PARTIDOS POLITICOS Y REPRESENTACION
PODREM0S Juan
Manuel de Prada
ABC 11 noviembre 2018
Se habla mucho
en estos días del desencanto que ha aflorado entre las bases de Podemos, al que
se le pueden buscar razones más o menos banales, de tipo ideológico o
sociológico, que no aciertan a explicar la raíz más profundamente política
(incluso, si se quiere, antropológica) del fiasco, que aquí nos proponemos
explicar sucintamente.
Podemos no nació como un partido político al
uso, en torno a unas oligarquías ya consolidadas (como fue el caso de UCD o
PP), o como resultado de una operación teledirigida por la plutocracia
internacional (como ocurrió en la refundación del PSOE en Suresnes). Podemos
nació de una efervescencia popular sincera, amasada de descontento y repudio
hacia la «vieja política», que adquirió una visibilidad rotunda en las
protestas del 15-M. Este movimiento espontáneo lo supieron aprovechar los
líderes de Podemos al modo espartaquista preconizado por Rosa de Luxemburgo, presentándose
ante esas masas de indignados como una herramienta de poder popular y
regeneración democrática. El espontáneo impulso de cambio que latía en la calle
fue brillantemente encauzado hacia el fin estratégico de la conquista del poder
político por los líderes de Podemos, que así se convirtieron en vanguardia de
aquella efervescencia popular, cuidando de que las masas siguiesen creyendo que
la vanguardia no hacía sino dar forma a sus reivindicaciones y «poner las
instituciones al servicio de la gente».
Pero, para llevar a cabo esta estrategia
espartaquista de conquista del poder, los líderes de Podemos tuvieron que
constituirse en partido. Y, constituyéndose en partido, entraron fatalmente en
la dinámica descrita por Robert Michels, quien -¡hace ya un siglo!- nos
demostrase con su célebre «ley de hierro de la oligarquía» que los partidos
políticos son incompatibles con la democracia. Pues, en efecto, los partidos
son organizaciones fundadas «sobre el dominio de los elegidos sobre los
electores, de los mandatarios sobre los mandantes, de los delegados sobre los
delegadores»; o sea, organizaciones oligárquicas cuyos líderes -citamos de
nuevo a Michels-, «que al principio no eran más que órganos ejecutivos de la
voluntad colectiva, se emancipan al poco tiempo de la masa y se hacen
independientes de su control». Este proceso, connatural a todo partido
político, en el que «la estructura oligárquica aplasta el principio democrático
básico», ha resultado sin embargo mucho más doloroso para los simpatizantes de
Podemos, que eran sincera o ingenuamente demócratas y aspiraban a que su
partido actuase como vehículo de expresión de sus anhelos.
Pero en el
desencanto que ha aflorado entre las bases de Podemos subyace, sepultada por la
hojarasca ideológica, la nostalgia de una política auténticamente democrática,
en la que la representación política no se funde (como ocurre en la
partitocracia) en el dominio de los elegidos sobre los electores, sino en el
mandato de los electores sobre los elegidos. Sólo en un sistema de
representación política mediante mandato los anhelos populares podrán encontrar
voz en las Cortes y participación en los órganos gubernamentales. Pero, para
que esta forma natural de representación política sea viable, primero hay que
disolver los partidos políticos, oligarquías que fundamentan su dominio en la
demogresca (o sea, en vanas confrontaciones por entelequias), a la vez que
aplastan los anhelos genuinos del pueblo (o sea, las realidades concretas de la
vida). En el desencanto de los votantes de Podemos hay, en el fondo, un afán de
retorno a la comunidad política tradicional, que la partitocracia nunca, nunca,
nunca va a satisfacer. Pues la partitocracia existe, precisamente, para
destruir la comunidad de los hombres.
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