martes, 20 de noviembre de 2018


 PARTIDOS POLITICOS Y  REPRESENTACION

PODREM0S   Juan Manuel de  Prada
ABC    11 noviembre 2018

        Se habla mucho en estos días del desencanto que ha aflorado entre las bases de Podemos, al que se le pueden buscar razones más o menos banales, de tipo ideológico o sociológico, que no aciertan a explicar la raíz más profundamente política (incluso, si se quiere, antropológica) del fiasco, que aquí nos proponemos explicar sucintamente.
    Podemos no nació como un partido político al uso, en torno a unas oligarquías ya consolidadas (como fue el caso de UCD o PP), o como resultado de una operación teledirigida por la plutocracia internacional (como ocurrió en la refundación del PSOE en Suresnes). Podemos nació de una efervescencia popular sincera, amasada de descontento y repudio hacia la «vieja política», que adquirió una visibilidad rotunda en las protestas del 15-M. Este movimiento espontáneo lo supieron aprovechar los líderes de Podemos al modo espartaquista preconizado por Rosa de Luxemburgo, presentándose ante esas masas de indignados como una herramienta de poder popular y regeneración democrática. El espontáneo impulso de cambio que latía en la calle fue brillantemente encauzado hacia el fin estratégico de la conquista del poder político por los líderes de Podemos, que así se convirtieron en vanguardia de aquella efervescencia popular, cuidando de que las masas siguiesen creyendo que la vanguardia no hacía sino dar forma a sus reivindicaciones y «poner las instituciones al servicio de la gente».
    Pero, para llevar a cabo esta estrategia espartaquista de conquista del poder, los líderes de Podemos tuvieron que constituirse en partido. Y, constituyéndose en partido, entraron fatalmente en la dinámica descrita por Robert Michels, quien -¡hace ya un siglo!- nos demostrase con su célebre «ley de hierro de la oligarquía» que los partidos políticos son incompatibles con la democracia. Pues, en efecto, los partidos son organizaciones fundadas «sobre el dominio de los elegidos sobre los electores, de los mandatarios sobre los mandantes, de los delegados sobre los delegadores»; o sea, organizaciones oligárquicas cuyos líderes -citamos de nuevo a Michels-, «que al principio no eran más que órganos ejecutivos de la voluntad colectiva, se emancipan al poco tiempo de la masa y se hacen independientes de su control». Este proceso, connatural a todo partido político, en el que «la estructura oligárquica aplasta el principio democrático básico», ha resultado sin embargo mucho más doloroso para los simpatizantes de Podemos, que eran sincera o ingenuamente demócratas y aspiraban a que su partido actuase como vehículo de expresión de sus anhelos.
   Pero en el desencanto que ha aflorado entre las bases de Podemos subyace, sepultada por la hojarasca ideológica, la nostalgia de una política auténticamente democrática, en la que la representación política no se funde (como ocurre en la partitocracia) en el dominio de los elegidos sobre los electores, sino en el mandato de los electores sobre los elegidos. Sólo en un sistema de representación política mediante mandato los anhelos populares podrán encontrar voz en las Cortes y participación en los órganos gubernamentales. Pero, para que esta forma natural de representación política sea viable, primero hay que disolver los partidos políticos, oligarquías que fundamentan su dominio en la demogresca (o sea, en vanas confrontaciones por entelequias), a la vez que aplastan los anhelos genuinos del pueblo (o sea, las realidades concretas de la vida). En el desencanto de los votantes de Podemos hay, en el fondo, un afán de retorno a la comunidad política tradicional, que la partitocracia nunca, nunca, nunca va a satisfacer. Pues la partitocracia existe, precisamente, para destruir la comunidad de los hombres.

martes, 17 de julio de 2018

LIBERTAD YCAMBIO DE OPINION


Salir de la gruta



Doce niños son rescatados, felizmente, de una cueva tailandesa. En esos mismos días conozco, por fortuna, al chileno Mauricio Rojas, cuya historia personal me impresiona: antiguo militante del MIR, exiliado a Suecia tras el golpe de Pinochet, se integró en aquel país, fue elegido diputado y actuó durante años en el Parlamento sueco; hoy es asesor del nuevo presidente chileno Piñera, liberal conservador.

Relaciono ambos casos, no sé si por los pelos, con la evolución intelectual y vital de mi generación, la de los nacidos bajo el primer franquismo. No hemos vivido, pienso, un proceso gradual de aprendizaje, una tranquila acumulación de conocimientos, sino una sucesión de refugios en grutas, mundos mentales cerrados, en los que nos integramos con fe ciega durante años para, en cierto momento, tras dramáticas crisis personales, arrumbarlos y sustituirlos por otros.

Llamo mundos mentales cerrados a los propios de las sectas, círculos de elegidos, creyentes en la salvación colectiva, alimentados por ideologías globales, con respuestas para todo; comunidades que solo reciben su propia e interesada información y desconfían de cualquier aporte proveniente del exterior, al que creen hostil, y que castigan o excluyen a quien se obstina en plantear dudas o mantener opiniones propias.

¿Cómo se puede salir de este tipo de grutas mentales si desde ellas se carece, por definición, de acceso a toda información crítica? Es una operación, en principio, más difícil que la de Tailandia, pero de hecho ocurre y todos hemos conocido giros vitales de este tipo. Aunque también sabemos de gente que no ha cambiado nunca, que han sido fieles a una Iglesia, o a Trotski, toda su vida.

Lo primero que se necesita para liberarse de esas grutas es, desde luego, una cierta actitud rebelde, un individualismo, una propensión a la independencia personal más que a la lealtad incondicional hacia el grupo. Al decir esto halago a quienes protagonizan estas rebeldías, pero no en todo seré tan positivo. En nuestro caso, el primer mundo cerrado en que crecimos fue el nacionalcatolicismo, anclado en la condena de la modernidad por Pío IX, tan viva aún en los colegios de curas de la España de los años 1950. Las pruebas acumuladas por Tomás de Aquino sobre la existencia de Dios, oídas en clase de filosofía, nos parecían irrefutables. Pero por algún lado llegaban objeciones, que no dejaban de rebullir en la cabeza de un chico de dieciocho años. Si Dios era tan bueno, ¿por qué existía el mal? ¿por qué era tan injusto el mundo? No bastaba referirse al demonio, porque Satanás mismo era, como todo, producto de la voluntad divina. ¿Por qué había el Supremo Hacedor consentido —o decidido libremente— que existiera Satanás?

Venía a continuación la pésima reacción del grupo ante el inquieto. Desconfiaban de inmediato, le excluían, no perdían el tiempo con él. Por mucho que lo intenté, nunca logré mantener un debate serio sobre el origen del mal en el mundo. Un par de curas me dijeron que era un muchacho interesante, con inquietudes, que teníamos que hablar largo y tendido. No encontraron el momento para hacerlo. Pero no todo deja en tan buen lugar la personalidad del disidente, no todo se debe a su espíritu crítico, insatisfecho con las explicaciones tranquilizadoras que apuntalan la visión del mundo dominante en su entorno. Existe también un lado menos honorable. Pocos prescinden del amparo de un grupo cerrado sin acogerse a otra autoridad o referencia moral fuerte. Mi decisión de no ir a misa un cierto domingo, por ejemplo, se reforzó al caer en la cuenta de que Ortega y Gasset no era católico; si Ortega, de quien había leído un par de libros y a quien creía una mente de prestigio universal e incontestable, no creía en ese Dios uno y trino cuya voz en la tierra era la Iglesia de Roma, alguna razón habría para no hacerlo. Un argumento de autoridad tan ingenuo como ese pesó tanto o más que cualquier planteamiento racional.

Durante años, o decenios, el mundo mental en el que nos refugiamos los miembros de mi generación universitaria renegados del franquismo fue una cultura contestataria cuyo soporte intelectual era básicamente marxista. Aquella nueva gruta nos proporcionó amigos, amores, apoyos ante cualquier conflicto personal; y, en el terreno intelectual, respuestas para todo. Cualquier frustración se debía a la dictadura, cuyos cimientos eran la explotación de la clase obrera y el amparo del imperialismo americano. Las multinacionales, oscuras y malignas regidoras del mundo, eran las responsables directas o indirectas de todos los males que afligían a la humanidad: hambres, guerras, analfabetismo, desajustes amorosos, extinción de especies, océanos ahogados en plástico; todo, bien explicado, era culpa del capitalismo depredador.

Tampoco fue fácil escapar de aquello. Ni fue muy distinto el mecanismo seguido. Todo empezó con algunas preguntas cruciales, como por qué la revolución proletaria había desembocado en los horrores del estalinismo. La psicopática personalidad de Stalin no bastaba como respuesta, pues era el propio sistema quien había confiado a un tipo como él, y sin control alguno, la máxima responsabilidad. Al planteamiento reiterado de aquellas objeciones siguió, de nuevo, un proceso duro, del que estuvieron ausentes, como en el anterior, los debates serios. Uno empezó a ser sospechoso en cuanto repitió sus dudas. Perdió amigos, dejó atrás amores, se oyó llamar traidor… Y tampoco bastó la mente crítica. Fue necesario ampararse en personalidades que uno creía autorizadas (Claudín, Semprún, en el caso español; Borges, Paz, Vargas Llosa, para los latinoamericanos). Solo entonces se entrevió la salida de la gruta.

La pregunta es por qué existen esas grutas, por qué tendemos a refugiarnos en ellas, cuál es el camino que nos permite encontrar la salida, y con cuánta frecuencia abandonamos una solo para refugiarnos en otra similar. Los casos de tránsito del marxismo al nacionalismo, por ejemplo, son notorios. O los de aquellos que no salen nunca de la gruta, ni aun cuando creen haberlo hecho, porque siguen aferrados a tópicos propios de aquella visión a la que un día fueron fieles.

Ocurre con las sectas, por antonomasia religiosas. Pero también con los grupos políticos, en general radicales, de derechas o de izquierdas, como nacionalismos o populismos: hablan únicamente entre ellos, leen su propia prensa, oyen su canal de televisión, no permiten que voces ajenas les cuestionen su visión del mundo. Lo tranquilizador es que exista una verdad, garantizada por una autoridad. Lo contrario, lo propio del espíritu libre, es afrontar la realidad sin armadura, a pecho descubierto, aceptando que la verdad es múltiple, que sus fragmentos viven dispersos, que hay que oír a todos y estar dispuesto, hasta el final, a aprender, a cambiar de opinión. Hace falta mucha fuerza para eso.

José Álvarez Junco es historiador