El Mundo
21 mayo
2013
LA
ALFABETIZACION DE ESPAÑA
Decía Ortega
que la política en España –la verdadera, se entiende– tenía que ser sobre todo
y ante todo pedagogía. Poco antes, Joaquín Costa hacía de la proclama «¡Escuela
y despensa!» el quicio fundamental de su proyecto regeneracionista. Y Machado
apelaba también a la «reforma de las entendederas» como palanca del cambio que
ayer como hoy precisaba nuestro país. Y si damos por cierta la tesis orteguiana
no queda más remedio que confesarnos que el fracaso sociopolítico-institucional
al que asistimos halla su causa última no tanto en la desvertebración nacional
ni en el fallido intento de acceso a los usos de las democracias europeas,
siendo cosas bien graves de por sí. Sino que el origen se sitúa en algo previo
y elemental: la ausencia de un nivel educativo mínimamente aceptable no sólo en
la enseñanza escolar y universitaria sino, consecuentemente, en el ambiente
social imperante y por lógica inclusión, en el mismo mundo laboral. Mas para
ello hay que desmontar un mito tan insincero como políticamente interesado: el
de que nos encontramos ante la mejor generación preparada de la Historia.
Bien al
contrario, las dos nuevas generaciones conformadas bajo el paradigma
intelectual logsiano –gestado en los 80 desde la esfera universitaria por los
nuevos pedagogos del 68 franco-californiano e implantado en los 90 en las
enseñanzas inferiores– se distinguen, nos guste o no, por tener algo de bárbaro
y un mucho de analfabeto funcional. Hasta el punto de que el propio Muñoz
Molina en su prólogo a El destrozo educativo hubo de advertirnos desolado que
«la ignorancia no es progresista». Y si no nos percatamos claramente de que ese
–el de la ignorancia dominante– y no otro es nuestro verdadero problema y mal,
no habrá rectificación de nuestras patologías políticas y económicas ni
apuntalamiento de nuestra cada vez más frágil democracia.
Conviene
recordar ante la dimensión de esta catástrofe del modelo educativo del último
cuarto de siglo, que como afirmaba uno de sus artífices, César Coll, la LOGSE
suponía una genuina «ruptura epistemológica» con toda la tradición educativa
anterior. Y en efecto, cualquier profesor universitario comprueba en las aulas
cara a cara y día a día el alcance de tal quiebra en dos consecuencias letales:
1) la abolición del pasado y por ende de la tradición milenaria occidental y 2)
la creencia en la imposibilidad de hallar ciertas verdades en este mundo.
Paremos la atención en cada una de ellas.
1. La tradición perdida: no
es casualidad que cuando en 1989 Allan Bloom nos alertaba desde la Universidad
de Chicago en El cierre de la mente moderna sobre la
progresiva evaporación del corpus de la sabiduría occidental, coincidiera su
libro con la implantación aquí de un paradigma que haría tabla rasa del pasado
en nombre de un presente y futuro esplendorosos que iban a darnos, según su
autor Álvaro Marchesi, la mejor educación de nuestra Historia. La renuncia
declarada a mirar al pretérito comportaría así un desdén por los saberes
inertes (como la Geografía o la Gramática y no digamos la Filosofía y la Historia)
en pro de un «aprender a aprender», donde los cómos suplirían a los qués y la
metodología a los fines y contenidos. Conocer ya no sería tanto «recibir»
cuanto un «construir», en este caso un hombre nuevo según los criterios
sesentayochistas enraizados en Marx, Freud y Lévy-Strauss con sus respectivas
«teologías sustitutivas» como ha percibido Steiner en uno de los libros más
lúcidos de fin de siglo: Nostalgia del absoluto. Pena que para llegar a dicha
utopía de la LOGSE se hayan sacrificado ya dos generaciones de estudiantes
nuestros en el compás de su presunta venida.
Por la misma
razón, la euforia de los ideólogos logsianos presuponía un adanismo por el que
el docente y alumno estrenaban el mundo desde una radical novedad: la suya
misma. Ahora bien, toda forma de adanismo, Ortega bien lo vio, tiene siempre un
mucho de Narciso que en su recreación satisfecha vive de espaldas al esfuerzo y
la cultura. Un pensador de izquierdas tan original como Christopher Lasch lo ha
descrito agudamente en La cultura del narcisismo, como redactado
para nuestros estudiantes y maestros: «Vamos perdiendo rápidamente –escribe
Lasch–el sentimiento de la continuidad histórica, el sentimiento de pertenencia
a una sucesión de generaciones que hunde sus raíces en el pasado y se proyecta
en el futuro. Es la pérdida del sentido histórico, en particular la lenta
disolución de cualquier interés serio por la posteridad».
Eso es es lo
que nos encontramos, con pavor y compasión, en nuestras aulas un día
universitarias: un «eterno presente» en el que los alumnos carentes de una
cartografía del mundo, de la vida y del tiempo reciben informaciones inconexas
que conforman aquel «montón de imágenes rotas» que Eliot mentaba en La
tierra baldía. El legado occidental con su canon de valiosidades, se
desagua así en un nuevo torrente de barbarie silenciosa donde el adjetivo mejor
queda prohibido. Y no olvidemos que las delicadas democracias se incluyen entre
los mejores caudales de nuestra masa hereditaria común.
2. La
imposibilidad de la verdad: «Si hay algo de lo que un profesor puede estar absolutamente seguro
es de lo siguiente: casi todos los estudiantes que ingresan en la universidad
creen, o dicen creer, que la verdad es relativa». Así arranca el libro
mencionado de Bloom que lleva un subtítulo bien elocuente: Cómo la
educación superior ha fallado a la democracia y ha empobrecido las almas de los
estudiantes de hoy. Entre nosotros, esta proposición –«la verdad no
existe»– alcanza en el paradigma logsiano la categoría de dogma ya que en su
base se encuentra una concepción del conocimiento como construcción social. La
presunta verdad se debe, pues, a supuestos políticos, de clase, o económicos y
por tanto, de nuevo, el conocer ya no es un «hallar» sino un «construir» o, en
nuestro caso más bien, un «deconstruir» estimaciones pasadas. Así, por ejemplo,
los particularismos propios de nuestro sistema educativo en el Estado
autonómico obedecen a ese predominio en el saber de lo «social inmediato» sobre
lo «objetivamente relevante». Y sin embargo este escepticismo de partida y
llegada destruye, quiérase o no, cualquier proyecto formativo que nos hable de
la estructura real del mundo y de nuestra circunstancia histórica, además del
plano moral: si no hay posible hallazgo de lo verdadero tampoco lo puede haber
de lo bueno. Y ese es nuestro naufragio colectivo al que ahora, atónitos,
asistimos. Vetado así el acceso a las virtudes intelectuales y morales con su
correspondiente esfera de valores, la pregunta grave surge al punto: ¿cómo se
puede sobrellevar lo que Allport denominaba «la pesada carga de toda
democracia» por parte de un cuerpo social carente desde los mismos centros de
enseñanza de un conjunto de virtudes que no son hereditarias? Ante todo ello en
estas nuestras horas tan graves la primera labor de cualquier proyecto nacional
regeneracionista ha de ser pedagógica. Teniendo su banderín de enganche en un
lema imperativo que es además, hoy, obra suprema de misericordia: alfabetizar
España.
Ignacio García de Leániz Caprile es profesor del Recursos Humanos de la Universidad de Alcalá de Henares.
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