viernes, 27 de diciembre de 2013

RESPONSABILIDAD HISTÓRICA

Avive el seso y despierte…
El periodismo mantiene vivo lo que la historia embalsama, como demuestra la antología de crónicas sobre la posguerra ‘Europa en ruinas’. Tras el horror de 1939-1945, todo sigue igual: Alemania vuelve a unificar Europa
FÉLIX DE AZÚA. EL PAIS, 13 DIC 2013


Tenemos una memoria adecuadamente frágil como para poder aguantar el peso de nuestra maldad. Si recordáramos un poco más, nos hundiríamos. Por fortuna, en el siglo XIX inventamos la Historia como aparato técnico capaz de tranquilizar una memoria engañadora y sectaria. Ahora lo engañador y sectario es la Historia escrita por los expertos y así nuestra conciencia puede quedar al margen. C’est la faute a l’Histoire, repetimos. Así que recordamos perfectamente la maldad de los enemigos consagrados por la Historia y gracias a ello nosotros somos inocentes.
Un ejemplo adecuado de esta relación inversa entre historia y culpabilidad es, a medida que se aleja en el tiempo, la monstruosa carnicería que produjimos entre los años 1939 y 1945. Seis años y cerca de 70 millones de muertos. Diez millones de muertos por año. Más los que siguieron muriendo en años posteriores como daño colateral. Por ejemplo, los infectados de Hiroshima.
Un fenómeno semejante, aunque ha sido analizado por cientos de miles de historiadores, sociólogos y políticos, aún espera una explicación que sólo podría ser filosófica, pero por desdicha quizá la filosofía ya no tenga base suficiente para interpretar un caso moral tan gigantesco. Sus robustas piernas ahora no pueden apoyarse en fondo ninguno y pedalean en el aire como una figura de dibujos animados. Contra lo que pensaba Adorno, después de Auschwitz no es solo que la poesía haya dejado de tener sentido, es que la filosofía lo ha perdido por completo.
No obstante, la ingente obra de historiadores, sociólogos y políticos ha ido apaciguando a la memoria, acunándola y adormeciéndola, de manera que hoy es ya casi imposible hacerse una idea cabal de lo que aquello fue. No porque hayan muerto sus protagonistas, también murieron los de la Revolución Francesa y eso no impidió la reflexión continuada desde Marx hasta Horkheimer. Sino porque quizá hubo demasiados muertos para tan escasas consecuencias reales.
La Revolución Francesa impuso un mundo nuevo desde Filadelfia a Tokio, una sociedad nueva, unas relaciones entre naciones perfectamente nuevas. La II Guerra Mundial y sus añadidos no trajeron nada, tan solo la sustitución de un imperio, el Británico, por otro, el Norteamericano, y un campo de concentración llamado la URSS. La guerra dejó, eso sí, una memoria de podredumbre moral, cobardía, asesinatos, dirigentes psicóticos, naciones enteras envilecidas y violencia delirante. Todo lo cual, por supuesto, está en trance de desaparecer de nuestra memoria.
Fue (una vez más) Walter Benjamin, otra víctima de aquella guerra, quien nos advirtió sobre el Ángel de la Historia y las montañas de muertos que se acumulaban crecientemente a sus pies. La enseñanza es clara. Nos advertía de lo habitual que es, entre los pueblos civilizados, matar constantemente a sus muertos. Y la forma más frecuente de hacerlo, así como la más eficaz, es convertirlos en Historia. Los muertos de las novelas continúan conmoviendo nuestro ánimo, aunque sean muertos de la época napoleónica, siempre que nos los cuente Tolstói. Los de la Historia no conmueven ni deben conmover porque la tarea de la Historia es esa, descargarnos de culpa o echársela a otros. Seguramente por esta razón necesitamos cada vez más libros de historia, los cuales van siendo cada día mejores y con mayores ventas. En tanto que ya no sabemos qué hacer con las novelas.
Hay, sin embargo, un terreno privilegiado que sin ser Historia se aproxima a ella y no renuncia a hacernos vivir lo que narra, como en las novelas. El periodismo mantiene con vida lo que la Historia embalsama o petrifica en la urna del museo universal. También mantiene lo que la novela lanza al infinito de la suspensión de credulidad en un confuso avatar de sexualidad, guerra, robo, y matrimonio. Un periodismo en sentido lato en el que la literatura es tan esencial como en la novela y la exactitud del dato tan importante como en la Historia.
Solo como ejemplo traigo aquí un caso extraordinario, una antología que permite volver a vivir con presencia emocional los espantosos años de la posguerra mundial. La recogió en 1990 Hans Magnus Enzensberger, modelo de intelectual que no renuncia a la literatura, y por fortuna lo acaba de publicar la editorial Capitán Swing con el título de Europa en ruinas. Es un conjunto de reportajes escritos por testigos oculares durante los años 1944 y 1948.
¿Quién reconocería en la actual ciudad de Colonia aquel desierto de cascotes y fúnebres figuras que describe la gran Janet Flaner en marzo de 1945? Trató de hablar con los supervivientes, pero solo consiguió que le dijeran mentiras. La gente no podía soportar la verdad: nadie había conocido a un nazi. “Los escombros de Colonia se componen de las alfombras de las casas bombardeadas, de los vidrios de las ventanas, de libros, de las tejas caídas de las bellas y antiguas casas, y también seguramente de la sangre de los 200.000 muertos, un cuarto de la población de la ciudad”. Uno de cada cuatro, a los que hay que sumar los jóvenes que estaban en el ejército viviendo otra destrucción.
En Nápoles cuenta el soberbio narrador que fue Norman Lewis cómo un príncipe superviviente se acercó a los servicios de ayuda británicos rogando que a su hermana, una muchacha palidísima de 24 años que le acompañaba, se le permitiera ingresar en un burdel del ejército. Cuando le dijeron que no existía tal institución exclamó “A pity” y se retiró muy contrariado. En Nápoles, con el mar rodeando el paisaje por todas partes, no era posible beber un solo vaso de agua. La población moría de sed y la ciudad se había convertido en una leprosería.
La espantosa miseria de la población parisina, aquel Londres que a Edmund Wilson le llevó a exclamar que “se parecía a Moscú”, el horror de un continente en ruinas, contrastan con la altivez insoportable de los dirigentes de la industria química IG Farben, la que fabricaba el gas Zyklon B para los hornos de exterminio, que se permitían despreciar a los servicios de información americanos y exigían que les mandaran un coche para ir a declarar (R. Thompson Pell, Fránc-fort, abril 1945). Aquellos tipos (algunos serían luego condenados en Núremberg) tenían la certeza de que el Gobierno americano los necesitaba para reconstruir la industria alemana.
Son cientos los relatos de primera mano que nos permiten vivir desde dentro el infierno que fue, no ya la guerra, sino la posguerra europea. Un ejercicio de memoria que, como decía al comienzo, es imprescindible ahora que aquella Europa ha desaparecido y sus muertos parecen haber muerto definitivamente. ¿Cómo no va a ser posible una nueva destrucción cuando vemos que al fin y al cabo en unos años los causantes de semejante horror son ahora quienes dirigen el continente? ¡Y menos mal que no nos dirigen los ingleses, los rusos, los italianos o los franceses!
En la edad clásica, cuando un monarca o una nación eran derrotados, por lo general desaparecían sin hacer ruido. Allí se fueron los griegos vencidos por los romanos, y los cartagineses y los iberos y más tarde los imperios centrales o el Sacro Imperio, los Caballeros Teutones o la Sublime Puerta. Nuestro tiempo es particularmente enigmático y una nación causante del mayor asesinato masivo de la historia de la humanidad, derrotada y hundida, se convierte de nuevo en la jefa de sus víctimas al cabo de unos escasos 50 años.
A los pies del Ángel, 70 millones de cadáveres observan estupefactos el presente. ¿Para esto hubo que matar a tanta gente? ¿Para que todo siguiera igual? ¿Para que Alemania unificara de una vez a Europa? ¿Después de Auschwitz no más poesía? Después de Auschwitz todo es Historia.
Félix de Azúa es escritor.




domingo, 17 de noviembre de 2013

Camus: una claridad inaceptable

Una claridad inaceptable
El Albert Camus masculino y sereno de las fotografías estuvo solo muchas veces
El escritor sufrió la amargura sin consuelo de ser agredido y calumniado
ANTONIO MUÑOZ MOLINA –EL PAIS 12 NOV 2013

Canonizar a Camus en la ocasión oficiosa de su centenario es seguir empeñándose en lo que ni sus peores enemigos lograron cuando estaba vivo: domesticarlo, o en su defecto sepultarlo en la irrelevancia, o peor todavía, en el malentendido. Más de medio siglo después de su muerte, cuando las causas que más le importaron —la guerra de la independencia de Argelia, la revolución antisoviética en Hungría— ya están olvidadas, cuesta poco seleccionar unas cuantas frases suyas que suenen bien y ponerlas al pie de una de sus fotografías en blanco y negro para lograr un Camus confortable, que nos venga bien para legitimar nuestras posiciones o nuestros prejuicios. Seguro en su lugar del pasado, inmóvil en sus imágenes como un santo en una hornacina, leído por encima o citado de oídas, y desde luego desprendido de las controversias feroces que lo angustiaban y lo estimulaban, Camusqueda solemne, indiscutible, irrelevante en el fondo, un escritor con madera de galán del tiempo en que los intelectuales salían en las fotos con un cigarrillo en la boca, fotogénico, eso sí, más fotogénico que ningún otro, ideal para pósters de librerías y portadas de suplementos literarios.
Pero basta leerlo de verdad para que esa efigie cobre voz e irrumpa en el presente, con la misma entonación apasionada que si lo que leemos acabara de escribirse, con una claridad que ha resistido limpiamente el paso del tiempo. Ser claro, para Camus, igual que para Orwell, era una exigencia a la vez estética y política. Las palabras tenían la tarea urgente de revelar la faceta del mundo que los seres humanos poseen en común, la que no está en las ficciones ni en los sueños, la que ayuda a distinguir entre lo que creemos o deseamos o imaginamos y lo que tenemos delante de los ojos. En su discurso del Premio Nobel, Camus reflexionó sobre los hitos históricos terribles que habían formado a su generación: los nacidos en los umbrales de la I Guerra Mundial, los que llegaban a la edad de la razón en medio de las grandes crecidas del comunismo y el fascismo, la que vio los campos de exterminio y cuando entraba en la madurez encontró, en vez de un principio de sosiego después de tanta devastación, el nuevo pánico de la guerra nuclear. Nada era más fácil para una generación así que dejarse seducir y cegar por las ideologías, o que caer en el nihilismo o en el fatalismo. Camus eligió a conciencia el camino opuesto: la racionalidad escéptica, la atención observadora, la búsqueda de soluciones tangibles y modestas que hicieran algo mejor la vida, sin aceptar la inevitabilidad de la injusticia ni tampoco la obcecación en el fondo religiosa y milenarista por paraísos futuros ganados al precio de matanzas de inocentes y de tiranías policiales del presente.
En ese empeño, la claridad expresiva era tan fundamental como la rebeldía contra las unanimidades y la consiguiente aceptación de su consecuencia inevitable, la soledad política. Ese Camus masculino y sereno de las fotografías estuvo solo muchas veces y sufrió la amargura sin consuelo de ser agredido y calumniado hasta extremos de vileza que fueron todavía más vergonzosos porque los cometían antiguos amigos suyos y personas a las que él había ayudado y defendido. Leer el último de los tres volúmenes de sus Carnets es asomarse a la intimidad de un hombre sometido a un acoso que no sabe que no merece y que nunca había sido capaz de prever. Esa creciente negrura es la misma que sobrecoge tanto en sus Crónicas argelinas, que acaba de publicar en una nueva traducción al inglés de Arthur Goldhammer la Harvard University Press, en una edición ejemplar de Alice Kaplan. Camus reunió los materiales del libro en 1958, rompiendo el voto de silencio sobre la situación en Argelia que se había impuesto a sí mismo en 1956, después de un viaje a su tierra natal en el que había intentado, sin ningún éxito, lograr un acuerdo mínimo entre las autoridades francesas y los sublevados del FLN: ni siquiera una tregua militar, sino tan solo el compromiso mutuo de no matar a civiles.
La desvergüenza política puede ser ilimitada: a Camus, que había escrito ya en 1939 sus primeras crónicas contra las injusticias de la dominación francesa sobre Argelia, lo acusaban de defender el colonialismo quienes habían tardado casi veinte años más que él en advertir sus abusos; y habiéndose jugado la vida en la Resistencia tuvo que oír que lo llamaran cobarde colegas intelectuales que solo se habían sumado a ella, tan heroica como retrospectivamente, una vez asegurada la liberación de París.
Una y otra vez, a lo largo de los años, con creciente desolación, con integridad insobornable, Camus reitera en los artículos de periódico, las cartas y las conferencias, una postura política que es también una actitud vital, porque está escribiendo sobre la tierra en la que nació y la que más ama, la que siente como su patria luminosa y verdadera: es justo defender a los oprimidos, pero no es lícito aprobar la injusticias y los horrores cometidos en nombre de ellos; no se puede condenar el terrorismo y al mismo tiempo justificar la tortura aduciendo que es necesaria para combatirlo; los crímenes de un bando no hacen menos imperdonables los crímenes del otro.
Entre los paracaidistas franceses que torturaban y asesinaban a prisioneros argelinos y los militantes del Frente de Liberación Nacionalque mataban y mutilaban a cualquiera, adulto o niño, militar o civil, por el simple hecho de ser francés, Camus se negaba a tomar partido. No por afán cobarde de neutralidad, sino porque estaba tan de parte de las víctimas de un lado como de las de otro, del derecho de los árabes argelinos a vivir en libertad y recibir justicia y también del derecho de más de un millón de argelinos de origen europeo a seguir viviendo en la misma tierra en la que había nacido. En un tiempo de estereotipos y caricaturas crueles dibujadas por el odio, quiso ver siempre a las personas reales por encima de las abstracciones de los pueblos. Ni los árabes eran terroristas fanáticos en su mayoría ni todos los europeos eran funcionarios coloniales ni terratenientes tiránicos. Y la mejor esperanza de unos y otros, europeos y árabes, cristianos, musulmanes, judíos, agnósticos, sería una democracia sin excluidos ni proscritos en la que todos, manteniendo sus diferencias legítimas, pudieran ser ciudadanos iguales ante la ley.
En las épocas y en las sociedades sometidas a la escalada del extremismo, nada es más imperdonable que el sentido común. La búsqueda de mesura y concordia es una afrenta para los aspirantes a saqueadores del desastre. Aprender de Camus es tan necesario ahora como hace sesenta años. Los aficionados a organizarse contra el que disiente a solas no son menos eficaces que entonces. Y la raíz de lo que él defendió sigue provocando el mismo rechazo, velado o explícito: no hay tiranías legítimas; no es lícito borrar la individualidad ni el albedrío de las personas para someterlas a la siniestra uniformidad de las identidades colectivas; ninguna causa es lo bastante noble como para no ser manchada sin remedio por el asesinato.

www.antoniomuñozmolina.es

jueves, 7 de noviembre de 2013

LA ALFABETIZACIÓN DE ESPAÑA

El  Mundo 21  mayo  2013

                                 
                                      LA ALFABETIZACION DE ESPAÑA
      

Decía Ortega que la política en España –la verdadera, se entiende– tenía que ser sobre todo y ante todo pedagogía. Poco antes, Joaquín Costa hacía de la proclama «¡Escuela y despensa!» el quicio fundamental de su proyecto regeneracionista. Y Machado apelaba también a la «reforma de las entendederas» como palanca del cambio que ayer como hoy precisaba nuestro país. Y si damos por cierta la tesis orteguiana no queda más remedio que confesarnos que el fracaso sociopolítico-institucional al que asistimos halla su causa última no tanto en la desvertebración nacional ni en el fallido intento de acceso a los usos de las democracias europeas, siendo cosas bien graves de por sí. Sino que el origen se sitúa en algo previo y elemental: la ausencia de un nivel educativo mínimamente aceptable no sólo en la enseñanza escolar y universitaria sino, consecuentemente, en el ambiente social imperante y por lógica inclusión, en el mismo mundo laboral. Mas para ello hay que desmontar un mito tan insincero como políticamente interesado: el de que nos encontramos ante la mejor generación preparada de la Historia.
Bien al contrario, las dos nuevas generaciones conformadas bajo el paradigma intelectual logsiano –gestado en los 80 desde la esfera universitaria por los nuevos pedagogos del 68 franco-californiano e implantado en los 90 en las enseñanzas inferiores– se distinguen, nos guste o no, por tener algo de bárbaro y un mucho de analfabeto funcional. Hasta el punto de que el propio Muñoz Molina en su prólogo a El destrozo educativo hubo de advertirnos desolado que «la ignorancia no es progresista». Y si no nos percatamos claramente de que ese –el de la ignorancia dominante– y no otro es nuestro verdadero problema y mal, no habrá rectificación de nuestras patologías políticas y económicas ni apuntalamiento de nuestra cada vez más frágil democracia.
Conviene recordar ante la dimensión de esta catástrofe del modelo educativo del último cuarto de siglo, que como afirmaba uno de sus artífices, César Coll, la LOGSE suponía una genuina «ruptura epistemológica» con toda la tradición educativa anterior. Y en efecto, cualquier profesor universitario comprueba en las aulas cara a cara y día a día el alcance de tal quiebra en dos consecuencias letales: 1) la abolición del pasado y por ende de la tradición milenaria occidental y 2) la creencia en la imposibilidad de hallar ciertas verdades en este mundo. Paremos la atención en cada una de ellas.

1. La tradición perdida: no es casualidad que cuando en 1989 Allan Bloom nos alertaba desde la Universidad de Chicago en El cierre de la mente moderna sobre la progresiva evaporación del corpus de la sabiduría occidental, coincidiera su libro con la implantación aquí de un paradigma que haría tabla rasa del pasado en nombre de un presente y futuro esplendorosos que iban a darnos, según su autor Álvaro Marchesi, la mejor educación de nuestra Historia. La renuncia declarada a mirar al pretérito comportaría así un desdén por los saberes inertes (como la Geografía o la Gramática y no digamos la Filosofía y la Historia) en pro de un «aprender a aprender», donde los cómos suplirían a los qués y la metodología a los fines y contenidos. Conocer ya no sería tanto «recibir» cuanto un «construir», en este caso un hombre nuevo según los criterios sesentayochistas enraizados en Marx, Freud y Lévy-Strauss con sus respectivas «teologías sustitutivas» como ha percibido Steiner en uno de los libros más lúcidos de fin de siglo: Nostalgia del absoluto. Pena que para llegar a dicha utopía de la LOGSE se hayan sacrificado ya dos generaciones de estudiantes nuestros en el compás de su presunta venida.

Por la misma razón, la euforia de los ideólogos logsianos presuponía un adanismo por el que el docente y alumno estrenaban el mundo desde una radical novedad: la suya misma. Ahora bien, toda forma de adanismo, Ortega bien lo vio, tiene siempre un mucho de Narciso que en su recreación satisfecha vive de espaldas al esfuerzo y la cultura. Un pensador de izquierdas tan original como Christopher Lasch lo ha descrito agudamente en La cultura del narcisismo, como redactado para nuestros estudiantes y maestros: «Vamos perdiendo rápidamente –escribe Lasch–el sentimiento de la continuidad histórica, el sentimiento de pertenencia a una sucesión de generaciones que hunde sus raíces en el pasado y se proyecta en el futuro. Es la pérdida del sentido histórico, en particular la lenta disolución de cualquier interés serio por la posteridad».
Eso es es lo que nos encontramos, con pavor y compasión, en nuestras aulas un día universitarias: un «eterno presente» en el que los alumnos carentes de una cartografía del mundo, de la vida y del tiempo reciben informaciones inconexas que conforman aquel «montón de imágenes rotas» que Eliot mentaba en La tierra baldía. El legado occidental con su canon de valiosidades, se desagua así en un nuevo torrente de barbarie silenciosa donde el adjetivo mejor queda prohibido. Y no olvidemos que las delicadas democracias se incluyen entre los mejores caudales de nuestra masa hereditaria común.

2. La imposibilidad de la verdad: «Si hay algo de lo que un profesor puede estar absolutamente seguro es de lo siguiente: casi todos los estudiantes que ingresan en la universidad creen, o dicen creer, que la verdad es relativa». Así arranca el libro mencionado de Bloom que lleva un subtítulo bien elocuente: Cómo la educación superior ha fallado a la democracia y ha empobrecido las almas de los estudiantes de hoy. Entre nosotros, esta proposición –«la verdad no existe»– alcanza en el paradigma logsiano la categoría de dogma ya que en su base se encuentra una concepción del conocimiento como construcción social. La presunta verdad se debe, pues, a supuestos políticos, de clase, o económicos y por tanto, de nuevo, el conocer ya no es un «hallar» sino un «construir» o, en nuestro caso más bien, un «deconstruir» estimaciones pasadas. Así, por ejemplo, los particularismos propios de nuestro sistema educativo en el Estado autonómico obedecen a ese predominio en el saber de lo «social inmediato» sobre lo «objetivamente relevante». Y sin embargo este escepticismo de partida y llegada destruye, quiérase o no, cualquier proyecto formativo que nos hable de la estructura real del mundo y de nuestra circunstancia histórica, además del plano moral: si no hay posible hallazgo de lo verdadero tampoco lo puede haber de lo bueno. Y ese es nuestro naufragio colectivo al que ahora, atónitos, asistimos. Vetado así el acceso a las virtudes intelectuales y morales con su correspondiente esfera de valores, la pregunta grave surge al punto: ¿cómo se puede sobrellevar lo que Allport denominaba «la pesada carga de toda democracia» por parte de un cuerpo social carente desde los mismos centros de enseñanza de un conjunto de virtudes que no son hereditarias? Ante todo ello en estas nuestras horas tan graves la primera labor de cualquier proyecto nacional regeneracionista ha de ser pedagógica. Teniendo su banderín de enganche en un lema imperativo que es además, hoy, obra suprema de misericordia: alfabetizar España.

Ignacio García de Leániz Caprile es profesor del Recursos Humanos de la Universidad de Alcalá de Henares.
El  Mundo 21  mayo  2013


miércoles, 16 de octubre de 2013

Adictos al trabajo
ABC,  2 de octubre de 2013 | Enrique Rojas
En los últimos tiempos ha aparecido con fuerza una nueva enfermedad psicológica: la adicción al trabajo. Es un concepto relativamente reciente que aparece hacia 1970, y fue Oates el primero que habló de Workaholism, que se define como una necesidad incontrolable de trabajar, en donde el sujeto va dedicando cada vez más horas a su actividad profesional sin tiempo para nada más. Es un trabajar incesante que como una mancha de aceite se va extendiendo en la vida de la persona y no puede hacer nada por frenarlo.
He comentado con alguna frecuencia que el proyecto de vida debe albergar en su interior cuatro grandes argumentos: amor,trabajo, cultura y amistad. Los dos grandes acompañantes de la vida son amor y trabajo. Entre todos ellos debe haber una armonía y un equilibrio que cada uno debe encontrar en el arte de vivir.
Aquí aparece el amor por el trabajo y la vocación por las tareas que tiene entre manos, pero se va colando poco a poco de forma sinuosa, zigzagueante e imprecisa un amor desordenado al trabajo. Hay una frontera poco clara en sus comienzos entre trabajar mucho, por un lado, y no tener tiempo na da más que para trabajar. De tal manera que se va produciendo un cambio cuantitativo y cualitativo en esa persona: se vive para trabajar.
Voy a tratar de hacer un inventario de los principales síntomas que se hospedan en esta enfermedad:
1. Se trata de sujetos que son buenos profesionales, pero que por un afán de mejorar y de ascender en su tarea van dedicando cada vez más horas a esa actividad, para terminar siendo personas que viven por y para el trabajo. Su trabajo se convierte en una cárcel de oro de la que no pueden salir. Uno de los síntomas más importantes es que estas personas están siempre agotadas, desbordadas, cansadas, pero no saben decir que no, ni poner freno a demandas profesionales que van surgiendo.
2. No suelen tener conciencia de enfermedad. O dicho de otra manera: no aceptan ese diagnóstico, se resisten a él, y piensan que los comentarios de familiares cercanos o amigos son exagerados, y recuerdan que a mucha gente cercana le pasa más o menos lo mismo.
3. Tienen gran dificultad para delegar. Y esto es por miedo a que no se hagan las cosas tal y como ellos quieren que se lleven a cabo. Uno de los éxitos de las personas que trabajan en equipo es el arte de delegar: saber distribuir las funciones de forma equilibrada, estimulando a cada uno de ese equipo para que haga la tarea de la mejor manera posible.
4. Esto suele darse en un terreno abonado que suele ser el siguiente: personas bastante perfeccionistas, exigentes, obsesivas, con un ansia desbordante de ascender, de mejorar en ese trabajo. Lo que en un principio es positivo, trabajar bien y trabajar mucho, se va convirtiendo en un activismo incesante y esa persona se ve envuelta en un bucle en donde el trabajo se lo come todo y no hay resquicio ni espacio para nada más. Esto se da especialmente en el mundo de los abogados, los periodistas y los hombres de negocios… pero no están exentas otras profesiones que se apuntan al carro de esta adicción.
5. Aparece el estrés. Es el ritmo trepidante de vida profesional sin tiempo para nada más que para trabajar. Estas personas están siempre quejándose, y aparece ansiedad, inquietud, desasosiego, nerviosismo… con cambios frecuentes de humor y oscilaciones del ánimo. Un buen amigo mío me dijo de un abogado de Madrid conocido de ambos: «A nuestro amigo se lo ha comido el trabajo». 6. Son personas que han perdido el sentido del descanso. Y el tiempo libre se puebla de relaciones y contactos profesionales. Ahí aparece el móvil. La gran mayoría de adictos al trabajo hablan muchas horas por el teléfono. Todos justifican esta conducta como un elemento más en su vida laboral y no llegan a ser conscientes de que cualquier conversación familiar o con amigos se ve interrumpida una y otra vez por el teléfono; no hay continuidad, ya que no saben hacer una administración inteligente del mismo.
7. Uno de los síntomas mas característicos de esta curiosa enfermedad moderna es que esas personas se llevan trabajo a casa en el fin de semana. Esto quiero subrayarlo. Esto lo justifican con razonadas sinrazones: se trata de un tema apremiante, una cuestión de urgencia… con lo cual también el tiempo libre se puebla de actividades profesionales.
8. Como consecuencia de todo eso se produce un distanciamiento de la relación conyugal y de los hijos. En nuestro medio la gran mayoría de los que padecen profesionalitis son hombres. En ese caso, la esposa se va volviendo una persona desencantada, que ve la distancia psicológica que hay con su marido, la falta de diálogo, de comunicación, de sintonía, de complicidad, y aparece de forma magistral la figura de el padre ausente. Que tiene una realidad física, pero que no tiene una actividad educativa ni de cercanía, que no tiene tiempo para su mujer ni para sus hijos.
Hago un alto en el camino para hacer esta observación: un buen padre vale más que cien maestros. Muchas personas adictas al trabajo tienen tres amenazas en su evolución: la posible ruptura conyugal, el estrés con manifestaciones psicosomáticas y alguna enfermedad física que pueda ir asomando… como el infarto de miocardio o la úlcera de estómago.
9. En muchos casos, si uno bucea en la ingeniería de la conducta de estas personas, descubre que son egocéntricos, con un amor desordenado a sí mismos y con una ambición desmedida. Se entra de este modo en una espiral competitiva, voraz y trepidante, de la que va siendo cada vez más difícil salir… Asoman ahí el afán enfermizo de éxito, la pasión económica… olvidándose de que la vida es un arte entre trabajo y descanso, entre amor y cultura, con una pincelada hacia la amistad.
10. La adicción al trabajo se puede curar. Pero es condición sinequanon que esa persona tenga conciencia de lo que le ocurre con todas sus consecuencias. Los psiquiatras y psicólogos sabemos muy bien que los alcohólicos niegan su adicción al alcohol o la minimizan o le quitan importancia… Mutatis mutandis aquí sucede lo mismo.
Trabajar bien es una noble aspiración. Dice el Eclesiástico: «Ama tu oficio y envejece en él». En la catedral de Burgos, que fue construida durante varios siglos, en la parte alta hay unas blondas de piedra trabajadas por los canteros medievales, que son una obra de artesanía arquitectónica. No se ven desde abajo, sino que hay que subir a la parte alta de la ciudad para poder contemplarlas. Ese era un trabajo de categoría. Amor y trabajo conjugan el verbo ser feliz. Aprender a trabajar con profesionalidad pero sin adicción es un reto al que hay que aspirar.
Enrique Rojas