Salir de la gruta
Para
salir de los mundos mentales cerrados, propios de las sectas o círculos de
elegidos, es necesario en primer lugar una cierta propensión a la independencia
personal. Y, además, acogerse al amparo moral de otra autoridad fuerte
Doce niños son rescatados, felizmente, de una cueva
tailandesa. En esos mismos días conozco, por fortuna, al chileno Mauricio Rojas,
cuya historia personal me impresiona: antiguo militante del MIR, exiliado a
Suecia tras el golpe de Pinochet, se integró en aquel país, fue elegido
diputado y actuó durante años en el Parlamento sueco; hoy es asesor del nuevo
presidente chileno Piñera, liberal conservador.
Relaciono ambos casos, no sé si por
los pelos, con la evolución intelectual y vital de mi generación, la de los
nacidos bajo el primer franquismo. No hemos vivido, pienso, un proceso gradual
de aprendizaje, una tranquila acumulación de conocimientos, sino una sucesión
de refugios en grutas, mundos mentales cerrados, en los que nos integramos con
fe ciega durante años para, en cierto momento, tras dramáticas crisis
personales, arrumbarlos y sustituirlos por otros.
Llamo mundos mentales cerrados a los propios de las
sectas, círculos de elegidos, creyentes en la salvación colectiva, alimentados
por ideologías globales, con respuestas para todo; comunidades que solo reciben
su propia e interesada información y desconfían de cualquier aporte proveniente
del exterior, al que creen hostil, y que castigan o excluyen a quien se obstina
en plantear dudas o mantener opiniones propias.
¿Cómo se puede salir de este tipo de grutas mentales si
desde ellas se carece, por definición, de acceso a toda información crítica? Es
una operación, en principio, más difícil que la de Tailandia, pero de hecho
ocurre y todos hemos conocido giros vitales de este tipo. Aunque también
sabemos de gente que no ha cambiado nunca, que han sido fieles a una Iglesia, o
a Trotski, toda su vida.
Lo primero que se necesita para
liberarse de esas grutas es, desde luego, una cierta actitud rebelde, un
individualismo, una propensión a la independencia personal más que a la lealtad
incondicional hacia el grupo. Al decir esto halago a quienes protagonizan estas
rebeldías, pero no en todo seré tan positivo. En nuestro caso, el primer mundo
cerrado en que crecimos fue el nacionalcatolicismo, anclado en la condena de la
modernidad por Pío IX, tan viva aún en los colegios de curas de la España de
los años 1950. Las pruebas acumuladas por Tomás de Aquino sobre la existencia
de Dios, oídas en clase de filosofía, nos parecían irrefutables. Pero por algún
lado llegaban objeciones, que no dejaban de rebullir en la cabeza de un chico
de dieciocho años. Si Dios era tan bueno, ¿por qué existía el mal? ¿por qué era
tan injusto el mundo? No bastaba referirse al demonio, porque Satanás mismo
era, como todo, producto de la voluntad divina. ¿Por qué había el Supremo
Hacedor consentido —o decidido libremente— que existiera Satanás?
Venía a continuación la pésima reacción del grupo ante el
inquieto. Desconfiaban de inmediato, le excluían, no perdían el tiempo con él.
Por mucho que lo intenté, nunca logré mantener un debate serio sobre el origen
del mal en el mundo. Un par de curas me dijeron que era un muchacho
interesante, con inquietudes, que teníamos que hablar largo y
tendido. No encontraron el momento para hacerlo. Pero no todo deja en tan buen
lugar la personalidad del disidente, no todo se debe a su espíritu crítico,
insatisfecho con las explicaciones tranquilizadoras que apuntalan la visión del
mundo dominante en su entorno. Existe también un lado menos honorable. Pocos
prescinden del amparo de un grupo cerrado sin acogerse a otra autoridad o referencia
moral fuerte. Mi decisión de no ir a misa un cierto domingo, por ejemplo, se
reforzó al caer en la cuenta de que Ortega y Gasset no era católico; si Ortega,
de quien había leído un par de libros y a quien creía una mente de prestigio
universal e incontestable, no creía en ese Dios uno y trino cuya voz en la
tierra era la Iglesia de Roma, alguna razón habría para no hacerlo. Un
argumento de autoridad tan ingenuo como ese pesó tanto o más que cualquier
planteamiento racional.
Durante años, o decenios, el mundo mental en el que nos
refugiamos los miembros de mi generación universitaria renegados del franquismo
fue una cultura contestataria cuyo soporte intelectual era básicamente
marxista. Aquella nueva gruta nos proporcionó amigos, amores, apoyos ante cualquier
conflicto personal; y, en el terreno intelectual, respuestas para todo.
Cualquier frustración se debía a la dictadura, cuyos cimientos eran la
explotación de la clase obrera y el amparo del imperialismo americano. Las
multinacionales, oscuras y malignas regidoras del mundo, eran las responsables
directas o indirectas de todos los males que afligían a la humanidad: hambres,
guerras, analfabetismo, desajustes amorosos, extinción de especies, océanos
ahogados en plástico; todo, bien explicado, era culpa del capitalismo
depredador.
Tampoco fue fácil escapar de aquello.
Ni fue muy distinto el mecanismo seguido. Todo empezó con algunas preguntas
cruciales, como por qué la revolución proletaria había desembocado en los
horrores del estalinismo. La psicopática personalidad de Stalin no bastaba como
respuesta, pues era el propio sistema quien había confiado a un tipo como él, y
sin control alguno, la máxima responsabilidad. Al planteamiento reiterado de
aquellas objeciones siguió, de nuevo, un proceso duro, del que estuvieron
ausentes, como en el anterior, los debates serios. Uno empezó a ser sospechoso
en cuanto repitió sus dudas. Perdió amigos, dejó atrás amores, se oyó llamar
traidor… Y tampoco bastó la mente crítica. Fue necesario ampararse en
personalidades que uno creía autorizadas (Claudín, Semprún, en el caso español;
Borges, Paz, Vargas Llosa, para los latinoamericanos). Solo entonces se
entrevió la salida de la gruta.
La pregunta es por qué existen esas grutas, por qué
tendemos a refugiarnos en ellas, cuál es el camino que nos permite encontrar la
salida, y con cuánta frecuencia abandonamos una solo para refugiarnos en otra
similar. Los casos de tránsito del marxismo al nacionalismo, por ejemplo, son
notorios. O los de aquellos que no salen nunca de la gruta, ni aun cuando creen
haberlo hecho, porque siguen aferrados a tópicos propios de aquella visión a la
que un día fueron fieles.
Ocurre con las sectas, por antonomasia religiosas. Pero
también con los grupos políticos, en general radicales, de derechas o de
izquierdas, como nacionalismos o populismos: hablan únicamente entre ellos,
leen su propia prensa, oyen su canal de televisión, no permiten que voces
ajenas les cuestionen su visión del mundo. Lo tranquilizador es que exista una
verdad, garantizada por una autoridad. Lo contrario, lo propio del espíritu
libre, es afrontar la realidad sin armadura, a pecho descubierto, aceptando que
la verdad es múltiple, que sus fragmentos viven dispersos, que hay que oír a
todos y estar dispuesto, hasta el final, a aprender, a cambiar de opinión. Hace
falta mucha fuerza para eso.
José
Álvarez Junco es historiador
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