre el tema como un objeto de admiración re¬verencialmente reconocido: «merece un viaje».
La tercera razón de la extraña trayectoria de esos libros es que a pesar de las muchas ideas brillantes que contienen los ensayos de Nora, la obra en su conjunto es incierta sobre sí misma: lo que co¬menzó como un melancólico ejercicio de autoanálisis nacional ter¬mina con una nota curiosamente convencional y casi solemne: «En estos símbolos en verdad descubrimos "lugares de memoria" en su mayor gloria»13. Probablemente esto sea un reflejo del cambiante es¬tado de ánimo en Francia en los años transcurridos desde que Nora concibió el proyecto -de una sensación de pérdida al orgullo nos¬tálgico-, pero resulta extraño que una obra de historia se involucre tan emocionalmente en su tema. Nora ha insistido en que no quería que esos volúmenes fueran sólo una «promenade touristique dans le jar¬din du passé»14, pero corren el riesgo de convertirse en eso.
También es inevitable que haya zonas del jardín que sufran un des¬cuido inexplicado, incluso bajo la panóptica mirada del editor. En nin¬guno de los volúmenes de Les Lieux de mémoire hay una entrada sobre Na¬poleón Bonaparte o sobre su sobrino Luis Napoleón, o incluso sobre la tradición política del bonapartisme que legaron a la nación. Esto es extraño. Como señaló Chateaubriand en las Memorias de ultratumba, a pro¬pósito de la anacrónica coronación de Carlos X en 1824: «A partir de ahora la figura del emperador se proyecta sobre todo lo demás. Está de¬trás de cada suceso y de cada idea: los siervos de esta ruin era se encogen a la vista de sus águilas» 15. Chateaubriand no era un observador neutral y ya no estamos en 1824, pero lo que dice aún es válido: para bien o para mal, Francia está imbuida del legado de Bonaparte. De los Inválidos al Arco del Triunfo, del Código Civil a los coqueteos periódicos de Fran¬cia con generales políticos, de la paralizante desconfianza republica¬na de un poder ejecutivo fuerte a la organización de archivos departa¬mentales, el espíritu de Napoleón aún sigue con nosotros.
De la misma manera, cada visitante moderno de París es benefi¬ciario (o víctima) de las ambiciones de Luis Napoleón y su Segundo Imperio. El Louvre de hoy es el suyo, pese a los esfuerzos de Mitterrand. La red de carreteras y transporte de París surgió de las ambiciones imperiales, frustradas o no. En el caso de Luis Napoleón, la falta de in¬terés directo en él y en su régimen que evidencia la obra dirigida por Nora puede reflejar una falta de interés más general en las ciudades, su planificación y el urbanismo en general: esto puede ser explicable por un esfuerzo quizá excesivo por registrar el romance de Francia con sus campesinos y su tierra 16
Ningún estudio de lieux de mémoire para Europa en su conjunto po¬dría dejar fuera a Napoleón -sus batallas, sus leyes, sus depredaciones, su imprevisto impacto sobre las resentidas sensibilidades nacionales en los Países Bajos, Italia y Alemania-. En muchas partes de Inglaterra y España se amenazaba a los niños desobedientes con Napoleón. Y su ausencia en la obra es un importante recordatorio de hasta qué pun¬to está centrada en Francia, incluso en sus silencios l7. Más de una vez Nora pone de relieve que Francia no sólo es única, sino que es indescriptiblemente especial. «Francia [tiene] una carga histórica ma¬yor que la de ningún país europeo», se nos dice l8. ¿De verdad? Los ale¬manes y los rusos, al menos, podrían poner objeciones; los polacos también.
Se nos anima a creer que sólo Francia tiene una historia y una me¬moria de magnitud suficiente para justificar y satisfacer las ambiciones de Les Lieux de mémoire. Más aún, para Nora, «Francia [...] es "una nación de memoria" en el mismo sentido en que los judíos, du¬rante siglos sin Estado y sin tierras, han sobrevivido a lo largo de la his¬toria como un pueblo de memoria». Y -sólo para remachar la idea-, al parecer, únicamente se puede hablar de lieux de mémoire en fran¬cés: «Ni en inglés, ni en alemán, ni en español hay un equivalente sa¬tisfactorio. Esta dificultad para traducirse a otra lengua ¿no sugie¬re ya algún tipo de singularidad? »19. Según Marc Fumaroli en «The Genius of the French Language», esta distinción lingüística tiene algo que ver con la tradición de la retórica francesa, heredada di¬rectamente del latín. Entonces, los italianos seguramente también la tienen; pero ¿quizá les faltan a ellos las cargas históricas necesa¬rias? Como dicen los italianos (no hay equivalente francés satisfac¬torio): magari.
¿Son estas características distintivamente francesas de Les Lieux de mémoire-el libro y las propias cosas- un obstáculo insuperable para la traducción? No: la versión en lengua inglesa, cuyo tercer volumen se publicó en junio (los dos anteriores aparecieron en 1996 y 1997) es un gran acontecimiento editorial en sí mismo. Está ilustrado con tanto gusto y profusión como el original, y la traducción, de Arthur Goldhammer, es maravillosa: sensible a los distintos estilos de los au¬tores y extraordinariamente segura y erudita en su comprensión de una gran variedad de términos técnicos e históricos. Es un placer leer estos libros, en inglés tanto como en francés*.
Incluso el título es un imaginativo salto entre culturas. Lieu [lu¬gar], en francés, se traduce al inglés como place [lugar] o site [sitio]. Así que lieux de mémoire [lugares de la memoria] podría ser en inglés memory sites o places of memory. Pero está claro que Nora pretendía que sus lieux indicaran conceptos, palabras y acontecimientos, además de. lugares reales, y la concreción del inglés significa que place no habría valido. Site podría haber servido, pero hay tantos sitios reales en la obra que el término podría haber sido engañosamente espacial. Realms of memory [ámbitos de memoria] plantea los problemas opues¬tos, claro está: realm en inglés moderno ha conservado sólo los usos más elevados de su primo francés, royaume, y es más bien abstracto, por lo que se diluye parte del énfasis en el suelo y el territorio, que es tan importante en la memoria francesa. ( la traducción que se está comentando, Realms of Memory: The Construction of the French Past, es una versión más breve en tres volúmenes, publicada en 1998 por Co¬lumbia University Press)
Pero, en comparación con otros compromisos intelectuales, es elegante y sugerente*. Es inevitable que haya cierta pérdida. Nora redujo prudentemente el número total de artículos de 128 a 44, aunque mantuvo la mayoría de los largos. Es una lástima que falten algunos de los ensayos que me¬jor captan el espíritu original de la empresa: Jean-Paul Poisson, por ejemplo, sobre «el oficio del notario», una figura fija en todas las pe¬queñas ciudades francesas y parte del ciclo vital de todo el que tuvie¬ra una propiedad para heredar, legar o disputar, lo que significaba gran parte de la población; o Jacques Revel sobre «la región», un ele¬mento crucial de la geografía mental y moral de cada habitante de Francia. Pero, como muchas otras aportaciones que no se han in¬cluido en la edición inglesa, tienen más interés para el lector francés, para quien precisamente son lugares de memoria. Quizá por esa ra¬zón la mayoría de los cortes se han hecho en los volúmenes interme¬dios sobre «la Nación», cuyas memorias e inquietudes más íntimas son menos accesibles a los de fuera.
Como resultado, al lector inglés se le ofrece algo mucho más pró¬ximo al espíritu del tercer volumen, Les Frances, en cuya estructu¬ra se reagrupan los ensayos traducidos. Se han conservado varios de los ensayos sobre el campo y la topografía de Francia, pero apenas alguno de las descripciones de rites de passage sociales o educacio¬nales -como recibir el bachot del liceo o ser aceptado en una gran¬de école— o de las iluminadoras aportaciones monográficas sobre los orígenes de la fascinación francesa con su propio patrimonio. De esta forma se diluye el interés original de Nora en lieux de mémoire como el Sacré Coeur en Montmartre o la fiesta nacional del 14 de julio en tanto que objetos conmemorativos para su disección, y el re¬sultado es una colección de ensayos de muy alta calidad sobre temas históricos convencionales en su mayor parte: divisiones y tradicio¬nes políticas y religiosas; instituciones, fechas, edificios y libros significativos.
Dentro de estos límites, esta nueva traducción pone al alcance de los lectores en lengua inglesa la mejor erudición francesa actual: Jac¬ques Revel sobre la Corte real; Mona Ozouf sobre «Libertad, Igual¬dad, Fraternidad»; Jean-Pierre Babelon sobre el Louvre; Alain Cor¬bin sobre las «Divisiones del tiempo y el espacio»; Marc Fumaroli sobre «El genio de la lengua francesa» y otros.
En particular Revel y Corbin, como presidente de la Ecole des Hau¬te Etudes en Sciences Sociales (y durante largo tiempo director de An¬nales ) y como ocupante de la principal cátedra de historia en Francia respectivamente, aportan a sus temas una gran autoridad académica, aunque se toman con ligereza su reputación y su erudición. Alain Cor¬n. que ha escrito sobre infinidad de cosas, desde el atraso económi¬co de la Limousin hasta la historia de la prostitución, ilustra las divi¬siones del tiempo y el espacio con una asombrosa superabundancia de ejemplos. Jacques Revel recita una vez más la narración de la vida cortesana en la Francia de comienzos de la era moderna, pero le infun¬de tanta capacidad alusiva, sutileza y significación que parece como si una historia familiar se leyera y comprendiera por primera vez.
Incluso cuando no están completamente logrados -como el de Antoine Compagnon en A la recherche du temps perdu, donde el autor se enfrenta con el personaje de la obra maestra de Proust como lugar de memoria precozmente autorreferencial- sigue siendo un placer leerlos y están llenos de ingenio y percepción. Lo más impresionante quizá sea la forma en que todas las aportaciones consiguen arrojar luz sobre una compacta gama de temas que están en el núcleo de todos intentos de comprender el pasado francés y a la propia Francia.
El primero de éstos es la antigüedad y la continuidad de Francia y del Estado francés (ochocientos años de acuerdo con el cálculo más modesto) y la correspondiente longevidad del hábito de ejercer la au¬toridad y el control desde el centro. Esto no es sólo una cuestión de poder político, la conocida tendencia de los gobernantes franceses de todos los credos ideológicos a dotarse del máximo de soberanía y poder. En su ensayo sobre Reims, Jacques Le Goff señala que la cate¬dral -el lugar donde tradicionalmente se celebraba la coronación de los reyes franceses- es una obra maestra del gótico «clásico», an¬tes de comentar que «en la historia francesa "clásico" con frecuencia se refiere a la imposición de controles ideológicos y políticos» 2°.
El impulso de clasificar, de regularlo todo, desde el comercio has¬ta la lengua o la comida, es lo que vincula la esfera pública en Francia con las prácticas culturales y pedagógicas. No es casual que la Guía Michelín (verde) divida con autoridad todos los posibles lugares de in¬terés en tres categorías: interesante, merece un desvío, merece un via¬je. Tampoco es accidental que la Guide Michelín (roja) siga la misma división tripartita para los restaurantes -heredada de la práctica de la retórica y la filosofía «clásicas» francesas, que también la legaron la teoría dramática y el argumento político-. Como observa Pascal Ory, la «codificación» en Francia es un lieu de mémoire en sí mismo.
Igual que la religión. El cristianismo -el cristianismo católico- está tan establecido en Francia que Nora no tiene escrúpulos en tratarlo, junto con la monarquía y el campesinado, como la esencia de lo auténticamente francés. Todos los ensayos sobre religión en Realms of Memory tienen un carácter robusto y comprometido: Claude Lan¬glois incluso supera a Nora al decir que «en términos de monumen¬tos, la lección es clara: Francia es católica o secular. No hay término medio». André Vauchez, que tiene un excelente ensayo sobre las catedrales, probablemente coincidiría con él: está entregado a su tema y defiende contra el filisteísmo de los tiempos el carácter ade¬cuadamente simbólico y extraterreno de una gran catedral. Pero en el contexto de estos ensayos, Vauchez lo tiene fácil; como señaló Proust: «Las catedrales no sólo son los ornamentos más hermosos de nuestro arte, sino también los únicos que siguen vinculados con el propósito para el que se construyeron», una afirmación que hoy es incluso más cierta que cuando la hizo Proust en 190721.
Pero Francia no es sólo católica o secular: también es, y lo ha sido durante mucho tiempo, protestante y judía, así como ahora es islá¬mica. Pierre Birnbaum y Philippe Joutard se ocupan de los judíos v los protestantes en sendos ensayos que son más reflexivos y menos convencionales que los dedicados a los católicos, quizá porque se ven obligados a trabajar contra la corriente historiográfica y nacional. Jou¬tard muestra la importancia de la memoria en la vida protestante fran¬cesa, tan marcada que los protestantes de las comunidades rurales suelen tener una memoria colectiva más viva de antiguos aconteci¬mientos que sus vecinos católicos, incluso cuando éstos participaron más activamente o estuvieron más directamente afectados por los acontecimientos en cuestión. Y su ensayo sobre la longevidad de la memoria de la víctima es un recordatorio implícito al editor de que demasiado énfasis en el catolicismo normativo de lo francés puede de¬sembocar en nuevas formas de menosprecio. No hay entrada en estas páginas para la masacre de protestantes del Día de San Bartolomé en 1572: una «fecha de memoria» francesa como pocas.
Si el catolicismo está en el «centro» de la memoria francesa y los herejes y las minorías con frecuencia han quedado relegados a la «pe¬riferia» cultural, el mismo contraste maniqueo se ha reproducido en una gran variedad de registros sociales y geográficos. Hasta donde alcanza la memoria, Francia ha estado dividida: entre el norte y el sur, por la línea que va de Saint-Malo a Ginebra, que en la geografía eco¬nómica del siglo XIX marcaba la separación entre la Francia moder¬na y la atrasada; entre los francófonos y los hablantes de menospre¬ciados dialectos regionales; entre la corte y el campo, la izquierda y la derecha, los jóvenes y los viejos (no deja de tener significación que la edad media de los miembros de la Asamblea Legislativa de la Revolución Francesa fuera sólo de veintiséis años), pero sobre todo entre París y las provincias.
Las «provincias» no son lo mismo que el campo: campagne en Fran¬cia ha tenido connotaciones positivas durante siglos; sin embargo, desde que surgió la corte, «provinciano» ha sido una forma de insul¬to. En la iconografía subliminal de Francia, el campo está habitado por recios campesinos, arraigados a su suelo generación tras gene¬ración. Incluso hoy, Armand Frémont, el autor del ensayo sobre el campo, no puede evitar una respuesta distintivamente francesa a su tema: «El campo fue domesticado sin violentar los ritmos de la natu¬raleza, sin la transformación a gran escala del paisaje que a veces se ve en otros países»; el paisaje francés muestra «una armonía sin igual», etcétera. Hoy, con la paulatina desaparición de la Francia rural, la sen¬sación de pérdida es palpable22.
Sin embargo, nadie llora a «las provincias». El «provinciano» típico era de una ciudad pequeña y se le solía describir como aquel que tenía la esperanza de «llegar a ser alguien» en París, a no ser que se quedara en su ciudad con la ilusión bovina de que la vida en su reducido mun¬do de alguna forma era auténtica y suficiente. De Moliére a Barrés es la habitual premisa tragicómica de las letras francesas. Desde luego, re¬fleja un extendido prejuicio que compartían los provincianos y los pa¬risinos: que todo lo importante ocurría en París (y ésa es la razón por la que el 92 por ciento de los estudiantes de París bajo la monarquía «burguesa» de 1830 a 1848 procedía de las provincias). De esta forma, la capital se apropió de prácticamente toda la vida y la energía del resto de la (provinciana) nación. Buena parte de la historia francesa, des¬de la economía política del Versalles de Luis XIV hasta las preferencias residenciales de los profesores franceses pasando por el atávico atrac¬tivo ideológico del idilio rural antiparisino del mariscal Pétain, pue¬de entenderse mejor si se comprende esta polaridad fundamental.
La connotación peyorativa de «provinciano» contrasta marcada¬mente con la tradicional devoción francesa no sólo por los campe¬sinos y la tierra, sino por la idea de Francia representada en el propio territorio. Aquí, por supuesto, «tradicional» debe entenderse como algo muy reciente: fue en el siglo XIX específicamente en los prime¬ros años de la III República, de 1880 a 1900, cuando el mapa de Fran¬cia quedó grabado con tanto éxito en el espíritu colectivo de la nación. Grandes obras pedagógicas de historia y geografía (Histoire de France, de Ernest Lavisse y Tableau de la géographie de Trance, de Paul Vidal de La Blache, ambas tratadas en Realms of Memory) proporcionaron a ge¬neraciones de maestros franceses las herramientas con las que agu¬dizar la sensibilidad cívica de los hijos de la nación23.
El Tour de la Trance par deux enfants (publicado por primera vez en 1877 y lectura obligatoria en los colegios durante las décadas siguien¬tes) y el Tour de France en bicicleta (inaugurado en 1903, el año en que apareció el Tableau de Vidal de La Blache) siguieron muy de cerca la ruta tradicional de los viajeros artesanos (compagnons) en su propio tour de Trance en tiempos pasados. Gracias a esta contigüidad en el tiem¬po y el espacio -real y construida-, para 1914 los franceses tenían una sensibilidad especial para la memoria de su país, sus fronteras, su variedad y su topografía, tal y como se prescribían en la cartografía ofi¬cial del pasado y del presente nacionales. Es la desaparición de esta «sensibilidad», y de la realidad que reflejaba, por tendenciosamente que lo hiciera, lo que Nora registra y lamenta en estas páginas.
Es comprensible que los esfuerzos pedagógicos de la III República -proclamados en 1870 después de que Napoleón III fuera captura¬do por los prusianos- fueran más apreciados en las provincias des¬favorecidas que en la capital. En una encuesta de 1978, los cinco nom¬bres de calles más populares en Francia eran: République, Victor Hugo, Léon Gambetta, Jean Jaurés y Louis Pasteur: dos políticos de la III Re¬pública, el preeminente científico «republicano», el poeta francés cuyo funeral en 1885 fue un momento culminante de la conmemo¬ración pública republicana y la propia República. Pero estos nom¬bres de calles son mucho más frecuentes en las provincias que en París, donde, por el contrario, hay una marcada preferencia por nom¬bres del antiguo régimen o que no son políticos. La conformidad cívica de la moderada República de finales del siglo XIX reflejaba y fomentaba el estado de ánimo de la vida en las pequeñas ciudades.
Después de 1918, cuando llegó el momento de conmemorar las enormes pérdidas francesas en la Primera Guerra Mundial, el culto republicano a los muertos en la guerra, lo que Antoine Prost llama la religión civil de la Francia de entreguerras, de nuevo fue más inten¬so en las provincias, y no sólo porque fue en los pueblos y aldeas donde las pérdidas habían sido más numerosas. La III República, y todo lo que representaba, importaban más en las pequeñas ciudades y en los pueblos de las regiones y provincias de Francia que en la ur¬bana y cosmopolita París: por lo tanto, la pérdida de ese patrimo¬nio se siente más profundamente allí 24.
La experiencia y la memoria de la guerra en nuestro siglo es una cla¬ve importante del legado fracturado de Francia y quizá merezca más atención de la que recibe en Realms ofMemory. En palabras de René Ré¬mond: «De 1914 a 1962, durante casi medio siglo, la guerra nunca llegó a desaparecer de la memoria francesa, de la conciencia y la iden¬tidad nacionales »25. Puede que la Primera Guerra Mundial no fuera moralmente perturbadora, pero dejó cicatrices que no se pudieron to¬car durante largo tiempo: además de los cinco millones de hombres muertos o heridos, hubo cientos de miles de viudas de guerra y sus hijos, por no mencionar el devastado paisaje del noreste de Francia. Durante muchas décadas, la Primera Guerra Mundial estuvo, por así decirlo, en el purgatorio -recordada, pero no celebrada-. Sólo muy recientemente se han convertido los escenarios de las batallas del fren¬te occidental en lugares de conmemoración normalizada: cuando se entra en el departamento del Somme, los paneles oficiales al lado de la carretera te dan la bienvenida, recordándote que su trágica historia (y sus cementerios) son parte del patrimonio local y merecen una visi¬ta: algo que habría sido impensable no hace demasiado tiempo 26.
Pero la Segunda Guerra Mundial, por no mencionar las «gue¬rras sucias» de Francia en Indochina y Argelia, guarda mensajes y me¬morias más ambivalentes y mezclados. Si Vichy es ahora un lieu de mé¬moire para estudiosos y polemistas, para la mayoría de los hombres y mujeres franceses aún tiene que salir completamente del ataúd del olvido al que fue arrojado en 1945: «Cuatro años que hay que tachar de nuestra historia», en las palabras de Daniel Mornet, el fiscal en el juicio del mariscal Pétain. En suma, el pasado del siglo xx no pue¬de sustituir fácilmente a la más antigua y más larga historia cuyo paso se atestigua y celebra en la obra editada por Nora.
No es sólo que el pasado reciente está demasiado próximo. El pro¬blema es que aunque el campo, los campesinos e incluso la Iglesia (aunque no la monarquía) sobrevivieron hasta mucho después de 1918 e incluso de 1940, hubo algo que no lo hizo. En la primera mi¬tad de la III República, desde 1871 hasta la Primera Guerra Mundial, no resultó difícil absorber los trofeos de un antiguo pasado real en el seguro presente republicano. Pero no hay nada muy glorioso ni seguro en la historia francesa desde 1918, a pesar de los heroicos esfuerzos ¬De Gaulle; sólo sufrimiento estoico, decadencia, incerti¬dumbre y derrota, vergüenza y duda, seguidas muy de cerca, como hemos visto por cambios sin precedentes. Estos cambios no pudieron anular las memorias recientes; pero -y aquí Nora seguramente está en lo cierto- parecieron borrar la herencia más antigua, dejando solo recuerdos incómodos y confusión sobre el presente.
No es la primera vez que Francia ha tenido que mirar atrás a una agi¬tada secuencia de turbulencia y duda: los hombres que construyeron la III Republica después de 1871 tuvieron que forjar un consenso cí¬vico y una comunidad nacional después de tres revoluciones, dos monarquías, ¬un imperio, una efímera república, una guerra civil y una gran derrota militar; todo en el transcurso de una vida. Lo consiguie¬ron porque tenían una historia que contar sobre Francia que podía vin¬cular el pasado y el futuro en una sola narración, y enseñaron esa historia con f¬irme convicción a tres generaciones de futuros ciudadanos.
Sus sucesores no pueden hacer esto -como atestigua el lamen¬table caso de FranÇois Mitterrand, presidente de Francia durante la década de los años ochenta y la mitad de los noventa-. Ningún go¬bernante francés desde Luis XIV se ha tomado tanto trabajo y cuida¬do por conmemorar la gloria de su país y hacerla propia; su reino es¬tuvo marcado por la constante acumulación de monumentos, nuevos museos, solemnes inauguraciones, inhumaciones y reinhumaciones, por no mencionar los lapidarios y pantagruélicos esfuerzos por ase¬gurarse su propio lugar en la memoria nacional, desde el arco en La Défense, en el oeste de París, hasta «la Trés Grande Bibliothéque» en la orilla izquierda del Sena. Pero, aparte de su florentina capacidad para sobrevivir en el poder durante tanto tiempo, ¿por qué era más conocido Mitterrand en vísperas de su muerte? Por su incapacidad para recordar con exactitud y reconocer su papel menor en Vichy: un reflejo individual extrañamente preciso del propio agujero en la me¬moria de la nación.
Los franceses, como su difunto presidente, no saben cómo inter¬pretar su historia reciente. En esto no son tan diferentes de sus veci¬nos del este y de otros lugares. Pero en Francia estas cosas solían pa¬recer tan sencillas que es el contraste lo que causa la incomodidad audible en la gran obra de Nora. Creo que también explica su yuxta¬posición de historia y memoria que señalé antes. La memoria y la his¬toria solían avanzar al unísono; las interpretaciones históricas del pa¬sado francés, por críticas que fueran, manejaban la misma divisa que la memoria pública. La razón era, claro está, que la memoria públi¬ca, a su vez, estaba moldeada por los relatos oficiales de la experien¬cia nacional, cuyo significado venía dado por una historiografía muy consensual. Y por oficial quiero decir sobre todo pedagógica -a los franceses se les enseñaba su memoria-, un tema tratado en la obra de Nora por los ensayos sobre la historia francesa tal y como se daba en los libros de texto en los colegios del siglo XIX
Ahora bien, en opinión de Nora, la historia y la memoria han per¬dido el contacto, con la nación y entre sí. ¿Está en lo cierto? Cuan¬do viajamos por las autoroutes francesas y leemos esos didácticos ró¬tulos, ¿qué es lo que ocurre en realidad? No serviría de mucho decirnos que estamos viendo la catedral de Reims, aproximándonos al campo de batalla de Verdún o al pueblo de Domrémy, por ejemplo, si an¬tes no supiéramos por qué son interesantes esos lugares; después de todo, los paneles no nos dan esta información. Su transparen¬cia depende del conocimiento que quien los lee ya haya adquirido -en la escuela-. No hace falta que se nos diga qué «significan» esos lugares; su significado les viene dado por una narración familiar que ellos confirman con su presencia. Y por lo tanto esa narración ha de venir primero; si no, carecen de significado.
En suma, los lieux de mémoire-«lugares de la memoria»- no pue¬den separarse de la historia. No hay un panel informativo que te in¬dique cuándo pasas por «Vichy» (mientras que en la autopista una se¬ñal indica el desvío hacia esa ciudad). Esto no es porque «Vichy» sea divisivo (después de todo, Jeanne d'Arc, nacida en Domrémy, es un símbolo muy contencioso, en la actualidad el favorito del Frente Na¬cional de Jean-Marie Le Pen), sino porque los franceses no tienen una narración que puedan vincular a «Vichy» y que le dé un signifi¬cado común comunicable. Sin esa narración, sin una historia, «Vichy» no tiene un lugar en la memoria francesa.
Así que, al final, no importa realmente que la «vieja» Francia haya desaparecido para siempre o que, en la expresión de Armand Fré¬mont, el Estado esté «reimprimiendo el poema de la sociedad rural francesa» en «ecomuseos» y parques temáticos rurales, aunque así se pierda mucho. Esto ni siquiera es nuevo -siempre ha habido olvido y recuerdo, invento y abandono de tradiciones, al menos desde los años románticos de comienzos del siglo XIX-27. El problema de vivir en una era de conmemoración no es que las formas de memoria pú¬blica propuestas sean falsas, kitsch, selectivas o incluso paródicas. Como intento deliberado de recordar y superar a los monarcas de Valois, el Versalles de Luis XIV era todas esas cosas y un pastiche anticipado de cada lieu de mémoire que le ha sucedido hasta hoy. Así son la heren¬cia y la conmemoración.
Lo que es nuevo, al menos en la era moderna, es el menosprecio de la historia. Cada monumento, cada museo, cada alusión conmemo¬rativa a algo del pasado que debería despertar en nosotros sentimien¬tos de respeto, arrepentimiento, orgullo o tristeza, depende de un conocimiento histórico que se da por supuesto: no de la memoria co¬mún, sino de una memoria común de la historia tal y como la apren¬dimos. Francia, como otras naciones modernas, está viviendo del ca¬pital pedagógico invertido en sus ciudadanos en décadas pasadas. Como concluyen Jacques y Mona Ozouf con pesimismo en su ensayo sobre Le Tour de la Francepar deux enfants, el clásico educativo de Augustine Fouillée: «Le Tour de la Trance es testimonio de ese momento en la his¬toria de Francia en el que los colegios estaban investidos de todo. He¬mos perdido por completo la fe en el ámbito de la pedagogía, y por eso el vívido retrato que grabó Mme. Fouillée nos resulta tan borroso» 28.
Por el momento al menos, los temas de Pierre Nora siguen siendo material para un estudio de lieux de mémoire. Pero a juzgar por la prác¬tica desaparición de la historia narrativa de los programas educativos de las escuelas, también en Estados Unidos, puede llegar pronto el tiempo en que, para muchos ciudadanos, extensas partes de su pa¬sado común constituyan algo más similar a lieux d'oubli, lugares de ol¬vido -o, más bien, lugares de ignorancia, pues habrá habido poco que olvidar-. Enseñar a los niños, como hacemos ahora, a ser críti¬cos con las versiones aceptadas del pasado sirve de poco si ya no hay una versión aceptada 29. Pierre Nora está en lo cierto, después de todo: la historia pertenece a cada uno y a nadie; de ahí su aspiración a la au¬toridad universal. Como todas las aspiraciones de este tipo, siempre será disputada. Pero, sin ella, tenemos problemas*.

` Reseñé la selección de ensayos de Les Lieux de mémoire, de PierreNora, traducidos por Arthur Goldhammer y publicados en 1998 por Columbia University Press, en diciembre de ese año en The New York Review of Books. Desde entonces, The University of Chicago Press ha publicado otra selección de ensayos de la misma obra francesa bajo el título Rethinking France, que pone a disposición de los lectores de lengua inglesa algunos de los ensayos que no se incluye¬ron en la selección de Columbia. No obstante, las traducciones de Goldhammer son claramente mejores

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