domingo, 17 de noviembre de 2013

Camus: una claridad inaceptable

Una claridad inaceptable
El Albert Camus masculino y sereno de las fotografías estuvo solo muchas veces
El escritor sufrió la amargura sin consuelo de ser agredido y calumniado
ANTONIO MUÑOZ MOLINA –EL PAIS 12 NOV 2013

Canonizar a Camus en la ocasión oficiosa de su centenario es seguir empeñándose en lo que ni sus peores enemigos lograron cuando estaba vivo: domesticarlo, o en su defecto sepultarlo en la irrelevancia, o peor todavía, en el malentendido. Más de medio siglo después de su muerte, cuando las causas que más le importaron —la guerra de la independencia de Argelia, la revolución antisoviética en Hungría— ya están olvidadas, cuesta poco seleccionar unas cuantas frases suyas que suenen bien y ponerlas al pie de una de sus fotografías en blanco y negro para lograr un Camus confortable, que nos venga bien para legitimar nuestras posiciones o nuestros prejuicios. Seguro en su lugar del pasado, inmóvil en sus imágenes como un santo en una hornacina, leído por encima o citado de oídas, y desde luego desprendido de las controversias feroces que lo angustiaban y lo estimulaban, Camusqueda solemne, indiscutible, irrelevante en el fondo, un escritor con madera de galán del tiempo en que los intelectuales salían en las fotos con un cigarrillo en la boca, fotogénico, eso sí, más fotogénico que ningún otro, ideal para pósters de librerías y portadas de suplementos literarios.
Pero basta leerlo de verdad para que esa efigie cobre voz e irrumpa en el presente, con la misma entonación apasionada que si lo que leemos acabara de escribirse, con una claridad que ha resistido limpiamente el paso del tiempo. Ser claro, para Camus, igual que para Orwell, era una exigencia a la vez estética y política. Las palabras tenían la tarea urgente de revelar la faceta del mundo que los seres humanos poseen en común, la que no está en las ficciones ni en los sueños, la que ayuda a distinguir entre lo que creemos o deseamos o imaginamos y lo que tenemos delante de los ojos. En su discurso del Premio Nobel, Camus reflexionó sobre los hitos históricos terribles que habían formado a su generación: los nacidos en los umbrales de la I Guerra Mundial, los que llegaban a la edad de la razón en medio de las grandes crecidas del comunismo y el fascismo, la que vio los campos de exterminio y cuando entraba en la madurez encontró, en vez de un principio de sosiego después de tanta devastación, el nuevo pánico de la guerra nuclear. Nada era más fácil para una generación así que dejarse seducir y cegar por las ideologías, o que caer en el nihilismo o en el fatalismo. Camus eligió a conciencia el camino opuesto: la racionalidad escéptica, la atención observadora, la búsqueda de soluciones tangibles y modestas que hicieran algo mejor la vida, sin aceptar la inevitabilidad de la injusticia ni tampoco la obcecación en el fondo religiosa y milenarista por paraísos futuros ganados al precio de matanzas de inocentes y de tiranías policiales del presente.
En ese empeño, la claridad expresiva era tan fundamental como la rebeldía contra las unanimidades y la consiguiente aceptación de su consecuencia inevitable, la soledad política. Ese Camus masculino y sereno de las fotografías estuvo solo muchas veces y sufrió la amargura sin consuelo de ser agredido y calumniado hasta extremos de vileza que fueron todavía más vergonzosos porque los cometían antiguos amigos suyos y personas a las que él había ayudado y defendido. Leer el último de los tres volúmenes de sus Carnets es asomarse a la intimidad de un hombre sometido a un acoso que no sabe que no merece y que nunca había sido capaz de prever. Esa creciente negrura es la misma que sobrecoge tanto en sus Crónicas argelinas, que acaba de publicar en una nueva traducción al inglés de Arthur Goldhammer la Harvard University Press, en una edición ejemplar de Alice Kaplan. Camus reunió los materiales del libro en 1958, rompiendo el voto de silencio sobre la situación en Argelia que se había impuesto a sí mismo en 1956, después de un viaje a su tierra natal en el que había intentado, sin ningún éxito, lograr un acuerdo mínimo entre las autoridades francesas y los sublevados del FLN: ni siquiera una tregua militar, sino tan solo el compromiso mutuo de no matar a civiles.
La desvergüenza política puede ser ilimitada: a Camus, que había escrito ya en 1939 sus primeras crónicas contra las injusticias de la dominación francesa sobre Argelia, lo acusaban de defender el colonialismo quienes habían tardado casi veinte años más que él en advertir sus abusos; y habiéndose jugado la vida en la Resistencia tuvo que oír que lo llamaran cobarde colegas intelectuales que solo se habían sumado a ella, tan heroica como retrospectivamente, una vez asegurada la liberación de París.
Una y otra vez, a lo largo de los años, con creciente desolación, con integridad insobornable, Camus reitera en los artículos de periódico, las cartas y las conferencias, una postura política que es también una actitud vital, porque está escribiendo sobre la tierra en la que nació y la que más ama, la que siente como su patria luminosa y verdadera: es justo defender a los oprimidos, pero no es lícito aprobar la injusticias y los horrores cometidos en nombre de ellos; no se puede condenar el terrorismo y al mismo tiempo justificar la tortura aduciendo que es necesaria para combatirlo; los crímenes de un bando no hacen menos imperdonables los crímenes del otro.
Entre los paracaidistas franceses que torturaban y asesinaban a prisioneros argelinos y los militantes del Frente de Liberación Nacionalque mataban y mutilaban a cualquiera, adulto o niño, militar o civil, por el simple hecho de ser francés, Camus se negaba a tomar partido. No por afán cobarde de neutralidad, sino porque estaba tan de parte de las víctimas de un lado como de las de otro, del derecho de los árabes argelinos a vivir en libertad y recibir justicia y también del derecho de más de un millón de argelinos de origen europeo a seguir viviendo en la misma tierra en la que había nacido. En un tiempo de estereotipos y caricaturas crueles dibujadas por el odio, quiso ver siempre a las personas reales por encima de las abstracciones de los pueblos. Ni los árabes eran terroristas fanáticos en su mayoría ni todos los europeos eran funcionarios coloniales ni terratenientes tiránicos. Y la mejor esperanza de unos y otros, europeos y árabes, cristianos, musulmanes, judíos, agnósticos, sería una democracia sin excluidos ni proscritos en la que todos, manteniendo sus diferencias legítimas, pudieran ser ciudadanos iguales ante la ley.
En las épocas y en las sociedades sometidas a la escalada del extremismo, nada es más imperdonable que el sentido común. La búsqueda de mesura y concordia es una afrenta para los aspirantes a saqueadores del desastre. Aprender de Camus es tan necesario ahora como hace sesenta años. Los aficionados a organizarse contra el que disiente a solas no son menos eficaces que entonces. Y la raíz de lo que él defendió sigue provocando el mismo rechazo, velado o explícito: no hay tiranías legítimas; no es lícito borrar la individualidad ni el albedrío de las personas para someterlas a la siniestra uniformidad de las identidades colectivas; ninguna causa es lo bastante noble como para no ser manchada sin remedio por el asesinato.

www.antoniomuñozmolina.es

jueves, 7 de noviembre de 2013

LA ALFABETIZACIÓN DE ESPAÑA

El  Mundo 21  mayo  2013

                                 
                                      LA ALFABETIZACION DE ESPAÑA
      

Decía Ortega que la política en España –la verdadera, se entiende– tenía que ser sobre todo y ante todo pedagogía. Poco antes, Joaquín Costa hacía de la proclama «¡Escuela y despensa!» el quicio fundamental de su proyecto regeneracionista. Y Machado apelaba también a la «reforma de las entendederas» como palanca del cambio que ayer como hoy precisaba nuestro país. Y si damos por cierta la tesis orteguiana no queda más remedio que confesarnos que el fracaso sociopolítico-institucional al que asistimos halla su causa última no tanto en la desvertebración nacional ni en el fallido intento de acceso a los usos de las democracias europeas, siendo cosas bien graves de por sí. Sino que el origen se sitúa en algo previo y elemental: la ausencia de un nivel educativo mínimamente aceptable no sólo en la enseñanza escolar y universitaria sino, consecuentemente, en el ambiente social imperante y por lógica inclusión, en el mismo mundo laboral. Mas para ello hay que desmontar un mito tan insincero como políticamente interesado: el de que nos encontramos ante la mejor generación preparada de la Historia.
Bien al contrario, las dos nuevas generaciones conformadas bajo el paradigma intelectual logsiano –gestado en los 80 desde la esfera universitaria por los nuevos pedagogos del 68 franco-californiano e implantado en los 90 en las enseñanzas inferiores– se distinguen, nos guste o no, por tener algo de bárbaro y un mucho de analfabeto funcional. Hasta el punto de que el propio Muñoz Molina en su prólogo a El destrozo educativo hubo de advertirnos desolado que «la ignorancia no es progresista». Y si no nos percatamos claramente de que ese –el de la ignorancia dominante– y no otro es nuestro verdadero problema y mal, no habrá rectificación de nuestras patologías políticas y económicas ni apuntalamiento de nuestra cada vez más frágil democracia.
Conviene recordar ante la dimensión de esta catástrofe del modelo educativo del último cuarto de siglo, que como afirmaba uno de sus artífices, César Coll, la LOGSE suponía una genuina «ruptura epistemológica» con toda la tradición educativa anterior. Y en efecto, cualquier profesor universitario comprueba en las aulas cara a cara y día a día el alcance de tal quiebra en dos consecuencias letales: 1) la abolición del pasado y por ende de la tradición milenaria occidental y 2) la creencia en la imposibilidad de hallar ciertas verdades en este mundo. Paremos la atención en cada una de ellas.

1. La tradición perdida: no es casualidad que cuando en 1989 Allan Bloom nos alertaba desde la Universidad de Chicago en El cierre de la mente moderna sobre la progresiva evaporación del corpus de la sabiduría occidental, coincidiera su libro con la implantación aquí de un paradigma que haría tabla rasa del pasado en nombre de un presente y futuro esplendorosos que iban a darnos, según su autor Álvaro Marchesi, la mejor educación de nuestra Historia. La renuncia declarada a mirar al pretérito comportaría así un desdén por los saberes inertes (como la Geografía o la Gramática y no digamos la Filosofía y la Historia) en pro de un «aprender a aprender», donde los cómos suplirían a los qués y la metodología a los fines y contenidos. Conocer ya no sería tanto «recibir» cuanto un «construir», en este caso un hombre nuevo según los criterios sesentayochistas enraizados en Marx, Freud y Lévy-Strauss con sus respectivas «teologías sustitutivas» como ha percibido Steiner en uno de los libros más lúcidos de fin de siglo: Nostalgia del absoluto. Pena que para llegar a dicha utopía de la LOGSE se hayan sacrificado ya dos generaciones de estudiantes nuestros en el compás de su presunta venida.

Por la misma razón, la euforia de los ideólogos logsianos presuponía un adanismo por el que el docente y alumno estrenaban el mundo desde una radical novedad: la suya misma. Ahora bien, toda forma de adanismo, Ortega bien lo vio, tiene siempre un mucho de Narciso que en su recreación satisfecha vive de espaldas al esfuerzo y la cultura. Un pensador de izquierdas tan original como Christopher Lasch lo ha descrito agudamente en La cultura del narcisismo, como redactado para nuestros estudiantes y maestros: «Vamos perdiendo rápidamente –escribe Lasch–el sentimiento de la continuidad histórica, el sentimiento de pertenencia a una sucesión de generaciones que hunde sus raíces en el pasado y se proyecta en el futuro. Es la pérdida del sentido histórico, en particular la lenta disolución de cualquier interés serio por la posteridad».
Eso es es lo que nos encontramos, con pavor y compasión, en nuestras aulas un día universitarias: un «eterno presente» en el que los alumnos carentes de una cartografía del mundo, de la vida y del tiempo reciben informaciones inconexas que conforman aquel «montón de imágenes rotas» que Eliot mentaba en La tierra baldía. El legado occidental con su canon de valiosidades, se desagua así en un nuevo torrente de barbarie silenciosa donde el adjetivo mejor queda prohibido. Y no olvidemos que las delicadas democracias se incluyen entre los mejores caudales de nuestra masa hereditaria común.

2. La imposibilidad de la verdad: «Si hay algo de lo que un profesor puede estar absolutamente seguro es de lo siguiente: casi todos los estudiantes que ingresan en la universidad creen, o dicen creer, que la verdad es relativa». Así arranca el libro mencionado de Bloom que lleva un subtítulo bien elocuente: Cómo la educación superior ha fallado a la democracia y ha empobrecido las almas de los estudiantes de hoy. Entre nosotros, esta proposición –«la verdad no existe»– alcanza en el paradigma logsiano la categoría de dogma ya que en su base se encuentra una concepción del conocimiento como construcción social. La presunta verdad se debe, pues, a supuestos políticos, de clase, o económicos y por tanto, de nuevo, el conocer ya no es un «hallar» sino un «construir» o, en nuestro caso más bien, un «deconstruir» estimaciones pasadas. Así, por ejemplo, los particularismos propios de nuestro sistema educativo en el Estado autonómico obedecen a ese predominio en el saber de lo «social inmediato» sobre lo «objetivamente relevante». Y sin embargo este escepticismo de partida y llegada destruye, quiérase o no, cualquier proyecto formativo que nos hable de la estructura real del mundo y de nuestra circunstancia histórica, además del plano moral: si no hay posible hallazgo de lo verdadero tampoco lo puede haber de lo bueno. Y ese es nuestro naufragio colectivo al que ahora, atónitos, asistimos. Vetado así el acceso a las virtudes intelectuales y morales con su correspondiente esfera de valores, la pregunta grave surge al punto: ¿cómo se puede sobrellevar lo que Allport denominaba «la pesada carga de toda democracia» por parte de un cuerpo social carente desde los mismos centros de enseñanza de un conjunto de virtudes que no son hereditarias? Ante todo ello en estas nuestras horas tan graves la primera labor de cualquier proyecto nacional regeneracionista ha de ser pedagógica. Teniendo su banderín de enganche en un lema imperativo que es además, hoy, obra suprema de misericordia: alfabetizar España.

Ignacio García de Leániz Caprile es profesor del Recursos Humanos de la Universidad de Alcalá de Henares.
El  Mundo 21  mayo  2013