domingo, 11 de junio de 2023

 

MANUEL HIDALGO

El  Mundo  04/05/2018

OTRAS VOCES

LA BALSA DE LA MEDUSA

En el dentista

 

IMAGINEMOS que vamos al dentista con un dolor de muelas espantoso y con media cara inflamada hasta la deformidad. Tomamos asiento en el antipático sillón, y el gentil odontólogo, antes de explorar nuestra muy dañada boca y de hacer, de inmediato, una radiografía de la zona afectada, lanza un virulento ataque verbal contra determinados colegas de profesión e, incluso, de consulta, prosigue con una recusación de su colegio profesional que prolonga con una acerba crítica a los estudios universitarios de odontología, se queja después de la escasa diligencia de su enfermera y de su protésico, filosofa sobre la conveniencia o no de usar mascarilla y anestesia, razona sobre la utilización conjunta y sucesiva de antibióticos y tenazas para tratar las piezas dentales infectadas y desahuciadas y, en este plan, nos tiene y nos mantiene con la boca abierta sin acometer ninguna acción debido a la falta de acuerdos profesionales, farmacológicos, colegiales y científicos.

Su monólogo, qué duda cabe, es interesantísimo, nos tiene atrapados y expectantes. Pero ese hombre no parece tener la menor intención de acometer la eliminación de nuestro mal. «¿Acaso un premolar y un molar son tan distintos?», le oímos preguntarse antes de desmayarnos.

Pues así, más o menos, estamos ahora con los políticos. La política española se ha convertido en política sobre la política y sobre los políticos. Se ha vuelto metapolítica. En vez del arte de lo posible –de hacer posibles, entendámoslo así, las soluciones a los problemas–, los políticos españoles actuales están abducidos por el temperamento declarativo –un amasijo de afirmaciones, dudas, rectificaciones y contradicciones–; se emplean a fondo en peleas internas y externas de individuos y de facciones; están pendientes de imputaciones, sentencias, inhabilitaciones, diplomas, encarcelamientos y excarcelaciones; hacen reuniones, comités, congresos y meriendas deliberativos de los que surgen resoluciones que nada resuelven; no mueven un dedo sin establecer o consolidar alianzas que ellos mismos se encargan de impedir o dinamitar, están, vaya, sumergidos en su propia infección inflamatoria de modo que, siendo frenética su actividad y su facundia, nuestro dolor de muelas va en aumento y quedan aplazados el diagnóstico y la terapia. «¿Qué es la boca?, ¿de qué boca hablamos?, ¿boca de metro, boca de riego, Boca Juniors?», le oímos decir al dentista antes de volver a perder el conocimiento. Nos queda irnos a hacer gárgaras con coñac.

lunes, 21 de septiembre de 2020

SALIR DE LA GRUTA

 

Salir de la gruta

Para salir de los mundos mentales cerrados, propios de las sectas o círculos de elegidos, es necesario en primer lugar una cierta propensión a la independencia personal. Y, además, acogerse al amparo moral de otra autoridad fuerte

JOSÉ ÁLVAREZ JUNCO

Doce niños son rescatados, felizmente, de una cueva tailandesa. En esos mismos días conozco, por fortuna, al chileno Mauricio Rojas, cuya historia personal me impresiona: antiguo militante del MIR, exiliado a Suecia tras el golpe de Pinochet, se integró en aquel país, fue elegido diputado y actuó durante años en el Parlamento sueco; hoy es asesor del nuevo presidente chileno Piñera, liberal conservador.

Relaciono ambos casos, no sé si por los pelos, con la evolución intelectual y vital de mi generación, la de los nacidos bajo el primer franquismo. No hemos vivido, pienso, un proceso gradual de aprendizaje, una tranquila acumulación de conocimientos, sino una sucesión de refugios en grutas, mundos mentales cerrados, en los que nos integramos con fe ciega durante años para, en cierto momento, tras dramáticas crisis personales, arrumbarlos y sustituirlos por otros.

Llamo mundos mentales cerrados a los propios de las sectas, círculos de elegidos, creyentes en la salvación colectiva, alimentados por ideologías globales, con respuestas para todo; comunidades que solo reciben su propia e interesada información y desconfían de cualquier aporte proveniente del exterior, al que creen hostil, y que castigan o excluyen a quien se obstina en plantear dudas o mantener opiniones propias.

 

¿Cómo se puede salir de este tipo de grutas mentales si desde ellas se carece, por definición, de acceso a toda información crítica? Es una operación, en principio, más difícil que la de Tailandia, pero de hecho ocurre y todos hemos conocido giros vitales de este tipo. Aunque también sabemos de gente que no ha cambiado nunca, que han sido fieles a una Iglesia, o a Trotski, toda su vida.

Lo primero que se necesita para liberarse de esas grutas es, desde luego, una cierta actitud rebelde, un individualismo, una propensión a la independencia personal más que a la lealtad incondicional hacia el grupo. Al decir esto halago a quienes protagonizan estas rebeldías, pero no en todo seré tan positivo. En nuestro caso, el primer mundo cerrado en que crecimos fue el nacionalcatolicismo, anclado en la condena de la modernidad por Pío IX, tan viva aún en los colegios de curas de la España de los años 1950. Las pruebas acumuladas por Tomás de Aquino sobre la existencia de Dios, oídas en clase de filosofía, nos parecían irrefutables. Pero por algún lado llegaban objeciones, que no dejaban de rebullir en la cabeza de un chico de dieciocho años. Si Dios era tan bueno, ¿por qué existía el mal? ¿por qué era tan injusto el mundo? No bastaba referirse al demonio, porque Satanás mismo era, como todo, producto de la voluntad divina. ¿Por qué había el Supremo Hacedor consentido —o decidido libremente— que existiera Satanás?

Venía a continuación la pésima reacción del grupo ante el inquieto. Desconfiaban de inmediato, le excluían, no perdían el tiempo con él. Por mucho que lo intenté, nunca logré mantener un debate serio sobre el origen del mal en el mundo. Un par de curas me dijeron que era un muchacho interesante, con inquietudes, que teníamos que hablar largo y tendido. No encontraron el momento para hacerlo. Pero no todo deja en tan buen lugar la personalidad del disidente, no todo se debe a su espíritu crítico, insatisfecho con las explicaciones tranquilizadoras que apuntalan la visión del mundo dominante en su entorno. Existe también un lado menos honorable. Pocos prescinden del amparo de un grupo cerrado sin acogerse a otra autoridad o referencia moral fuerte. Mi decisión de no ir a misa un cierto domingo, por ejemplo, se reforzó al caer en la cuenta de que Ortega y Gasset no era católico; si Ortega, de quien había leído un par de libros y a quien creía una mente de prestigio universal e incontestable, no creía en ese Dios uno y trino cuya voz en la tierra era la Iglesia de Roma, alguna razón habría para no hacerlo. Un argumento de autoridad tan ingenuo como ese pesó tanto o más que cualquier planteamiento racional.

Durante años, o decenios, el mundo mental en el que nos refugiamos los miembros de mi generación universitaria renegados del franquismo fue una cultura contestataria cuyo soporte intelectual era básicamente marxista. Aquella nueva gruta nos proporcionó amigos, amores, apoyos ante cualquier conflicto personal; y, en el terreno intelectual, respuestas para todo. Cualquier frustración se debía a la dictadura, cuyos cimientos eran la explotación de la clase obrera y el amparo del imperialismo americano. Las multinacionales, oscuras y malignas regidoras del mundo, eran las responsables directas o indirectas de todos los males que afligían a la humanidad: hambres, guerras, analfabetismo, desajustes amorosos, extinción de especies, océanos ahogados en plástico; todo, bien explicado, era culpa del capitalismo depredador.

Tampoco fue fácil escapar de aquello. Ni fue muy distinto el mecanismo seguido. Todo empezó con algunas preguntas cruciales, como por qué la revolución proletaria había desembocado en los horrores del estalinismo. La psicopática personalidad de Stalin no bastaba como respuesta, pues era el propio sistema quien había confiado a un tipo como él, y sin control alguno, la máxima responsabilidad. Al planteamiento reiterado de aquellas objeciones siguió, de nuevo, un proceso duro, del que estuvieron ausentes, como en el anterior, los debates serios. Uno empezó a ser sospechoso en cuanto repitió sus dudas. Perdió amigos, dejó atrás amores, se oyó llamar traidor… Y tampoco bastó la mente crítica. Fue necesario ampararse en personalidades que uno creía autorizadas (Claudín, Semprún, en el caso español; Borges, Paz, Vargas Llosa, para los latinoamericanos). Solo entonces se entrevió la salida de la gruta.

La pregunta es por qué existen esas grutas, por qué tendemos a refugiarnos en ellas, cuál es el camino que nos permite encontrar la salida, y con cuánta frecuencia abandonamos una solo para refugiarnos en otra similar. Los casos de tránsito del marxismo al nacionalismo, por ejemplo, son notorios. O los de aquellos que no salen nunca de la gruta, ni aun cuando creen haberlo hecho, porque siguen aferrados a tópicos propios de aquella visión a la que un día fueron fieles.

Ocurre con las sectas, por antonomasia religiosas. Pero también con los grupos políticos, en general radicales, de derechas o de izquierdas, como nacionalismos o populismos: hablan únicamente entre ellos, leen su propia prensa, oyen su canal de televisión, no permiten que voces ajenas les cuestionen su visión del mundo. Lo tranquilizador es que exista una verdad, garantizada por una autoridad. Lo contrario, lo propio del espíritu libre, es afrontar la realidad sin armadura, a pecho descubierto, aceptando que la verdad es múltiple, que sus fragmentos viven dispersos, que hay que oír a todos y estar dispuesto, hasta el final, a aprender, a cambiar de opinión. Hace falta mucha fuerza para eso.

José Álvarez Junco es historiador

 

viernes, 8 de noviembre de 2019


La enseñanza que castra la creatividad

Para el autor, el sistema educativo español sigue anclado en modelos que fomentan el trabajo memorístico antes que el creativo, un aspecto que será determinante tras la irrupción de la Inteligencia Artificial.


FINALMENTE NO HUBO pacto. Es irrelevante, el tema principal no se discutía: cómo transformar la enseñanza ante la inminente irrupción de la Inteligencia Artificial (IA). Traerá oportunidades, pero acabará con el trabajo, la cultura o el conocimiento que ha guiado a la Humanidad hasta aquí. España está repitiendo su historia de no enfrentarse a la realidad: del XVII al XIX nuestras universidades se encerraron en la Escolástica como si la revolución científico-técnica fuera «una moda pasajera». Y así nos fue.

Hace unos meses este periódico publicó un reportaje sobre si los universitarios españoles cometen más errores ortográficos. No estoy seguro de que sea relevante. Los procesadores de texto corrigen las faltas. En el Siglo de Oro los escritores reproducían palabras con diferentes ortografías, pero lo valioso era su creatividad. Un robot no puede aún superarla. Las generaciones que estudian en estos momentos (desde primaria a la universidad) tendrán que ser educadas en la creatividad, no tanto en las reglas ortográficas. En inglés las clases sociales se distinguen por el acento y, obviamente, la ortografía. En castellano solo la ortografía sugería estrato cultural. La informática ha eliminado esta barrera.

En un mundo cambiante, las universidades no deben ser selectivas, sino inclusivas. Cuando la élite nutría la universidad, un título era pasaporte seguro al empleo. Los profesores ejercían de guardianes y repartían credenciales. Ahora el título apenas cuenta y la misión de la enseñanza debe ser incentivar la creatividad, no la erudición. Cuando no existía Wikipedia, memorizar (el clásico temario que preparan los opositores, incluidos los profesores) era fundamental. Siendo importante ya no es tan relevante. En el siglo XXI el 50% del peso del examen para acceder a profesor de lengua, periodismo o cine debe ser producción literaria o audiovisual propia. Ideas originales, no solo aprender las ajenas. ¿Se debatía eso en la comisión de Educación del Congreso?

La universidad española puede ser criticable pero, en mi opinión, tiene una ventaja: no es selectiva. Más del 90% de alumnos supera la prueba de acceso, mientras que el Gaokao chino lo aprueba el 40%. En Harvard entra el 6% de las solicitudes. Excepto en ciencias e ingenierías (donde hay que resolver problemas y no basta con plantearlos), la mayoría de las titulaciones en España tiene altos índices de aprobados con poco esfuerzo. En Comunicación, por ejemplo, acaba casi el 90% de los que se matriculan. Con sistemas donde los inspectores presionan para aprobar o donde los alumnos, a través de encuestas, deciden el salario o, incluso, la renovación de un profesor, está claro que la exigencia no es un valor en alza. Pero no es malo. Grandes transformadores del XXI –desde Steve Jobs a Zuckerberg o Gates, entre otros– no acabaron la universidad. La filosofía es que «la vida te aprobará o suspenderá». En Comunicación es habitual que malos estudiantes triunfen y que buenos no lo hagan. Y esto sucede porque es un área donde la creatividad, y no la erudición, es el valor. El periodismo robot redacta noticias simples, pero no grandes reportajes ni aporta ideas nuevas.

No he conocido a un periodista o cineasta –o pintor o escultor– a quien le exijan su título universitario. Y, desde luego, menos aún a alguien contratado por tener sobresaliente en Semiótica o Teoría de la Imagen. Se le contrata si sabe escribir. Si tiene entusiasmo y curiosidad y, sobre todo, creatividad. Y ahí sí sufrimos un grave problema. ¿Cómo se aprende, por ejemplo, a escribir si durante toda la etapa educativa estos chavales no han tenido profesores que lo hayan hecho? En las oposiciones de maestros se valora más conocer las implicaciones sociales de los cuentos (erudición) que crear un relato propio. En secundaria, los profesores prefieren corregir sintaxis y ortografía que sugerirles a los chavales que escriban ensayos, cuentos o capítulos de novelas. Entre otros motivos porque con qué autoridad suspendes la poesía que te entrega un alumno si el profesor jamás ha intentado una. Para ser poeta no hace falta ser culto; para detectar una oración subordinada, sí. Pero, ¿qué es más valioso en tiempos de la IA? La selectividad valora un comentario de texto, que no deja de ser una divagación erudita –como la crítica literaria o cinematográfica– de una cofradía de pedantes sobre lo que un autor quiso decir pero que seguramente jamás pensó. ¿Cuándo se exigirá un relato propio? En Harvard el requisito indispensable para entrar es redactar un buen ensayo (y publican un volumen anual con los mejores). El año pasado Harvard (la primera en los ránkings) doctoró a Obasi Shaw con una tesis en forma de álbum de música rap. Sería impensable en España doctorar con un reportaje, una novela o una película. La Inquisición del siglo XXI –la ANECA– lo impediría.

Todo lo que enseñamos ahora lo hará mejor la Inteligencia Artificial en unos años: desde escribir sin errores hasta estudiar historias clínicas para, a través de análisis químico-físicos, detectar enfermedades. Un algoritmo lo resolverá mejor. No se aprende a crear –arte, ideas nuevas– que es la única manera que tenemos, de momento, de competir con robots inteligentes que dominarán pronto. Un ordenador ya mejora la sintaxis de un texto; incluso redacta un comentario de texto tipo selectividad, pero aún se tardará para que pueda crear ideas originales. La LOGSE introdujo una asignatura – «Aprende a razonar»– que es lo que hacen los algoritmos. La que necesitamos es, parafraseando a Kant, una de «atrévete a pensar». ¡Y a crear!

La ventaja de la creatividad es que no conoce clases sociales. Los hijos de grandes escritores, artistas o científicos poseen cultura (es algo que las élites pueden comprar) pero no heredan su creatividad. Insistir en la ortografía perpetúa la separación de clases. Solo los estratos altos (ojo, no en lo económico sino en lo cultural; pues, a estos efectos, es más clase alta el hijo de humildes maestros que de constructores millonarios pero sin estudios) manejan un vocabulario rico y hábitos de lectura. Eso no los hace más creativos, ni más listos (Amancio Ortega no tiene titulo universitario pero tiene una gran creatividad empresarial); sino más cultos.

LO QUE SE valorará en unos años no es la erudición (que es lo que mide nuestra selectividad y las pruebas de acceso a profesor) sino la contextualización y, en definitiva, la creación de lo nuevo. Las carreras de letras y sociales han sido tradicionalmente elitistas, no porque cueste aprobarlas; sino porque la mochila cultural que traen de sus casas los alumnos de padres con estudios los hace destacar sobre sus compañeros. Todos alcanzan el título final, pero la selección que hace el mercado es implacable con la procedencia.

Esto no pasa tanto en ciencias o ingenierías. Ninguna familia discute ecuaciones diferenciales en el desayuno. Las matemáticas es un talento que no depende tanto de la cultura del entorno. Aunque uno proceda de clase desfavorecida, sus padres pueden realizar un sacrificio y pagar clases particulares. Como hay mucho trabajo en matemáticas o ingeniería, estas titulaciones aún suponen un ascensor social. Pero no ocurre en letras o ciencias sociales. No he conocido a ningún alumno de Periodismo o de Audiovisual que necesite clases particulares para aprobar. Todos obtienen el título, pero solo trabajan los que tienen una mochila llena (de contactos, de libros leídos, de experiencias en el extranjero…). Y, sobre todo, los que demuestran creatividad. Pero en el caso español es innata y ha debido superar la experiencia castradora de la enseñanza.

En la selección del profesorado (sobre todo en la ANECA) se valora más a quien estudia a Almodóvar que al propio Almodóvar. Pocos catedráticos de Periodismo o de Audiovisual se han ganado la vida (al menos un par de nóminas) en la profesión que enseñan. Y pocos alumnos pueden leer los reportajes o ver las películas creadas por sus profesores. Es un sistema burocrático encorsetado que lastra la selección de creadores. Dentro de una década se verá que la mejor tesis de Comunicación en la Complutense fue la de Amenábar (su película Tesis sobre sus profesores castradores). Pero ya será tarde para dar marcha atrás.

Carlos Elías es catedrático de Periodismo de la Universidad Carlos III (en comisión de servicios en la UNED). Su último libro es El selfie de Galileo (Península, 2015).
(2/4/2018  EDUCACION)

martes, 20 de noviembre de 2018


 PARTIDOS POLITICOS Y  REPRESENTACION

PODREM0S   Juan Manuel de  Prada
ABC    11 noviembre 2018

        Se habla mucho en estos días del desencanto que ha aflorado entre las bases de Podemos, al que se le pueden buscar razones más o menos banales, de tipo ideológico o sociológico, que no aciertan a explicar la raíz más profundamente política (incluso, si se quiere, antropológica) del fiasco, que aquí nos proponemos explicar sucintamente.
    Podemos no nació como un partido político al uso, en torno a unas oligarquías ya consolidadas (como fue el caso de UCD o PP), o como resultado de una operación teledirigida por la plutocracia internacional (como ocurrió en la refundación del PSOE en Suresnes). Podemos nació de una efervescencia popular sincera, amasada de descontento y repudio hacia la «vieja política», que adquirió una visibilidad rotunda en las protestas del 15-M. Este movimiento espontáneo lo supieron aprovechar los líderes de Podemos al modo espartaquista preconizado por Rosa de Luxemburgo, presentándose ante esas masas de indignados como una herramienta de poder popular y regeneración democrática. El espontáneo impulso de cambio que latía en la calle fue brillantemente encauzado hacia el fin estratégico de la conquista del poder político por los líderes de Podemos, que así se convirtieron en vanguardia de aquella efervescencia popular, cuidando de que las masas siguiesen creyendo que la vanguardia no hacía sino dar forma a sus reivindicaciones y «poner las instituciones al servicio de la gente».
    Pero, para llevar a cabo esta estrategia espartaquista de conquista del poder, los líderes de Podemos tuvieron que constituirse en partido. Y, constituyéndose en partido, entraron fatalmente en la dinámica descrita por Robert Michels, quien -¡hace ya un siglo!- nos demostrase con su célebre «ley de hierro de la oligarquía» que los partidos políticos son incompatibles con la democracia. Pues, en efecto, los partidos son organizaciones fundadas «sobre el dominio de los elegidos sobre los electores, de los mandatarios sobre los mandantes, de los delegados sobre los delegadores»; o sea, organizaciones oligárquicas cuyos líderes -citamos de nuevo a Michels-, «que al principio no eran más que órganos ejecutivos de la voluntad colectiva, se emancipan al poco tiempo de la masa y se hacen independientes de su control». Este proceso, connatural a todo partido político, en el que «la estructura oligárquica aplasta el principio democrático básico», ha resultado sin embargo mucho más doloroso para los simpatizantes de Podemos, que eran sincera o ingenuamente demócratas y aspiraban a que su partido actuase como vehículo de expresión de sus anhelos.
   Pero en el desencanto que ha aflorado entre las bases de Podemos subyace, sepultada por la hojarasca ideológica, la nostalgia de una política auténticamente democrática, en la que la representación política no se funde (como ocurre en la partitocracia) en el dominio de los elegidos sobre los electores, sino en el mandato de los electores sobre los elegidos. Sólo en un sistema de representación política mediante mandato los anhelos populares podrán encontrar voz en las Cortes y participación en los órganos gubernamentales. Pero, para que esta forma natural de representación política sea viable, primero hay que disolver los partidos políticos, oligarquías que fundamentan su dominio en la demogresca (o sea, en vanas confrontaciones por entelequias), a la vez que aplastan los anhelos genuinos del pueblo (o sea, las realidades concretas de la vida). En el desencanto de los votantes de Podemos hay, en el fondo, un afán de retorno a la comunidad política tradicional, que la partitocracia nunca, nunca, nunca va a satisfacer. Pues la partitocracia existe, precisamente, para destruir la comunidad de los hombres.

martes, 17 de julio de 2018

LIBERTAD YCAMBIO DE OPINION


Salir de la gruta



Doce niños son rescatados, felizmente, de una cueva tailandesa. En esos mismos días conozco, por fortuna, al chileno Mauricio Rojas, cuya historia personal me impresiona: antiguo militante del MIR, exiliado a Suecia tras el golpe de Pinochet, se integró en aquel país, fue elegido diputado y actuó durante años en el Parlamento sueco; hoy es asesor del nuevo presidente chileno Piñera, liberal conservador.

Relaciono ambos casos, no sé si por los pelos, con la evolución intelectual y vital de mi generación, la de los nacidos bajo el primer franquismo. No hemos vivido, pienso, un proceso gradual de aprendizaje, una tranquila acumulación de conocimientos, sino una sucesión de refugios en grutas, mundos mentales cerrados, en los que nos integramos con fe ciega durante años para, en cierto momento, tras dramáticas crisis personales, arrumbarlos y sustituirlos por otros.

Llamo mundos mentales cerrados a los propios de las sectas, círculos de elegidos, creyentes en la salvación colectiva, alimentados por ideologías globales, con respuestas para todo; comunidades que solo reciben su propia e interesada información y desconfían de cualquier aporte proveniente del exterior, al que creen hostil, y que castigan o excluyen a quien se obstina en plantear dudas o mantener opiniones propias.

¿Cómo se puede salir de este tipo de grutas mentales si desde ellas se carece, por definición, de acceso a toda información crítica? Es una operación, en principio, más difícil que la de Tailandia, pero de hecho ocurre y todos hemos conocido giros vitales de este tipo. Aunque también sabemos de gente que no ha cambiado nunca, que han sido fieles a una Iglesia, o a Trotski, toda su vida.

Lo primero que se necesita para liberarse de esas grutas es, desde luego, una cierta actitud rebelde, un individualismo, una propensión a la independencia personal más que a la lealtad incondicional hacia el grupo. Al decir esto halago a quienes protagonizan estas rebeldías, pero no en todo seré tan positivo. En nuestro caso, el primer mundo cerrado en que crecimos fue el nacionalcatolicismo, anclado en la condena de la modernidad por Pío IX, tan viva aún en los colegios de curas de la España de los años 1950. Las pruebas acumuladas por Tomás de Aquino sobre la existencia de Dios, oídas en clase de filosofía, nos parecían irrefutables. Pero por algún lado llegaban objeciones, que no dejaban de rebullir en la cabeza de un chico de dieciocho años. Si Dios era tan bueno, ¿por qué existía el mal? ¿por qué era tan injusto el mundo? No bastaba referirse al demonio, porque Satanás mismo era, como todo, producto de la voluntad divina. ¿Por qué había el Supremo Hacedor consentido —o decidido libremente— que existiera Satanás?

Venía a continuación la pésima reacción del grupo ante el inquieto. Desconfiaban de inmediato, le excluían, no perdían el tiempo con él. Por mucho que lo intenté, nunca logré mantener un debate serio sobre el origen del mal en el mundo. Un par de curas me dijeron que era un muchacho interesante, con inquietudes, que teníamos que hablar largo y tendido. No encontraron el momento para hacerlo. Pero no todo deja en tan buen lugar la personalidad del disidente, no todo se debe a su espíritu crítico, insatisfecho con las explicaciones tranquilizadoras que apuntalan la visión del mundo dominante en su entorno. Existe también un lado menos honorable. Pocos prescinden del amparo de un grupo cerrado sin acogerse a otra autoridad o referencia moral fuerte. Mi decisión de no ir a misa un cierto domingo, por ejemplo, se reforzó al caer en la cuenta de que Ortega y Gasset no era católico; si Ortega, de quien había leído un par de libros y a quien creía una mente de prestigio universal e incontestable, no creía en ese Dios uno y trino cuya voz en la tierra era la Iglesia de Roma, alguna razón habría para no hacerlo. Un argumento de autoridad tan ingenuo como ese pesó tanto o más que cualquier planteamiento racional.

Durante años, o decenios, el mundo mental en el que nos refugiamos los miembros de mi generación universitaria renegados del franquismo fue una cultura contestataria cuyo soporte intelectual era básicamente marxista. Aquella nueva gruta nos proporcionó amigos, amores, apoyos ante cualquier conflicto personal; y, en el terreno intelectual, respuestas para todo. Cualquier frustración se debía a la dictadura, cuyos cimientos eran la explotación de la clase obrera y el amparo del imperialismo americano. Las multinacionales, oscuras y malignas regidoras del mundo, eran las responsables directas o indirectas de todos los males que afligían a la humanidad: hambres, guerras, analfabetismo, desajustes amorosos, extinción de especies, océanos ahogados en plástico; todo, bien explicado, era culpa del capitalismo depredador.

Tampoco fue fácil escapar de aquello. Ni fue muy distinto el mecanismo seguido. Todo empezó con algunas preguntas cruciales, como por qué la revolución proletaria había desembocado en los horrores del estalinismo. La psicopática personalidad de Stalin no bastaba como respuesta, pues era el propio sistema quien había confiado a un tipo como él, y sin control alguno, la máxima responsabilidad. Al planteamiento reiterado de aquellas objeciones siguió, de nuevo, un proceso duro, del que estuvieron ausentes, como en el anterior, los debates serios. Uno empezó a ser sospechoso en cuanto repitió sus dudas. Perdió amigos, dejó atrás amores, se oyó llamar traidor… Y tampoco bastó la mente crítica. Fue necesario ampararse en personalidades que uno creía autorizadas (Claudín, Semprún, en el caso español; Borges, Paz, Vargas Llosa, para los latinoamericanos). Solo entonces se entrevió la salida de la gruta.

La pregunta es por qué existen esas grutas, por qué tendemos a refugiarnos en ellas, cuál es el camino que nos permite encontrar la salida, y con cuánta frecuencia abandonamos una solo para refugiarnos en otra similar. Los casos de tránsito del marxismo al nacionalismo, por ejemplo, son notorios. O los de aquellos que no salen nunca de la gruta, ni aun cuando creen haberlo hecho, porque siguen aferrados a tópicos propios de aquella visión a la que un día fueron fieles.

Ocurre con las sectas, por antonomasia religiosas. Pero también con los grupos políticos, en general radicales, de derechas o de izquierdas, como nacionalismos o populismos: hablan únicamente entre ellos, leen su propia prensa, oyen su canal de televisión, no permiten que voces ajenas les cuestionen su visión del mundo. Lo tranquilizador es que exista una verdad, garantizada por una autoridad. Lo contrario, lo propio del espíritu libre, es afrontar la realidad sin armadura, a pecho descubierto, aceptando que la verdad es múltiple, que sus fragmentos viven dispersos, que hay que oír a todos y estar dispuesto, hasta el final, a aprender, a cambiar de opinión. Hace falta mucha fuerza para eso.

José Álvarez Junco es historiador

jueves, 20 de julio de 2017

¿No estamos fanatizando los españoles?

Trampas de la memoria histórica
Martes, 11/Jul/2017 César Antonio Molina El Mundo
¿Vamos camino de un mundo sin recuerdos? ¿Acaso el mundo tiene recuerdos? ¿Y las naciones, y los estados y las masas tienen recuerdos? Fundamentalmente los recuerdos siempre fueron patrimonio de los individuos, pero después de las grandes matanzas contempladas por la población civil a través de los nuevos medios de comunicación del siglo XX, sobre todo la fotografía, el cine y, más contemporáneamente, la televisión, se fue equiparando la memoria colectiva a la individual, es decir, la real. Hoy se perdona más el olvido individual que el colectivo. El olvido colectivo provoca una manifestación de desastre moral o político.
  Tony Judt advirtió de la pérdida de eco universal que comenzaba a tener la Shoá. El creciente olvido de la misma sería como hacer oídos sordos a otros grandes crímenes intemporales contra la humanidad como la esclavitud, la deportación o los exterminios en masa producto de los estados totalitarios. Esta memoria moral puede ser universalmente compartida, comprendida, defendida y transmitida. Lo peor no es el olvido de lo que no deberíamos olvidarnos, sino de la escritura y reinterpretación del pasado y el control acertado de la memoria colectiva. Paul Ricoeur insiste en que recordar es un deber moral. Las víctimas murieron por nosotros. Pero, ¿y si, a largo plazo, el olvido fuera inevitable cuando hasta incluso en un plazo relativamente breve el recuerdo de un suceso maligno, la Shoá misma y sin excluirla, no lograra ni siquiera proteger a la sociedad de sus futuras repeticiones?
David Rieff en su magnífico y nada complaciente libro Elogio del olvido pone en entredicho respetuoso y provocador las opiniones de Ricoeur, Avishai Margalit o Todorov quienes defendiendo sin límites la necesidad del recuerdo, también hablaban del abuso a veces partidista de la rememoración. Rieff, sin temor, abre el debate entre quienes dudan que el recordar sirva para algo y aquellos otros que defienden la necesidad de la memoria colectiva. Los primeros muestran que las sociedades humanas son perecederas: naciones, civilizaciones, culturas…; que todo tiene una fecha de caducidad -incluso la memoria histórica-; y que ha levantado nuevos conflictos civiles incruentos como las denominadas “guerras de la memoria” en Francia, un debate intenso y casi permanente sobre sus guerras coloniales, muy semejante al que aún hoy perdura en nuestro país sobre nuestra última Guerra Civil.
Pero ¿qué es lo que debe ser recordado y por cuánto tiempo? ¿Cómo ha de celebrarse esta rememoración? De no llevarse a cabo estaríamos en la amnesia vergonzosa a la que se refería el gran filósofo francés de origen judío Jankélévitch. Recordar es un acto moral que combate con las armas de la razón cualquier tipo de negacionismo del mal. Pero ¿cuántos hechos históricos han sido suprimidos de la historia de un país? Nunca hay garantía de que todos los hechos históricos han de ser recordados y, aún menos, cuando los siglos van transcurriendo a buena marcha. ¿Recuerdos históricos sin sentido para nuestra actualidad tan cambiante? ¿Materia científica sólo para historiadores? ¿Huellas para un turismo cultural sin criterio? ¿Se puede olvidar lo que se desconoce?
La memoria caprichosa conduce al olvido o, como decía Adorno, a la nada. Todorov en Los abusos de la memoria la defendía pero advertía de su envés: la mentira. Le Goff animaba a los lectores a que se aseguraran la verdad de la memoria colectiva que conducía a la libertad. A la libertad y a la cura de sus heridas. ¿Acaso el ser humano tiene otra memoria que no sea la de sus heridas? Pero memoria real y no ficticia. El poeta polaco y Premio Nobel de literatura, Milosz, criticaba la sacralización de la memoria colectiva porque conducía a muy grandes distorsiones de la realidad. Él lo supo muy bien con la reescritura de la historia de su país a través del relato estalinista-soviético. La memoria colectiva es una metáfora psicológica.
Como Rieff y todos los autores aquí citados proclaman, hay que reconstruir la memoria colectiva siempre a la luz del presente y en positivo. Deformarla partidariamente conduce de nuevo a graves riesgos. La memoria histórica no se puede levantar sobre recuerdos legendarios y mitológicos enfrentados a los demás. La interpretación de los hechos históricos también cambian con el tiempo: no son ni fácticos, ni proporcionales, ni estables, ni neutrales. No hay que negar el valor de la memoria, pero la histórica no la mitopoética. Muchos autores, y Rieff lo recoge, coinciden en que el apego a la memoria hace a muchas sociedades inmaduras y conflictivas.
La memoria es un componente en la construcción de la identidad europea, pero habrá que explicar pacíficamente las convulsiones que provocaron tantos conflictos a lo largo de la historia continental. Garton Ash añade otra inquietud más, ¿cómo no solo explicar a los europeos quiénes son, sino también a estas multitudes que llegan a nuestras costas que ni saben ni comparten ninguno de esos recuerdos y además traen los suyos propios?
Recordar para ser piadosos con los ancestros. Olvidar es una manera de impiedad. Recordar en una justa medida pues el exceso de memoria colectiva nacional es a veces peligroso. Lo mejor es el espacio que queda entre una justa medida de recuerdo y de olvido. Y que este espacio entre ambos no sea demasiado doloroso, que pueda ser soportado por todos, que no impida un porvenir de paz, respeto y reconciliación. El rencor es ajeno.
El peligro está, y Rieff lo subraya a la perfección, en la confusión entre memoria e historia, en la apropiación de la segunda por la primera, de la misma manera que la política también se ha apropiado de la memoria. Peligro de que la memoria colectiva legitime tendencias particulares, a unos partidos políticos frente a otros. Peligro de que esta “democratización” de la historia subordine a la propia historia a la memoria colectiva. El tiempo conduce al olvido, despega a las posteriores generaciones de aquellos acontecimientos de los que se consideran cada vez más ajenos. Los verdugos pagaron o ya no se les puede hacer pagar. Las víctimas fueron reconocidas y recordadas, pero individualmente ya no tienen representantes.
Recordar y olvidar en el recuerdo. Olvidar-recordar equivale a pedir justicia. La justicia supone superar el resentimiento que acarrea. El resentimiento, su carencia, supone superar el complejo de perdedor. Pero incluso recordando Auschwitz, la humanidad siguió llevando a cabo atrocidades. Aquello de Santayana de que los que no pueden recordar el pasado están condenados a repetirlo no siempre se cumple. Por lo general el irracionalismo y el egoísmo se imponen.
Arte de la memoria, arte del olvido. Primero reconocer la culpa, luego el perdón. La memoria histórica resucita a los protagonistas del pasado en el presente. ¿No es esto una distorsión? La memoria histórica no es a veces un deseo de libertad y de reemplazar el mundo dado por otro emocionalmente imaginario de creación propia. No hay que olvidar la verdadera historia y evitar los excesos del recuerdo y del olvido. Recordar es, sobre todo, reconocer la verdad ocultada por la memoria.
Rieff, al referirse a la Transición democrática española, la califica de “pacto de olvido” entre la izquierda y la derecha. Aunque nunca se formalizó “resultó esencial para el acuerdo político que restauró la democracia. En gran medida la transición llegó sobre las alas de la reescritura y del olvido”. Y añade el historiador norteamericano que la Ley de Memoria Histórica aprobada por el Parlamento español en 2007, en cierto sentido era una ley de “olvido histórico”. La memoria debe ser fundamentalmente una prevención contra el fanatismo.


jueves, 22 de enero de 2015

LOS PROBLEMAS DE CONEXION CON EL ELECTORADO DEMOCRATA




Entrevista a THOMAS FRANK,historiador democrata.

«Obama cree que el presidente ha de ser un centrista; eso limita la posibilidad de cambios»
LUGAR DE NACIMIENTO: Kansas City (Misuri, EEUU) / EDAD: 48 años / FORMACIÓN: Doctor en Historia por la Universidad de Chicago / OCUPACIÓN: Columnista en la revista ‘Harper’s’ y analista político / AFICIONES: La jardinería / SUEÑO: Es demasiado pesimista para que se le ocurra ninguno
             

A Barack Obama le quedan tres años en la Casa Blanca. Pero, para los cínicos, su presidencia ya ha acabado.
Obama ganó la reelección, decían, porque su partido, el Demócrata, era el futuro: tenía el apoyo de las mujeres, las minorías y los jóvenes. Pero, a falta de dos días para que se cumpla el primer aniversario de su segunda toma de posesión del cargo, esa presuntamente invencible coalición no ha sido capaz de sacar una sola ley adelante, y ahora afronta el peligro de perder el Senado en las elecciones de noviembre. ¿Por qué? Para Thomas Frank, la respuesta se resume en una sola frase: porque los demócratas ignoran a su electorado. Sobre esa idea, Frank ha cimentado su reputación de Pepito Grillo de la izquierda estadounidense desde que en 2004 publicó el libro que marcó las elecciones en las que George W. Bush fue reelegido: What’s the matter with Kansas? (¿Qué pasa con Kansas?).
Según Frank, el Partido Demócrata ignora los problemas económicos de los votantes y trata de evitar que se le identifique con posiciones izquierdistas. En lugar de eso, usa un lenguaje tecnocrático e intenta presentarse como un partido responsable frente al extremismo de sus rivales. Entonces, el debate se limita a cuestiones sociales y de valores, dos áreas en las que los republicanos se mueven como pez en el agua. Frank dice que sabe de lo que habla porque él mismo se crió en Kansas –una de las bases de poder del conservadurismo estadounidense– e incluso fue activo militante republicano.
El éxito de What’s the matter with Kansas? ha convertido a su autor en una celebridad en EEUU, amado y odiado a partes iguales por demócratas y republicanos, tal vez porque, aunque detesta a los segundos, también cree que son más eficaces a la hora de ganar elecciones. Su popularidad fue tal que entre 2008 y 2012 fue el rojo oficial de la conservadora sección de Opinión de The Wall Street Journal. Ahora, con Pobres Magnates (Ediciones Sexto Piso), analiza el Tea Party, un movimiento que propone la abolición del Estado del Bienestar del que, paradójicamente, se benefician gran parte de sus votantes, que son de ingresos medios y bajos.
Pregunta.–El lunes se cumple un año de la segunda jura del cargo de Obama. Pero toda la atención se centra en las elecciones al Congreso de noviembre y, cuando éstas se hayan celebrado, sólo hablaremos de las presidenciales de 2016. ¿Está amortizada la presidencia de Obama?
Respuesta.–En general, sí. Pero desde hace mucho. La Presidencia de Barack Obama se acabó cuando el Congreso aprobó la reforma sanitaria, en marzo de 2010. Ahora mismo, la gran cuestión de la política de EEUU no tiene que ver con la Casa Blanca o con los planes del presidente, sino con las posibilidades de que los republicanos logren la mayoría en el Senado en noviembre. Eso sería catastrófico para Obama.
P.–¿Puede suceder?
R.–Sí. Y, en buena medida, por culpa de Obama y de los demócratas. Siempre que he hablado con líderes de ese partido y con sus estrategas electorales, me han transmitido la misma idea: hay que ganar la Presidencia; el Congreso daigual.Los presidentes demócratas nunca hacen campaña a favor de candidatos de su mismo partido; los republicanos, sí.
P.–El presidente se vendió a sí mismo como el hombre del cambio. ¿Ha traicionado a sus votantes?
R.–No. Pero, a efectos prácticos, es como si lo hubiera hecho. Cuando ganó Obama, teníamos esperanza. Yo estaba entusiasmado. Pensábamos que iba a ser diferente de los otros demócratas. Y no ha sido el caso. No me malinterprete. Ha sido un presidente muy bueno: no ha tenido ningún gran escándalo; su reforma sanitaria es histórica; y nos ha sacado de las guerras estúpidas en las que nos había metido su predecesor. Pero no ha sido capaz de entender a sus votantes.
P.–¿La segunda venida de Clinton?
R.–Ambos cometieron el mismo error: caer en la llamada triangulación, que no es más que la idea de que el presidente debe ser un centrista y mantenerse por encima de las luchas políticas. Eso limita la posibilidad de hacer cambios. No pasa con los presidentes republicanos: ellos son conservadores y no piden disculpas por ello.
P.– Usted siempre ha sostenido que, bajo lo que en EEUU se denomina guerras de la cultura, hay motivaciones económicas. Es decir, que las ideologías que identifican a los políticos sólo son una máscara de intereses económicos. ¿Son las guerras de la cultura la versión actual de la lucha de clases marxista?
R.–Son lo que usa el movimiento conservador de Estados Unidos para disimular que defiende a una clase –los ricos– pero necesita el apoyo de otra –los pobres– para gobernar. Por ejemplo, el concepto de «las élites de izquierdas» [liberal elites, similar a la izquierda divina o la izquierda caviar de Francia], al que los republicanos recurren constantemente, es pura retórica de lucha de clases.
P.–EEUU tiene la mayor desigualdad de ingresos desde hace 90 años. Pero está mal visto hablar de «clases» y, en particular, de «clase obrera» o «clase trabajadora». En vez de eso, se usa la expresión «clase media» como un cajón de sastre en el que caben desde personas que bordean la pobreza hasta millonarios. ¿Por qué?
R.–Porque la izquierda así lo ha decidido. En los años 50, el movimiento sindical estadounidense estaba orgulloso de sus triunfos, ya que había logrado que la clase obrera accediera a los logros y las aspiraciones de la clase media. Desde entonces, hablar de «clase obrera» es tabú. El problema es que eso es muy confuso, porque es poner en el mismo saco a gente que gana 15.000 dólares brutos [11.000 euros] al año y a gente que gana 15 millones. Claro que, los que dirigen las campañas y escriben los discursos, sí saben a quién se están dirigiendo.
P.–Pero los republicanos también tienen un argumento económico. Ellos dicen que saben gestionar la Administración Pública mejor.
R.–Lo que hacen es privatizar la Administración Pública. Washington se ha convertido en la ciudad más cara de EEUU por la proliferación de contratistas y consultores de empresas privadas que cobran barbaridades al Estado por hacer funciones que hasta ahora eran de las Administraciones Públicas.
P.–Muchas de esas funciones no pueden ser realizadas por las Administraciones porque no tienen ni capacidad ni flexibilidad para hacerlo. Si las agencias de calificación de riesgos o las empresas privadas de espionaje están teniendo tanto poder es porque el sector financiero o internet están expandiéndose a un ritmo inalcanzable por el Estado.
R.–El problema es que esas empresas están haciendo funciones públicas motivadas por su afán de lucro. Para mí, lo más grave del caso Snowden es que la NSA subcontrataba su trabajo a una empresa privada, Booz Allen. Esa gente hace el trabajo de los espías, pero lo hace por dinero. Y eso me da miedo, porque manejan un material muy sensible.
P.–No me diga que, electoralmente, la izquierda lo hace todo mal y la derecha bien.
R.–No, porque ése no es el problema. El problema es cuando la izquierda renuncia a usar la economía en favor de la tecnocracia. Entonces, anula la posibilidad de crear movilización social y, sin movilización social, no hay reformas. Es algo que los republicanos saben muy bien. Grupos como Patriotas del Tea Party tienen una capacidad de movilización mucho mayor que la de cualquier organización demócrata. El Tea Party dice que Obama va a destruir EEUU. A cambio, la Casa Blanca lanza el Acuerdo de Asociación Transpacífico, y lo negocia en secreto para beneficiar a las grandes empresas. ¿Cuál de las dos ideas tiene más tracción entre la opinión pública?
P.–No me negará que los demócratas también se consideran a sí mismos más listos que sus rivales republicanos.
R.–Ése es otro problema. Si usted pregunta a cualquier demócrata acerca del Tea Party, ¿qué le va a contestar?
P.–Que es un movimiento racista, cuyo catalizador ha sido un presidente negro.
R.–Exacto. Ésa es una forma muy cómoda de echar balones fuera y no hacer autocrítica. Sin embargo, el Tea Party tiene algo más que una motivación cultural, racial o social. Tiene una motivación económica. Los distritos electorales de los que proceden los congresistas más conservadores son muy pobres. La gente que vive en esas regiones está desesperada. Hay que tener en cuenta que, para una parte importante de EEUU, está crisis no ha sido una recesión, sino una depresión, de la que todavía no están saliendo y nadie sabe cuándo lo hará. Los republicanos tienen unas políticas que equivaldrían a hacer perpetua esta situación, porque consisten en desmontar el sistema de pensiones y el Estado del Bienestar, pero centran su mensaje en cuestiones sociales. Y los demócratas son incapaces de ofrecer una alternativa económica.
P.–El ala izquierda demócrata, en la que usted se encuadra, siempre piensa que, si no gana, la culpa es de los votantes.
R.–Los demócratas echamos la culpa de nuestros fracasos a los votantes. Bush ganó porque hizo trampa en 2000; el Tea Party es racista; los republicanos han cambiado los distritos electorales para tener sobrerrepresentación en el Congreso... Todo eso es cierto. Pero también lo es que muchos votantes conservadores deberían ser votantes demócratas por motivos económicos. En vez de eso, les ofrecemos soluciones tecnocráticas y, encima, reaccionamos con una mezcla de desprecio e irritación cuando votan al Tea Party. No conocemos a nuestros enemigos, nos limitamos a despreciarlos.
P.–En EEUU muchos tienen la convicción de que el Partido Republicano no tiene futuro porque se está limitando al grupo demográfico de los varones blancos de más de 50 años.
R.–Llevamos décadas esperando cambios demográficos que van a crear una sólida mayoría demócrata: que si la legislación de los derechos civiles [que permitió a los negros votar en gran parte del país]; que si la extinción de la cultura blanca, anglosajona y protestante [los llamados WASP]; que si la reducción de la edad de voto de los 21 a los 18 años... Eso es confundir deseos con realidades. Es cierto que el Partido Republicano no puede seguir siendo el Partido del Hombre Blanco para siempre jamás, y también que los republicanos, ahora mismo, le están haciendo un gran servicio a Obama, con sus divisiones entre conservadores y ultraconservadores. También se lo prestó su candidato en 2012, Mitt Romney, que tenía tanto carisma como un paquete de espaguetis. Pero esto no va a durar siempre. Los republicanos ya han demostrado que saben adaptarse a los cambios de la sociedad.
                                                                                                (El Mundo.18 enero 2014)