El pasado imperfecto
Se
acaba de reeditar en Estados Unidos un libro de Tony Judt que apareció por
primera vez en 1992 y que yo no conocía: Past imperfect: french
intellectuals, 1944-1956. Me ha impresionado mucho porque yo viví en
Francia unos siete años, en un período, 1959-1966, aún impregnado por la
atmósfera y los prejuicios, acrobacias y desvaríos ideológicos que el gran
ensayista británico describe en su ensayo con tanta severidad como erudición.
El
libro quiere responder a esta pregunta: ¿por qué, en los años de la posguerra
europea y más o menos hasta mediados de los sesenta, los intelectuales
franceses, de Louis Aragon a Sartre, de Emmanuel Mounier a Paul Éluard, de
Julien Benda a Simone de Beauvoir, de Claude Bourdet a Jean-Marie Doménach, de
Maurice Merleau-Ponty a Pierre Emmanuel, etcétera, fueron prosoviéticos,
marxistas y compañeros de viaje del comunismo? ¿Por qué resultaron los últimos
escritores y pensadores europeos en reconocer la existencia del Gulag, la
injusticia brutal de los juicios estalinistas en Praga, Budapest, Varsovia y
Moscú que mandaron al paredón a probados revolucionarios? Hubo excepciones
ilustres, desde luego, Albert Camus, Raymond Aron, François Mauriac, André
Breton entre ellos, pero escasas y poco influyentes en un medio cultural en el
que las opiniones y tomas de posición de los primeros prevalecían de manera
arrolladora.
Judt
traza un fresco de gran rigor y amenidad del renacer de la vida cultural en
Francia luego de la liberación, una época en la que el debate político impregna
todo el quehacer filosófico, literario y artístico y abraza los medios
académicos, los cafés literarios y revistas como Les Temps Modernes, Esprit,
Les Lettres Françaises o Témoignage Chrétien, que pasan de mano en
mano y alcanzan notables tirajes. Comunistas o socialistas, existencialistas o
cristianos de izquierda, sus colaboradores discrepan sobre muchas cosas pero el
denominador común es un antinorteamericanismo sistemático, la convicción de que
entre Washington y Moscú aquél representa la incultura, la injusticia, el imperialismo
y la explotación y éste el progreso, la igualdad, el fin de la lucha de clases
y la verdadera fraternidad. No todos llegan a los extremos de un Sartre, que,
en 1954, luego de su primer viaje a la URSS, afirma, sin que se le caiga la
cara de vergüenza: “El ciudadano soviético es completamente libre para criticar
el sistema”.
No
se trata siempre de una ceguera involuntaria, derivada de la ignorancia o la
mera ingenuidad. Tony Judt muestra cómo ser un aliado de los comunistas era la
mejor manera de limpiar un pasado contaminado de colaboración con el régimen de
Vichy. Es el caso, por ejemplo, del filósofo cristiano Emmanuel Mounier y
algunos de sus colaboradores de Esprit, quienes, en los comienzos de la
ocupación, habían sido seducidos por el llamado experimento de nacionalismo
cultural Uriage, patrocinado por el Gobierno, hasta que, advertidos de que era
manipulado por las fuerzas nazis de ocupación, se apartaron de él. Y yo
recuerdo que, a comienzos de los años sesenta, ante unos manifestantes universitarios
que querían impedirle hablar y le citaban a Sartre, André Malraux les
respondió: “¿Sartre? Lo conozco. Hacía representar sus obras de teatro en
París, aprobadas por la censura alemana, al mismo tiempo que a mí me torturaba
la Gestapo”.
Tony Judt
dice que, además de la necesidad de hacer olvidar un pasado políticamente
impuro, detrás del izquierdismo dogmático de estos intelectuales, había un
complejo de inferioridad del medio intelectual, por la facilidad con que
Francia se rindió ante los nazis y aceptó el régimen pelele del mariscal
Pétain, y fue liberada de manera decisiva por las fuerzas aliadas encabezadas
por Estados Unidos y Gran Bretaña. Aunque existió, desde luego, una resistencia
local y una participación militar (gaullista y comunista) en la lucha contra el
nazismo, Francia sola no hubiera alcanzado jamás su propia liberación. Esto,
sumado a la cuantiosa ayuda que recibía de Estados Unidos, a través del Plan
Marshall, en sus trabajos de reconstrucción, habría diseminado un resentimiento
que explicaría, según Judt, esa enfermedad infantil del izquierdismo
proestalinista que signó su vida intelectual entre 1945 y los años sesenta.
En el polo opuesto, destaca la figura de Albert Camus. No
sólo lucidez hacía falta, en los años cincuenta, para condenar los campos
soviéticos de exterminio y los juicios trucados; también un gran coraje para
enfrentar una opinión pública sesgada, la satanización de una izquierda que
tenía el control de la vida cultural y una ruptura con sus antiguos compañeros
de la resistencia. Pero el autor de El hombre rebelde no vaciló,
afirmando, contra viento y marea, que disociar la moral de la ideología, como
hacía Sartre, era abrir las puertas de la vida política al crimen y a las
peores injusticias. El tiempo le ha dado la razón y por eso las nuevas
generaciones lo siguen leyendo, en tanto que a la mayor parte de quienes
entonces eran los dómines de la vida intelectual francesa, se los ha tragado el
olvido.
Un caso muy interesante, que Tony Judt analiza con detalle,
es el de François Mauriac. Resistente desde el primer momento contra los nazis
y Vichy, sus credenciales democráticas eran impecables a la hora de la
liberación. Eso le permitió enfrentarse, con argumentos sólidos, a la marea
proestalinista y, sobre todo, como católico, a los progresistas de Esprit
y Témoignage Chrétien, que en muchas ocasiones, como durante las
polémicas sobre el Gulag que desataron los testimonios de Víktor Kravchenko y
de David Rousset, hicieron de meros rapsodas de las mentiras que fabricaba el
Partido Comunista francés. Por otra parte, tanto en sus memorias como en sus
ensayos y columnas periodísticas se adelantó a todos sus colegas en iniciar una
profunda autocrítica de los delirios de grandeza de la cultura francesa, en una
época en la que —aunque muy pocos lo percibieran entonces además de él—
precisamente entraba en una declinación de la que hasta ahora no ha vuelto a
salir. Nunca me gustaron las novelas de Mauriac y por eso descarté sus ensayos;
pero el Past imperfect de Judt me ha convencido de que fue un error.
Sin embargo, no todo es convincente en el libro. Es
imperdonable que, además de Camus, Aron y otros, no mencione siquiera a
Jean-François Revel que, desde fines de los años cincuenta, libraba también una
batalla muy intensa contra los fetiches del estalinismo, y que no resalte
bastante la denuncia del colonialismo y el apoyo a las luchas del Tercer Mundo
por librarse de las dictaduras y la explotación imperial, que fue uno de los
caballos de batalla y quizá el aporte más positivo de Sartre y muchos de sus
seguidores de entonces.
De otro lado, aunque la dura crítica de Tony Judt a lo que
llama la “anestesia moral colectiva” de los intelectuales franceses sea, hechas
las sumas y las restas, justa, omite algo que, quienes de alguna manera vivimos
aquellos años, difícilmente podríamos olvidar: la vigencia de las ideas, la
creencia —acaso exagerada— de que la cultura en general, y la literatura en
particular, desempeñarían un papel de primer plano en la construcción de esa
futura sociedad en que libertad y justicia se fundirían por fin de manera
indisoluble. Las polémicas, las conferencias, las mesas redondas en el
escenario atestado de la Mutualité, el público ávido, sobre todo de jóvenes,
que seguía todo aquello con fervor y prolongaba los debates en los bistrots
del Barrio Latino y de Saint Germain: imposible no recordarlo sin nostalgia.
Pero es verdad que fue bastante efímero, menos trascendente de lo que creímos,
y que lo que entonces nos parecían los grandes fastos de la inteligencia eran,
más bien, los estertores de la figura del intelectual y los últimos destellos
de una cultura de ideas y palabras, no recluida en los seminarios de la
academia, sino volcada sobre los hombres y mujeres de la calle.
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