Una claridad inaceptable
El Albert Camus masculino y sereno
de las fotografías estuvo solo muchas veces
El escritor sufrió la amargura sin
consuelo de ser agredido y calumniado
Canonizar a Camus en la ocasión
oficiosa de su centenario es seguir empeñándose en lo que ni sus peores
enemigos lograron cuando estaba vivo: domesticarlo, o en su defecto sepultarlo
en la irrelevancia, o peor todavía, en el malentendido. Más de medio siglo
después de su muerte, cuando las causas que más le importaron —la guerra de la
independencia de Argelia, la revolución antisoviética en Hungría— ya están
olvidadas, cuesta poco seleccionar unas cuantas frases suyas que suenen bien y
ponerlas al pie de una de sus fotografías en blanco y negro para lograr un
Camus confortable, que nos venga bien para legitimar nuestras posiciones o
nuestros prejuicios. Seguro en su lugar del pasado, inmóvil en sus imágenes
como un santo en una hornacina, leído por encima o citado de oídas, y desde
luego desprendido de las controversias feroces que lo angustiaban y lo
estimulaban, Camusqueda solemne, indiscutible,
irrelevante en el fondo, un escritor con madera de galán del tiempo en
que los intelectuales salían en las fotos con un cigarrillo en la boca,
fotogénico, eso sí, más fotogénico que ningún otro, ideal para pósters de
librerías y portadas de suplementos literarios.
Pero basta leerlo de verdad para que esa efigie cobre
voz e irrumpa en el presente, con la misma entonación apasionada que si lo que
leemos acabara de escribirse, con una claridad que ha resistido limpiamente el
paso del tiempo. Ser claro, para Camus, igual que para Orwell, era una
exigencia a la vez estética y política. Las palabras tenían la tarea urgente de
revelar la faceta del mundo que los seres humanos poseen en
común, la que no está en las ficciones ni en los sueños, la que ayuda a
distinguir entre lo que creemos o deseamos o imaginamos y lo que tenemos
delante de los ojos. En su discurso del Premio Nobel, Camus reflexionó sobre
los hitos históricos terribles que habían formado a su generación: los nacidos
en los umbrales de la I Guerra Mundial, los que llegaban a la edad de la razón
en medio de las grandes crecidas del comunismo y el fascismo, la que vio los
campos de exterminio y cuando entraba en la madurez encontró, en vez de un
principio de sosiego después de tanta devastación, el nuevo pánico de la guerra
nuclear. Nada era más fácil para una generación así que dejarse seducir y cegar
por las ideologías, o que caer en el nihilismo o en el fatalismo. Camus eligió
a conciencia el camino opuesto: la racionalidad escéptica, la atención
observadora, la búsqueda de soluciones tangibles y modestas que hicieran algo
mejor la vida, sin aceptar la inevitabilidad de la injusticia ni tampoco la obcecación
en el fondo religiosa y milenarista por paraísos futuros ganados al precio de
matanzas de inocentes y de tiranías policiales del presente.
En ese
empeño, la claridad expresiva era tan fundamental como la rebeldía contra las
unanimidades y la consiguiente aceptación de su consecuencia inevitable, la
soledad política. Ese Camus masculino y sereno de las fotografías estuvo solo
muchas veces y sufrió la amargura sin consuelo de ser agredido y calumniado
hasta extremos de vileza que fueron todavía más vergonzosos porque los cometían
antiguos amigos suyos y personas a las que él había ayudado y defendido. Leer
el último de los tres volúmenes de sus Carnets es asomarse a la intimidad de un
hombre sometido a un acoso que no sabe que no merece y que nunca había sido
capaz de prever. Esa creciente negrura es la misma que sobrecoge tanto en sus Crónicas argelinas, que acaba de publicar en una nueva
traducción al inglés de Arthur Goldhammer la Harvard University Press, en una edición ejemplar de Alice
Kaplan. Camus reunió los materiales del libro en 1958, rompiendo el voto de
silencio sobre la situación en Argelia que se había impuesto a sí mismo en
1956, después de un viaje a su tierra natal en el que había intentado, sin
ningún éxito, lograr un acuerdo mínimo entre las autoridades francesas y los
sublevados del FLN: ni siquiera una tregua militar, sino tan solo el compromiso
mutuo de no matar a civiles.
La desvergüenza política puede ser ilimitada: a Camus,
que había escrito ya en 1939 sus primeras crónicas contra las injusticias de la
dominación francesa sobre Argelia, lo acusaban de defender el colonialismo
quienes habían tardado casi veinte años más que él en advertir sus abusos; y
habiéndose jugado la vida en la Resistencia tuvo que oír que lo llamaran
cobarde colegas intelectuales que solo se habían sumado a ella, tan heroica
como retrospectivamente, una vez asegurada la liberación de París.
Una y otra
vez, a lo largo de los años, con creciente desolación, con integridad
insobornable, Camus reitera en los artículos de periódico, las cartas y las
conferencias, una postura política que es también una actitud vital, porque
está escribiendo sobre la tierra en la que nació y la que más ama, la que
siente como su patria luminosa y verdadera: es justo defender a los oprimidos,
pero no es lícito aprobar la injusticias y los horrores cometidos en nombre de
ellos; no se puede condenar el terrorismo y al mismo tiempo justificar la
tortura aduciendo que es necesaria para combatirlo; los crímenes de un bando no
hacen menos imperdonables los crímenes del otro.
Entre los
paracaidistas franceses que torturaban y asesinaban a prisioneros argelinos y
los militantes del Frente de Liberación Nacionalque mataban y mutilaban a cualquiera, adulto o niño,
militar o civil, por el simple hecho de ser francés, Camus se negaba a tomar
partido. No por afán cobarde de neutralidad, sino porque estaba tan de parte de
las víctimas de un lado como de las de otro, del derecho de los árabes
argelinos a vivir en libertad y recibir justicia y también del derecho de más
de un millón de argelinos de origen europeo a seguir viviendo en la misma
tierra en la que había nacido. En un tiempo de estereotipos y caricaturas
crueles dibujadas por el odio, quiso ver siempre a las personas reales por
encima de las abstracciones de los pueblos. Ni los árabes eran terroristas
fanáticos en su mayoría ni todos los europeos eran funcionarios coloniales ni
terratenientes tiránicos. Y la mejor esperanza de unos y otros, europeos y
árabes, cristianos, musulmanes, judíos, agnósticos, sería una democracia sin
excluidos ni proscritos en la que todos, manteniendo sus diferencias legítimas,
pudieran ser ciudadanos iguales ante la ley.
En las
épocas y en las sociedades sometidas a la escalada del extremismo, nada es más
imperdonable que el sentido común. La búsqueda de mesura y concordia es una
afrenta para los aspirantes a saqueadores del desastre. Aprender de Camus es
tan necesario ahora como hace sesenta años. Los aficionados a organizarse
contra el que disiente a solas no son menos eficaces que entonces. Y la raíz de
lo que él defendió sigue provocando el mismo rechazo, velado o explícito: no hay
tiranías legítimas; no es lícito borrar la individualidad ni el albedrío de las
personas para someterlas a la siniestra uniformidad de las identidades
colectivas; ninguna causa es lo bastante noble como para no ser manchada sin
remedio por el asesinato.
www.antoniomuñozmolina.es
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